A new history of Eastern Europe, covering all the countries between Germany and Russia, from Estonia in the north to Albania in the south. Starting in the first millennium A.D. and running up to the 2022 invasion of Ukraine, the book tells the story of a region long derided as the “other Europe.” Drawing on travel, literature, archival research and my family’s history, Goodbye, Eastern Europe describes the life and times of a place riven by multiple borders – of religion, empire, class and ideology – which have combined to make it unlike anywhere else. It also narrates Eastern Europe’s tumultuous path through the 20th century, with the highs and lows of national independence, world war, Stalinism, socialism and finally, a return to freedom. A long passage, sometimes comic, but usually tragic, which has ended in 2023 just as it began in 1914, with the region as yet again a flashpoint for global conflict.
Jacob Mikanowski
Mikanowski cuenta que en los Balcanes existe una práctica ritual llamada kurban, un sacrificio animal presente en todas las clases sociales. El suegro de unos de sus primos, de nombre Tomasz, antropólogo especializado en arquitectura y devoción tradicionales, vivió con una familia en un pueblo de Macedonia. Un día, el jefe de la casa le pidió que sacrificara un cordero. Tomasz se puso nervioso: un sacrificio mal hecho puede echar a perder la cosecha de todo un año. Pero no se trataba de hacerlo por la familia, sino por él mismo: como adulto que nunca había sacrificado un animal, corría peligro de atraer la mala suerte y la enfermedad. Y no, no es una costumbre arcaica confinada a los pueblos. Años después, cuando tuvo problemas de vista, sus colegas universitarios en Sofía le sacrificaron un gallo para ayudarle a sanar.
Qué bonito cuando la ciencia y la superstición colaboran de forma tan sangrienta. Que conste que no es un juicio, solo una observación culturalmente fascinante.
Hoy hace un año llegué, sin muletas, a una Valencia destrozada. Hablé con mi gente, todo el mundo bien, pero lo que vi fue un horror mucho peor de lo que me había imaginado.
La manifestación del sábado fue un grito de rabia contra Mazón. Hoy, un año después, todavía me estremezco cuando leo noticias y comentarios de la caverna diciendo que la culpa la tuvo Perro.
El estrés no solo se nota en el cuerpo; también cambia la forma en que tu cerebro funciona. Cuando notas que te estás agobiando, muy probablemente tu hipocampo ya está sufriendo. El hipocampo, ojocuidao, es la región encargada de transferir items de información del almacén de la memoria a corto plazo al de memoria a largo plazo y, por tanto, del aprendizaje. Y lo más importante de todo es que cuando te agobias se desconecta del lóbulo frontal, el centro racional que te permite tomar decisiones con calma. El lóbulo frontal es el ordenador que usas cuando decides mandarlo todo a la mierda y pedirte otra cerveza. O cuando decides coger el coche después de esas siete cervezas. Fíjate si es importante.
Qué pasa en el cerebro cuando hay estrés
Ante una situación estresante, el cuerpo activa el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal, que es el que libera cortisol y adrenalina y entonces todo se convierte en una fiesta y tu cuerpo se pone en modo Chernóbil a punto de estallar. Estas hormonas preparan al cuerpo para reaccionar rápido, pero también alteran la química y la estructura cerebral. La adrenalina “aumenta la frecuencia cardíaca, contrae los vasos sanguíneos, dilata las vías respiratorias, y participa en la reacción de lucha o huida del sistema nervioso.” Las funciones principales del cortisol “son incrementar el nivel de azúcar en la sangre (glucemia) a través de la gluconeogénesis, suprimir el sistema inmunológico y ayudar al metabolismo de las grasas, proteínas y carbohidratos.” Lo dice tal cual la Wikipedia, no yo.
El exceso de cortisol reduce la eficacia de las sinapsis neuronales del hipocampo, lo que dificulta almacenar y recuperar recuerdos. A la vez, la amígdala, responsable de las emociones intensas, toma el control y le hace el vacío a las áreas racionales del cerebro. O sea, lo que viene siendo convertirse en una gacela y ver un león. Acojonada del todo, ¿verdad? Obviamente, no se va a poner a pensar en qué dirección echar a correr basándose en la orografía del terreno. Más bien se pone a correr como si no hubiera un mañana porque si no, igual lo pasa regulín. Pues eso es más o menos lo que te pasa cuando estás bajo mucho estrés: te agobias y no tomas las mejores decisiones de tu vida. Recuerda: la séptima cerveza.
Por qué se desconecta el hipocampo del lóbulo frontal
En condiciones normales, el hipocampo y la corteza prefrontal trabajan en equipo: uno contextualiza, el otro planifica. Pero con altos niveles de estrés, esa conexión se va a la porra. El cerebro entra en modo supervivencia y pensar demasiado deja de ser una prioridad. Por eso, cuando estás bajo presión, cuesta recordar cosas simples o mantener la concentración. No es falta de disciplina o que te vaya el drama, es pura neurobiología.
¿Qué te pasa si la conexión entre estas dos áreas es débil? Pues que tendrás dificultades para concentrarte (acuérdate de la gacela), de aprender, estarás más reactivo emocionalmente y saltarás a la primera y te resultará más difícil controlar tus impulsos. ¿Y qué ocurrirá si estás bajo estrés mucho tiempo? Pues que el cerebro, como es “plástico”, e. d., que cambia según lo que vaya pasando y se adapta a las circunstancias, va reduciendo el volumen del hipocampo y así, con el tiempo, tenderás a recordar menos las cosas y a prestar menos atención a lo que pasa a tu alrededor, especialmente si no está vinculado a esa situación estresante. En otras palabras: vivirás menos.
¿Qué hacer ante el estrés?
Pues mira, yo qué sé. Si lo supiera, lo envasaría y lo vendería para forrarme. Lo que sí sé es que requiere constancia. Dormir lo suficiente permite que las conexiones neuronales se reparen. El ejercicio regular mejora el flujo sanguíneo y estimula la formación de nuevas neuronas. No se trata de correr todos los días, ir andando a los sitios es suficiente. Hacer pausas breves durante el día ayuda a reducir los niveles de cortisol, sobre todo si te quitas el móvil de la mano y, por ejemplo, te pones la tele. O si no puedes, llama a alguien y dile que estás con un agobio que te cagas y necesitas hablar de cualquier cosa. De un cotilleo, por ejemplo. También puedes ir al médico a que te ayude. O hablar con alguien que sepa. No todo se soluciona con ejercicio, a veces tienes que pedir ayuda.
A veces insistir en calmarse por tu cuenta, repetir mantras de Instagram (o de cualquier blog de mierda) o intentar relajarte solo no basta. El cerebro bajo estrés puede estar demasiado bloqueado para regularse solo, y en esos momentos pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de hacer las cosas que hay que hacer. Hablar con alguien de confianza puede darte la perspectiva que necesitas, estrategias prácticas y apoyo real que ninguna respiración rápida ni consejo viral pueden reemplazar. Y si el médico te dice que necesitas una benzodiazepina, pues igual deberías hacerle caso.
Y pensarás que bla bla bla y que cuando estás estresado lo último que piensas es en mirar por la ventana con una taza de té en la mano o pedir cita a un psicólogo. Porque igual ni tienes pasta para pagártelo. Y yo te digo: pues tienes toda la razón. Es a tope de fácil decirlo, pero cuando estás en ello es imposible, precisamente por el agobio que tienes… o porque no tienes un duro. Si me conoces te digo que sí, consejos vendo que para mí no tengo.
Pero bueno, al final lo importante es entender que el estrés no es solo una sensación incómoda: altera la química del cerebro y hace cosas feas en las conexiones entre sus partes. El hipocampo y el lóbulo frontal dejan de hablarse y eso es una mierda. Pero la neurociencia tiene buenas noticias. Hablar de “la neurociencia” ya es de imbécil nivel avanzado, pero es que lo soy. Sorry. Que me salgo del tema: la neurociencia dice que dormir bien, andar un poquito, irte de vermús con tus amigas, ver realities y cosas así van bien. De verdad de la buena.
Y lo último, y esto lo digo por experiencia. El mundo no se va a parar. La vida pasa. De verdad. Cuanto más estrés tengas, menos vas a vivir. El estrés te puede matar en vida. Cuídate, porfi, y si tienes que pedir ayuda, pídela. Yo lo intento, pero me sale regular.
Cada cierto tiempo se reabre el debate de las lenguas en España y su papel en las administraciones. Nunca deja de ser noticia. En estas discusiones se oye de todo, desde bromas sobre el murciano hasta delirios sobre si habría que traducir el gaditano. Cada vez que sale el tema de hablar catalán o euskera en el Congreso de los Diputados, en los ayuntamientos o en las escuelas, hay quien parece sentir que la unidad de España se resquebraja con cada fonema. Y entre tanto ruido, lo que más destaca no es el amor por la lengua o por sus hablantes, sino la confusión monumental que muchos tienen respecto a qué se habla, dónde, y por quién.
Hace años que circula la tontería de que el romaní y el caló son lo mismo. No lo son, y conviene dejarlo claro antes de que esta barbaridad siga reproduciéndose como un meme. Me explico. El romaní es una lengua indoeuropea de la rama indoirania, hablada por comunidades gitanas en buena parte de Europa. Su estructura gramatical, su sistema fonológico y su léxico la acercan al hindi, al panyabí o al persa, no al castellano ni al catalán ni a ninguna lengua románica ni peninsular. Es un sistema lingüístico con historia propia, evolución independiente y raíces que se remontan a la India.
El caló, en cambio, es otra historia. No es una lengua en sentido estricto, sino una variedad que se apoya completamente en la gramática del castellano, dentro de la cual se insertan palabras procedentes del romaní. En la práctica, alguien que hable caló está usando la estructura del español, pero con un vocabulario en parte heredado de las antiguas hablas romaníes. De hecho, muchas de esas palabras se han filtrado al castellano común sin que nadie lo note: “jiñar”, “menda”, “paripé”. Confesión en la noche: tengo un grupo de amigos con los que soy más de jiñar que de defecar, descomer o “¿necesitas ir al baño?, ¿no?, pues voy yo”. Discretamente.
Volviendo al tema: el caló es una forma de expresión que nace del contacto entre el castellano y las antiguas hablas romaníes, y que funciona dentro del sistema del español, no aparte de él. Y muy importante: no es un dialecto del romaní, ni una deformación de este. El caló no tiene instituciones que lo regulen, ni una tradición escrita estable, ni un estándar que lo unifique. De hecho, sigue las normas ortográficas del castellano, hasta donde yo sé. Pero eso no lo hace menos valioso: es el patrimonio cultural de un pueblo oprimido, empobrecido y discriminado que ha conservado parte de su herencia lingüística mientras sobrevive en una sociedad que intenta asimilarlo por completo.
La confusión entre los términos “romaní” y “caló” no es casual. España siempre ha tenido una relación compleja (por decirlo de alguna forma) con su diversidad lingüística. Lo que se percibe como “variedad”, “lengua” o “dialecto” muchas veces no responde a criterios lingüísticos, sino políticos o emocionales. Y si no, que se lo digan a los valencianos. Se acepta con una sonrisa que un diputado use un acento andaluz cerrado, pero si otro decide hablar en gallego, valenciano o catalán, se desata el pánico. No es un problema de comunicación, sino de símbolos. Porque nadie protesta cuando un murciano habla como un murciano; protestan cuando un catalán habla como un catalán. ¿Os imagináis a alguien dirigiéndose a sus señorías en caló?
Los mismos que exigen libertad y que la Administración refleje la voz del pueblo son los que se escandalizan cuando ese pueblo se expresa con todas sus lenguas, sus hablas y sus variedades. Se olvidan de que un país con varias lenguas es un país más rico, más complejo y más humano. Pretender que la representación democrática funcione en una sola lengua es tan absurdo como decir que la paella admite queso fundido. Mientras algunos confunden el caló con el romaní, otros siguen sin entender que la diversidad lingüística no amenaza la unidad, sino que la enriquece.
Por eso, si la Administración realmente representa a todos y debe garantizar la libertad de la ciudadanía, todas las lenguas y hablas deben tener su espacio. No hay nada alarmante en que se traduzcan las intervenciones, como ya se hace en cualquier foro internacional decente. En el Parlamento Europeo se interpreta a más de veinte lenguas y nadie sufre un colapso nervioso. La diversidad no es un obstáculo, es una forma de civilización.
El debate sobre el uso de las lenguas en las instituciones no debería centrarse en el miedo a perder una supuesta identidad, sino en la posibilidad de que todos los ciudadanos se expresen en la suya. Es un ejercicio de respeto, libertad y madurez democrática. Reírse de quienes defienden esa diversidad es, en el fondo, reírse de la idea misma de representación. Y cuando alguien dice con suficiencia que “el caló y el romaní son lo mismo”, no solo demuestra ignorancia, sino un desprecio implícito por las culturas que sostienen esas lenguas.
La historia del caló y del romaní es también la historia de un pueblo que ha vivido al margen, que ha sido perseguido y estigmatizado, y que aun así ha conservado su forma de hablar como seña de identidad. Entender esa diferencia no es solo una cuestión de precisión filológica, sino de respeto.
Así que sí, si la Administración y los centros educativos del país pretenden representar a todos, debe hacerlo también con sus palabras. No hay nada de lo que avergonzarse en escuchar catalán, euskera, gallego o cualquier otra lengua del país en un espacio de debate público. Lo que da vergüenza es la estrechez de miras con la que se sigue tratando la pluralidad lingüística. El problema no son las lenguas. El problema es el miedo a escucharlas.
¿Algún friki en la sala que se haya preguntado si lo correcto es “cabra montés” o “cabra montesa”? No estás solo. A mí me suenan raras las dos después decirlo en voz alta varias veces. Pero según el Libro de estilo de la RAE, la forma correcta es cabra montés, y en plural, cabras monteses.
cabra montés. Mamífero salvaje del mismo género que la cabra, que vive en zonas montañosas: Vimos una cabra montés en lo alto de un risco. o PL. cabras monteses. MEJOR QUE cabra montesa, PL. cabras montesas.
Ahora que estoy escribiendo esto me suena un poco torpe, no sé si soy yo, la RAE o el alprazolam que me tomé anoche. Cuando me voy a “montés” me encuentro lo siguiente:
montés. Que vive, está o se cría en el monte: gato montés, cabra montés. Es poco frecuente el uso del femenino específico montesa.
El DRAE nos da otros ejemplos: el gato montés, la rosa montés y mi favorito, el puerco montés. Repito: el puerco montés.
Si te estás preguntando a santo de qué viene todo esto (y sí, probablemente te recuerda a una versión bloguera mía de hace mil años, o veinte), confieso: cuando estoy muy estresado y necesito desatascar el cerebro, me pierdo en la Wikipedia para dejar que el conocimiento inútil me devore y me deje la dentadura negra. Y sí, me coloco con datos absurdos.
Cuando me doy cuenta de que estoy al tanto de las elecciones legislativas en Uganda (la metanfetamina del saber innecesario) me entran escalofríos y paso a dominios más ilustrados, más acordes con mi estado mental y con lo petardo que puedo llegar a ser. Últimamente, el Libro de estilo de la RAE es mi droga preferida para entrar en trance.
Psychotherapy occupies an increasingly central place in our culture. Just as we have become inclined to understand our struggles and our sadness under the heading of “mental health”, so too we have placed ever greater authority on psychotherapists to help us understand how we should deal with the problems life throws up. Even those without diagnoses of depression, anxiety or obsessive compulsive disorder increasingly seek therapeutic support, with a recent survey finding that around a third of the population have done so.
De “So you want to try psychotherapy. But what does it actually do?”, en The Guardian
A propósito de lo que publiqué ayer sobre los bonobos y el lenguaje, he copipegado lo que dice la Wikipedia sobre Kanzi, el bonobo que trabajó con la psicóloga y primatóloga Sue Savage-Rumbaugh y que llegó a aprender miles de símbolos para comunicarse y entender mensajes completos. No es el único simio que lo ha conseguido, pero sí uno de los que mejor nos ha permitido entender los misterios del lenguaje y la cognición humanas.
Kanzi learned to communicate using a keyboard with lexigrams. Kanzi also picked up signs from American Sign Language from watching videos of Koko the gorilla, who communicated using signs to her keeper Penny Patterson; Savage-Rumbaugh did not realize Kanzi could sign until he signed, “You, Gorilla, Question”, to anthropologist Dawn Prince-Hughes, who had previously worked closely with gorillas. Based on trials performed at Yerkes Primate Research Center, Kanzi was able to identify symbols correctly 89–95% of the time.
Kanzi could not vocalize in a manner that is comprehensible to most humans, as bonobos’ vocal tracts are different from the vocal tracts of humans, making them incapable of reproducing most of the vocal sounds humans can make. Nonetheless, it was noticed that every time Kanzi communicated with humans with specially designed graphic symbols, he also produced some vocalization.
Later, it was discovered that Kanzi was producing the articulatory equivalent of the symbols he was indicating, although in a very high pitch and with distortions.
According to the research of Savage-Rumbaugh, Kanzi “can understand individual spoken words and how they are used in novel sentences”. For example, the researcher asked Kanzi to go get the carrot in the microwave, Kanzi went directly to the microwave and completely ignored the carrot that was closer to him, but not in the microwave. In another example, a researcher gave the task, “feed your ball some tomato”. Alia, a human 2-year-old, did not know what to do, but Kanzi immediately used a spongy toy Halloween pumpkin as a ball and began to feed the toy.
Somewhere deep in the forests of the Democratic Republic of the Congo lives a species of primate called the bonobo, a close cousin of ours that we’ve collectively ignored in favour of the more macho chimpanzee. Big mistake. Bonobos are, quite frankly, our evolutionary embarrassment, the eloquent critique of everything we’ve messed up.
They live south of the Congo River and, unlike their chimpanzee relatives (known for solving disputes with a well-placed punch and a smirk of moral superiority), bonobos prefer peace, consensus, and a whole lot of mutual rubbing to resolve conflicts. And when I say “a lot,” I mean enough to make a soap opera blush.
You can tell them apart easily. When you see a bonobo and a chimpanzee side by side, the bonobo’s the one that looks like it hasn’t slept. Or, as biologists put it, “the less intimidating one.”
You can find the original article in Spanish here.
Their societies are matriarchal: females, though smaller, band together to maintain order, proof that the so-called “male supremacy” of our species is little more than a tantrum that got out of hand. If you want to understand how cooperation and unashamed promiscuity can be the keys to social harmony, forget your self-help books and watch a few bonobo videos. You’ll learn more about conflict resolution than from any corporate leadership seminar.
For the record, yes, bonobos might have an elaborate social life and a proto-language, but they still can’t cook a decent paella. The Valencians among us can relax; we still have that edge.
When the Apes Start Talking Back
Here’s where it gets properly interesting and mildly humiliating for us. A new paper published in Science by Mélissa Berthet, Martin Surbeck, and Simon Townsend suggests that bonobos might possess something very close to the foundation of human language. They’re capable of “compositionality”, the ability to combine simple sounds into complex, meaningful sequences; basically, the same mental trick we use to build words and sentences.
Compositionality is the ability to combine units of meaning (like words or syllables) to create something new whose sense depends on both the parts and how they’re organized. In its simplest form, the trivial one, the meaning of a phrase can be directly understood from the words themselves: “black dog” means exactly that, a dog that’s black. But there’s also a more advanced, non-trivial kind, where meaning shifts in more complex ways, as in “bad dancer,” where one word profoundly alters the other. Understanding “bad dancer” requires a fair bit of cognitive juggling: there are at least two dancers in play, and one of them isn’t visible. Until now, we thought humans were the only species able to use that mental structure. According to this study, the bonobos have just applied for membership.
Until recently, this was our golden trophy: humans were the only species thought capable of structuring meaning in this way. Turns out we may have just been loud about it.
The researchers recorded hundreds of hours of wild bonobo vocalisations: over 700 recordings, each meticulously analysed across hundreds of behavioural and contextual variables. Then they applied a computational technique usually reserved for linguistics and AI: distributional semantics, mapping how different sounds relate to meaning depending on the situation. In simpler terms: they built a dictionary of what bonobos might be saying.
Distributional semantics is a way of figuring out what words mean by looking at how they’re used. Instead of asking a dictionary, it asks: which words tend to hang out together? The basic idea is that meaning can be inferred from context: if “coffee” often appears near “cup,” “mug,” and “morning,” you can safely assume it’s something people drink. In computational linguistics, this becomes math: algorithms turn words into numbers and measure how similar their usage patterns are across thousands of sentences. The result is a kind of map of meaning, built entirely from how words behave in real life. In the bonobo study, scientists borrowed this technique to analyse vocalisations, creating a semantic “map” of their calls, a way to see whether certain sounds consistently appear in the same social or environmental contexts, hinting that they carry specific meanings.
The Results
The team identified seven main call types that the bonobos combined in structured ways. Some combinations were predictable, like “food now” or “danger there.” But others showed something deeper: meanings that weren’t just the sum of their parts. That’s where compositionality gets exciting and uncomfortable. It means bonobos don’t just grunt randomly; they build meaning through combination.
In at least three of the structures, the patterns were complex enough for the researchers to speak, cautiously but seriously, of a kind of proto-grammar. Not Shakespeare, sure, but it’s a start.
No one’s suggesting these apes are about to publish War and Peace, or even tweet, but their communication seems more structured, flexible, and meaning-rich than we ever imagined. And that shakes the story we like to tell about ourselves.
The implications are deliciously humbling: the ability to combine sounds meaningfully might predate Homo sapiens by millions of years. It could go all the way back to our last common ancestor with bonobos and chimpanzees; somewhere between seven and thirteen million years ago. In other words, language didn’t start with us. It evolved from something older, shared, and much less flattering to our ego.
Other Species Talk Too, Just Not Like This
We’re not the only species that communicates, obviously. Whales compose entire symphonies beneath the waves, dolphins call each other by name, and parrots can mimic human speech with eerie precision. But none of them seem to have this knack for mixing and matching sounds to make entirely new meanings.
That ability (to combine symbols into infinite possibilities) is the difference between communication and language. And yet, every new discovery seems to show that the gap between “their noise” and “our words” is a lot thinner than our vanity allows.
The Blurred Line Between “Us” and “Them”
The authors of the study are careful not to overstate their claims. They can’t yet tell what every bonobo call means, only infer it from context. It’s also not a full-blown language: no grammar rules, no fixed vocabulary, no poetry slams. Still, the structure they observed is undeniably flexible, adaptive, and intentional; and if that doesn’t sound like us, what does?
So maybe the line between human language and animal communication isn’t a wall. Maybe it’s a slope. Language, then, isn’t an invention that appeared out of nowhere but a continuation of something ancient.
It’s funny, really. While we humans argue online about whether emojis count as words, bonobos have spent generations combining sounds with more coherence than most Twitter threads. They don’t have social media. And, incidentally, they have much more sex. Draw your own conclusions.
What It Means for Us
Beyond the science, the real question is unsettling: if bonobos can string together meaningful sound patterns, what actually separates us from them? The easy answers (culture, writing, or anti-dandruff shampoo) are starting to feel flimsy. Strip away the gadgets, and we’re still just primates trying to make sense of each other through sounds, gestures, and the occasional awkward silence.
Bonobos use vocalisations to coordinate, soothe, warn, and connect. Other species do similar things, but bonobos do it with layers of context and abstraction that look a lot like our own. The difference isn’t categorical: it’s evolutionary. A matter of degree, not kind.
Which means language didn’t just appear with humans. It grew. Slowly. Patiently. And, apparently, quite erotically.
A Lesson in Humility
What I love most about this study is what it says between the lines. The bonobos’ “uhs” and “ahs” aren’t just jungle background noise: they’re echoes of the same impulse that led us to build alphabets, write novels, and argue in comment sections.
Maybe language isn’t what makes us human. Maybe it’s what makes us animal.
So while we continue inventing ever more complicated ways to misunderstand each other on WhatsApp, the bonobos will keep communicating, efficiently, elegantly, and with enviable physical enthusiasm.
¿Sabíais que en la selva de la República Democrática del Congo hay unos primates llamados “bonobos” que se comunican con una sofisticación que se parece muchísimo a la nuestra? Acaba de salir un artículo que cambia en parte la forma en que entendemos el lenguaje y que desmiente lo que creíamos que nos hacía únicos. Soy muy fan de los bonobos en general y de todos ellos en particular. ¿Tiene sentido lo que he dicho? No. Me la trufa.
Pan Paniscus: el bonobo para los amigos
El bonobo(Pan paniscus) es ese pariente cercano al que solemos ignorar en favor del chimpancé y que resulta ser la vergüenza evolutiva de nuestra especie, como Carlos Mazón. Viven al sur del río Congo y, a diferencia de sus primos los chimpancés (conocidos por su diplomacia a base de estacazos y de poner cara de no haber dicho una palabrota en su vida) prefieren la paz, el consenso y restregarse mucho la entrepierna para solucionar los conflictos. Pero mucho.
Y tú me preguntarás: ¿cómo distingo un bonobo de un chimpancé? Muy fácil: cuando los veas juntos, lo sabrás. El bonobo es el feo.
Viven en sociedades matriarcales donde las hembras, a menudo más pequeñas, unen fuerzas para mantener el orden, lo que demuestra que la famosa supremacía masculina no es más que una rabieta. Si quieres entender cómo la cooperación y la promiscuidad pueden ser las claves para evitar conflictos y resolver tensiones sociales, deja de leer manuales de autoayuda y ponte a mirar vídeos de bonobos. Todos podemos observar primates en nuestro día a día, puede ser tu jefe, tu novio o tu cuñada. Pero para ver bonobos tienes que hacer algo más que un par de transbordos. Así que hay que conformarse con los vídeos (hay uno al final del post que mola bastante).
Nota bene así: los bonobos tendrán un lenguaje muy elaborado y serán muy de pacifismo feminista y todo lo que tú quieras, pero todavía no son capaces de hacer una paella. Los valencianos humanos todavía les llevamos ventaja en eso.
Fuera de coñas, la cosa se pone interesante cuando dejamos de ser supremacistas y le damos vueltas al asunto. Parece que los bonobos son capaces de combinar sonidos simples para crear mensajes complejos, algo que hasta hace poco nos lo atribuíamos a los humanos en exclusiva, si no contamos a los votantes de Vox. Los bonobos demuestran que las raíces del lenguaje podrían ser mucho más antiguas de lo que pensábamos. No son solo chimpancés que han pasado una mala noche porque se les ha ido la mano con el garrafón; son el espejo en el que deberíamos mirarnos para entender que gran parte de lo que consideramos único del ser humano, el lenguaje, es un invento que compartimos con ellos.
En fin, que no estamos solos en el arte de comunicarnos. Vale que las ballenas componen verdaderas sinfonías submarinas, los delfines se llaman por su nombre y algunos pájaros repiten frases y pronuncian mejor que tú un domingo por la mañana. Pero, por muy sofisticados que sean esos sistemas y por muy flipantes que nos parezcan, carecen de lo que nos distingue: la capacidad de combinar sonidos y símbolos para crear significados nuevos, infinitos e imprevisibles.
¿Qué es la composicionalidad?
Mélissa Berthet, Martin Surbeck y Simon Townsend han demostrado en el estudio que ha publicado Science que los bonobos no solo emiten sonidos al azar, sino que combinan sus vocalizaciones de manera estructurada. En otras palabras, no se limitan a decir “uh” y “ah” por reflejo: las unen, las ordenan y las repiten con intenciones diferentes según el contexto. Y eso se parece mucho a algo que en lingüística se llama “composicionalidad”.
La composicionalidad es la capacidad de combinar unidades de significado (como palabras o sílabas) para crear algo nuevo cuyo sentido depende de las partes y de cómo se organizan. En su versión más simple, la trivial, es cuando el significado de la frase se entiende directamente de las palabras: “perro negro” significa lo que parece, un perro de color negro. Pero existe una forma más avanzada, la no trivial, cuando el significado cambia de manera más compleja, como en “mal bailarín”, donde una palabra altera profundamente a la otra: entender “mal bailarín” requiere una gran capacidad de manejo cognitivo de elementos de significación. Hay, al menos, dos bailarines y a uno de ellos no lo ves. Hasta ahora, se pensaba que los humanos éramos los únicos capaces de usar esa estructura mental, pero los bonobos, según este estudio, acaban de pedir apuntarse al club.
Esta peña se pasó meses grabando y analizando los sonidos de bonobos en libertad: más de setecientas grabaciones y más de trescientas variables por cada una, desde el comportamiento de los individuos hasta las reacciones del grupo. Luego aplicaron un método de análisis de semántica de distribución (una técnica que normalmente se usa en lingüística computacional) para crear una especie de mapa del “significado” de cada llamada. O sea, una guía de lo que los bonobos dicen.
Los resultados del estudio
Lo interesante es que encontraron siete tipos básicos de llamadas que, combinadas entre sí, daban lugar a estructuras con sentido propio. Algunas combinaciones eran simples, casi mecánicas, pero otras mostraban una relación más profunda: el significado del conjunto no era exactamente la suma de las partes. Esas son las combinaciones no triviales, y ahí es donde la cosa empieza a molar bastante. En tres de estructuras observadas, el patrón era lo bastante complejo como para que los investigadores hablaran, sin miedo al ridículo, de algo parecido a una proto-gramática.
Abril de 2006: Kanzi (en el centro) y Panbanisha (a la derecha) con Sue Savage-Rumbaugh. Mira las expresiones que tienen. Es que me meo.
Imagen cedida por William H. Calvin, CC BY-SA 4.0, el original está aquí.
Por supuesto, nadie está diciendo que los bonobos estén a punto de escribir la gran novela americana. Pero sí parece que su comunicación tiene una base estructural más parecida a la humana de lo que se creía. Total, que no somos los únicos animales capaces de combinar unidades sonoras con un significado flexible. Y eso obliga a revisar la historia de nuestro propio lenguaje.
La implicación más interesante del estudio, en mi opinión, es que la capacidad de combinar elementos con sentido podría ser mucho más antigua que el homo sapiens. Tal vez no apareció de repente con nosotros, sino que ya estaba presente en el último ancestro común que compartimos con los bonobos y los chimpancés, hace entre siete y trece millones de años. Si eso es cierto, entonces la chispa de lo que hoy llamamos “lenguaje” lleva encendida desde antes de que existiera nuestra especie.
La noticia también tiene un toque de ironía. Mientras los humanos seguimos discutiendo si un emoji cuenta como comunicación y de qué forma, los bonobos llevan generaciones combinando sonidos con más coherencia que muchos hilos de Twitter. Pero no tienen redes sociales. Y follan bastante. Igual más que tú. Amiga, déjate Grindr.
Ojocuidao: el lenguaje humano es una evolución de algo que ya existía
El estudio no está exento de matices. Los autores no pueden saber con certeza qué significa cada vocalización, solo pueden inferirlo del contexto. Tampoco se trata de un lenguaje con sintaxis y vocabulario estable, sino de un sistema flexible que depende del entorno y de las relaciones entre los individuos. Pero eso no le quita valor, al fin y al cabo los humanos hacemos lo mismo. Lo que sí significa es que la frontera entre el lenguaje humano y la comunicación animal no es un muro, sino más bien una cuesta. El lenguaje humano es una evolución de los mecanismos comunicativos que tenían nuestros ancestros.
Los propios autores lo reconocen: los resultados no convierten a los bonobos en oradores peludos, como los gremlins que todavía no han atracado la nevera durante lo noche. Pero sí obligan a reconsiderar qué entendemos por “lenguaje”. Muy probablemente nuestra forma de hablar no sea un milagro biológico, sino una extensión evolutiva de algo que ya estaba ahí. Entender que el ser humano es súper especial y que la evolución dio un triple salto mortal con nosotros es una tontería.
Implicaciones para comprender al ser humano
Este descubrimiento, más allá de su valor científico, plantea una cuestión yuyante, que en el fondo es la misma de siempre. Si los bonobos pueden expresar algo parecido a combinaciones de ideas, ¿qué nos separa realmente de ellos? La respuesta fácil sería decir “la cultura”, “la escritura” o “el champú anticaspa”. Pero en el fondo, seguimos siendo seres que dependen de sonidos, gestos y silencios para entenderse. Como los bonobos. Y muchas veces fallamos en ello. Quizá esos monos simios nos lleven ventaja en algo que creíamos exclusivamente nuestro: la coherencia emocional al comunicarnos, y no siempre.
Piénsalo un momento. Los bonobos usan la voz para coordinarse, calmarse, advertirse o llamar a otros. Otras especies lo hacen, pero no con tanta complejidad ni con grados de abstracción tan altos. No parece muy distinto de lo que hacemos nosotros, solo que ellos no han inventado el correo electrónico. Es posible que, en vez de hablar de una “aparición del lenguaje”, tengamos que hablar de una continuidad o de una evolución: una línea que empieza mucho antes de nosotros y que sigue viva en esos bosques donde aún se escuchan sus llamadas.
¿Qué nos queda por aprender?
Mucho. El artículo no da respuestas definitivas, lo que hace es invitarnos a mirar más allá de nuestras cómodas creencias sobre la superioridad del sapiens. Y, sinceramente, después de leerlo, cuesta seguir creyendo que la inteligencia y la comunicación humanas son fenómenos únicos. Tal vez solo somos los que hemos llevado esa tendencia natural al extremo, con gramáticas, alfabetos y aplicaciones móviles. Pero la raíz, el impulso de combinar sonidos para significar algo, ya estaba ahí.
Si la ciencia sirve para algo, es para recordarnos lo poco que sabemos. Los bonobos, con sus “uhs” y sus “ahs”, acaban de darnos una pequeña lección de humildad. Mientras nosotros seguimos inventando maneras cada vez más complejas de malinterpretarnos por WhatsApp, ellos siguen comunicándose con una eficacia silenciosamente elegante. Y por eso, aunque el estudio hable de primates, también habla de nosotros.
Lee más sobre los bonobos:
Clay, Z., Zuberbühler, K., & Arnold, K. (2024). Extensive compositionality in the vocal system of bonobos (Pan paniscus). Science Advances, 10(42), eadv1170.
de Waal, F. (2013). The bonobo and the atheist: In search of humanism among the primates. W. W. Norton & Company.
Hare, B., & Woods, V. (2020). Survival of the friendliest: Understanding our origins and rediscovering our common humanity. Random House.
Gruber, T., & Clay, Z. (2016). A comparison between bonobos and chimpanzees: A review and update. Evolutionary Anthropology, 25(5), 239–252.
BBC Future. (2024). What bonobos can teach us about language and empathy. BBC.
No os cuento lo que estaba investigando, porque me da vergüenza, pero he terminado leyendo sobre la histeria y tenía que escribir esto.
Según la Wikipedia, la histeria, del griego “hystera” (útero), tiene un pasado bastante absurdo. Los egipcios ya hablaban de ella hacia el 1900 a. C., convencidos de que el útero podía desplazarse por el cuerpo causando comportamientos extraños. El remedio, según ellos, consistía en que los médicos colocaban “sustancias de olor fuerte en las vulvas de las pacientes para alentar al útero a volver a su posición correcta”. ¿A quién no le gusta una sustancia de olor fuerte en la vulva del siglo primero?
En Grecia y Roma siguieron circulando teorías similares que, además, vinculaban la histeria con la infertilidad. El cristianismo, con su creatividad inherente, transformó el diagnóstico en posesión demoníaca, con exorcismos y hogueras como principal terapia. Todo fenomenal. Durante el Renacimiento, la razón se asomó tímidamente: médicos como Lepois y Sydenham empezaron a considerarla un trastorno del cerebro o de las emociones, no del alma ni del útero, pero siguió siendo un trastorno “de mujeres”.
En el siglo XIX, Briquet siguió dando la brasa al respecto con un síndrome crónico con síntomas inexplicables, y Charcot y Janet estudiaron la histeria desde la neurología y la psicología. Freud, en su línea, la llevó al diván, relacionándola con la represión sexual y extendiendo su diagnóstico también a los hombres. Para que luego digan que Freud era un machista de cojones. Spolier: lo era.
El siglo XX nos trajo la psiquiatría moderna, la ansiedad y la depresión, así que bajó el número de mujeres histéricas y subió el de las que estaban deprimidas y al borde de un ataque de nervios. O sea, que no cambió absolutamente nada. Entre pitos y flautas, a histeria desapareció de los manuales, pero no del lenguaje popular.
Sabemos que la histeria no existe porque nunca se ha identificado una base biológica, neurológica ni psicológica que la explique. La investigación clínica ha demostrado que no hay un “síndrome histérico” único, sino múltiples causas posibles para los mismos síntomas. Estos que antes se agrupaban bajo ese nombre corresponden hoy a otros diagnósticos como los trastornos de conversión, los somatomorfos o los de ansiedad. Además, calificarla históricamente como una “enfermedad de mujeres” ha sido y es un sesgo de género del copón: se patologizó ni más ni menos que para controlar la conducta y justificar desigualdades, sexismo y violaciones.
Deberíamos dejar de llamar “locura” a lo que en realidad fue y sigue siendo resistencia, cansancio o dolor ignorado. Empezar a decir que la histeria es una invención para controlar a las mujeres también es una forma de justicia.
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