Cuando me siento a trabajar, leer algo en internet o prepararme para salir, soy un artista en perder la concentración. De una cosa salto a la otra. Da igual la situación: puede ser manteniendo una conversación, viendo un reality o preparándome para salir a tomar algo. En el trabajo me he dado cuenta de que no rindo porque siempre estoy saltando de una cosa a otra. Muchas veces vuelvo a casa agotado pensando que he hecho mucho, y luego al cabo de una hora me doy cuenta de que no he solucionado nada porque paso de una cosa a otra. Al final siempre pasará una mosca que sea más divertida que lo que estoy haciendo. Pero es tentador pensar que he sido productivo y en realidad no lo he sido. Me engaño pensando que soy un experto del “multitasking” y en realidad no hago nada. Soy un experto en “multiprocrastinating”.
El mito del multitasking
El multitasking es la ilusión de que estás haciendo más de una cosa a la vez, prestando atención a todas. En realidad no es así. Estás cambiando la atención de un sitio a otro y, cada vez, tienes que redirigir la atención. Terminas cometiendo más errores porque no es una manera eficaz de gestionar la concentración. Dicho esto, hay que entender primero qué es la atención.
¿Qué es la atención? La atención es un proceso cognitivo que filtra los estímulos a los que estamos expuestos. Constantemente estamos recibiendo información del mundo que debe ser revisada y catalogada por nuestro cerebro para decidir qué es valioso y qué no. Lo valioso es lo que nos permite hacer las cosas de forma efectiva: la información que vamos a necesitar para ejecutar una acción. En ese proceso, mucha información termina descartada porque no todo lo que estamos recibiendo es importante.
La vida pasa mientras recibes estímulos a cada segundo, uno detrás de otro y sin descanso, no existe el botón de silenciar mundo exterior. Todo entra, quieras o no. Y como no podemos cerrar las ventanas sensoriales como si fueran pestañas del navegador, el cerebro tiene que improvisar un mecanismo de descarte para no bloquearse. Básicamente va tirando a la papelera todo lo que considera prescindible. Si no lo hiciera, estaríamos ahí, atrapados procesando cada notificación, cada ruidito y cada pensamiento absurdo hasta convertirnos en un servidor saturado a punto de reiniciarse solo.
Amiga: tener las notificaciones del móvil activadas convierte cualquier chorrada en una urgencia disfrazada, bombardeando tu atención con estímulos que parecen importantes, cuando en realidad son ruido colándose en primera fila.
Si intentas centrarte en el trabajo y escuchas un podcast a la vez, ¿a qué estímulo estás prestando atención? Depende de muchos factores: de tu interés, de la situación y de lo que estés haciendo. Si estás limpiando, escuchar un podcast no interfiere demasiado. Pero si estás haciendo un trabajo que requiere procesar información, estás forzando a tu cerebro a decidir constantemente qué es lo importante.
Es muy fácil entenderlo: si bombardeas tu cerebro con información de un podcast, estás ocupando una capacidad de procesamiento que debería estar dedicada al trabajo. Tu capacidad de computación se reduce. Es como cuando haces que un ordenador termine una tarea que requiere procesador y, mientras esperas, abres otro programa. El ordenador se vuelve lento porque no puede procesar todo a la vez. Pues tu cabeza es igual. En cuestión de RAM, somos bastante limitados. Si no te interesa este tema, sáltate el cuadro siguiente.
El concepto “Magic 7” (o el número mágico siete, 7 ± 2) se refiere a un principio clásico de la psicología cognitiva, propuesto por George A. Miller, que establece que la capacidad de almacenamiento de nuestra memoria de trabajo (o a corto plazo) es limitada, oscilando típicamente entre cinco y nueve elementos (chunks o piezas de información) discretos. Es decir, al procesar información de forma inmediata, nuestro cerebro solo puede manejar una media de siete unidades de información simultáneamente antes de que la nueva información desplace a la anterior, lo que subraya una limitación fundamental en nuestra capacidad de atención y procesamiento consciente, y explica por qué tareas como memorizar números de teléfono largos requieren agrupar la información. Por eso no podemos memorizar secuencias largas y tenemos que dividirlas en grupos (como cuando memorizábamos números de teléfono).
Cambiar de tarea: el coste oculto
Además de sobrecargar nuestro cerebro con información, para que esa información sea procesada necesitamos usar recursos de concentración. Nuestro cerebro no puede decidir qué es importante con dos cosas a la vez. Primero decidirá una y después decidirá la otra. Si los dos ítems de información pertenecen a tareas diferentes, el cerebro establece una secuencia para decidir uno a uno los ítems redundantes. Es lo que se conoce como “shifting”, o atención alternante.
Cuando creemos que estamos haciendo dos cosas a la vez, en realidad estamos cambiando de una cosa a otra muy rápido. Y creemos que estamos concentrados en ambas. No es cierto. Y además, forzar al cerebro a cambiar continuamente lo hace menos efectivo.
¿Por qué? Porque cada vez que prestamos atención a dos tareas diferentes, estamos activando dos “programas” distintos. Primero uno, lo abrimos, procesamos la información. Lo cerramos, abrimos otro, procesamos, cerramos, abrimos el primero, y así todo el rato.
Cuando tu cerebro mezcla programas
¿Qué puede ocurrir? Que en una de esas, proceses información con el “programa” equivocado. Imagínate que estás escuchando un podcast sobre el comportamiento social del cangrejo de las Maldivas y pasando datos de facturas a una hoja Excel. Necesitas un programa mental para procesar las facturas pagadas y otro para fascinarte con los rituales de apareamiento del crustáceo del Índico. Los programas que activas se llaman esquemas cognitivos.
¿Qué es un esquema cognitivo? Un esquema cognitivo es un marco mental o una estructura organizada de conocimiento que un individuo utiliza para organizar, interpretar y dar sentido a la inmensa cantidad de información que recibe del entorno. Funcionan como atajos mentales (heurísticos) que nos permiten procesar rápidamente la realidad, ya que engloban un patrón de pensamientos, recuerdos, emociones y creencias interconectadas sobre un tema específico (personas, situaciones, el yo, etc.), y eso guía nuestras expectativas, influye en nuestra atención selectiva y, en última instancia, condiciona nuestro comportamiento. Si bien son esenciales para la adaptación, los esquemas pueden volverse rígidos o disfuncionales (como en el caso de los estereotipos o creencias limitantes), requiriendo un proceso de modificación para adaptarlos a nuevas experiencias.
¿Qué pasa si antes de cerrar el programa “CANGREJO” procesas la factura de la comida con tu amiga y la incluyes por error en la lista de COMIDAS DE TRABAJO para Hacienda? Que las probabilidades de cagarla son enormes. Es lo que se llama switching cost. Según la Asociación Americana de Psicología, cambiar de tarea constantemente puede reducir la productividad hasta un 40%, aumentando la fatiga mental y la posibilidad de que te equivoques.
No haces más, haces peor
No hacemos más cosas al mismo tiempo; las hacemos peor y más cansados. Nuestro cerebro no fue diseñado para el caos de las notificaciones ni para trabajar con tres ventanas mentales abiertas. Cada cambio de tarea agota, roba energía y reduce la calidad del resultado. La multitarea no te hace eficiente: te convierte en un equilibrista cansado que corre sobre una cuerda floja sin avanzar.
Consejos vendo, que para mí no tengo: cuando pienses que estás haciendo de todo, recuerda que tu cerebro está corriendo en círculos, persiguiendo su propia cola neuronal. Mejor haz una sola cosa, hazla bien y luego, si te queda energía, ya verás lo del cangrejo.
Que el documental “Hitler’s DNA: Blueprint of a Dictator” se plantee diseccionar el genoma del Adolf Hitler (preguntando si tenía micropene, testículo retenido o diagnósticos genéticos previos) no es sólo sensacionalismo barato: es un síntoma de cómo seguimos invocando la biología para explicar la maldad, cuando lo que de verdad necesita explorarse es la ideología, la estructura de poder y la cultura del odio. Y aunque la ciencia puede aportar matices sobre los condicionamientos biológicos, usarla como puente directo al por qué del terror nazi corre el riesgo de naturalizar lo que fue una construcción política y social, no un fallo genético inevitable.
Últimamente pienso mucho en el estrés, en cuánta gente a mi alrededor está al borde del derrumbe y en cómo mi vida se ha vuelto una secuencia perfecta de apocalipsis atómicos cada seis horas. Por eso vuelvo al tema: ¿qué le ocurre a nuestro cerebro cuando está estresado? No hablo del agobio que sientes cuando te das cuenta de que has olvidado el cumpleaños de una persona importante, sino del que te deja aterrorizado. Y sobre todo: ¿es el cortisol el único responsable de cómo vivimos el estrés?
Se dice, se cuenta, se rumorea, que el cortisol es el culpable de todo lo malo que te pasa: de que no puedas dormir, de que saltes a la mínima o de que le pongas morcilla a la paella. El cortisol es la kriptonita del cerebro. Sube el cortisol, te empieza a ir todo del culo, dejas de acordarte de las cosas, tu vida se convierte en un caos y te vuelves en una bomba de relojería con patas. Bueno, pues sí y no.
El hipocampo y el cortisol
En el centro de esta historia está el hipocampo, la región del cerebro que se encarga de transferir información de la memoria a corto plazo al almacén a largo plazo. Tiene forma de caballito de mar, por eso se llama así. Cuando el hipocampo falla, dejas de poder aprender cosas nuevas. Es la razón por la que uno de los primeros síntomas del alzhéimer es que las personas preguntan la misma cosa una y otra vez, es uno de los primeros fenómenos que se observa en la enfermedad.
Si se estropea el mecanismo de gestión del almacenamiento (el hipocampo,)las personas que sufren alzhéimer repetirán la pregunta una y otra vez. Lo hacen porque no recuerdan que ya han preguntado. Es que el recuerdo de ese episodio nunca llegó a la memoria a largo plazo porque el hipocampo nunca dio la orden de que esa información se guarde para usarla después. Y después de unos segundos en la memoria a corto plazo, la información se desvanece porque hay que hacer sitio a información nueva.
Cuando estás muy estresado, ocurre algo parecido: el hipocampo empieza a funcionar regular y tu memoria se dispersa. No solo tu memoria, también tu atención, tu serenidad y, a veces, hasta tus ganas de hacer scroll infinito en las redes sociales.
¿Pero qué tiene que ver el cortisol con todo esto? Por partes: resulta que el hipocampo tiene muchos receptores de cortisol, que funcionan como cerraduras. Si llega la llave adecuada (el cortisol), la cerradura se abre, la neurona del hipocampo se activa. Si llega otra llave con forma distinta, no encajará en esos receptores. Da igual cuántas uses, que no lo hará. Pero con los niveles de cortisol por las nubeas a todas horas, a fuerza de activarla continuamente, se pone en marcha un cambio en la expresión genética de la célula. Y ahí es cuando viene lo malo. Si tienes el hipocampo hecho unos zorros, la has cagado.
En otros mamíferos podemos observar los mismos procesos. Para las ratas no vale lo del cortisol, pero podemos echarle un ojo a los niveles de corticosterona y a sus efectos, que más o menos es lo mismo. Para el caso, sirve. ¿Si la corticosterona no es lo mismo que el cortisol, para qué vamos a mirar o que les pasa a las ratas? Pues porque la alternativa es experimentar con humanos. Y eso suele salir regulín.
Si no te interesa saber la diferencia entre el cortisol y la corticosterona, sáltate los dos párrafos de la caja.
El cortisol es el glucocorticoide principal en los humanos (y en la mayoría de los mamíferos), la hormona que se dispara con el estrés y que se encarga de regular el metabolismo de carbohidratos, grasas y proteínas, y de suprimir la inflamación. La corticosterona, en cambio, se secreta en mucha menor cantidad en personas y actúa principalmente como un precursor de la aldosterona, un mineralocorticoide.
Sin embargo, en los roedores, la corticosterona es el glucocorticoide dominante de forma natural, la que maneja las riendas de la respuesta al estrés. Por eso, si queremos saber lo estresada que está una rata en un experimento, medimos la corticosterona, porque el cortisol es poco más que una anécdota bioquímica en esos animales. Cada especie tiene su propio glucocorticoide estrella, y el nuestro es mucho más popular que el de las ratas.
Desmontando el chiringuito del cortisol
Siempre se ha pensado que el daño neuronal vinculado al estrés derivaba directamente de la cantidad de cortisol. Cuanto más estrés, más cortisol. Cuanto más cortisol, más daño en el hipocampo. Parece una relación de causa y efecto muy clara. Pero la psicología es de levantar la ceja cuando alguien dice que una situación es la causa única de un comportamiento. Normalmente, no todo es tan fácil y si te dicen que sí, es mentira.
Bruce McEwen y Elizabeth Gould (referencias más abajo) decidieron estudiar qué les pasa a las ratas cuando las sometemos a situaciones de estrés para saber si efectivamente el cortisol era la única responsable de las consecuencias del estrés que nos joden. Más o menos pensaron: “vamos a coger varias ratas, las vamos a estresar de diferentes formas y vamos a ver qué pasa”. Coger dos clases de tercero de primaria de un colegio público y torturar a las criaturas estaba descartado. Por lo que sea.
Plantearon dos situaciones totalmente distintas que les elevaban a las ratas los niveles de corticosteroides más o menos al mismo nivel:
Escena de terror
Imagina: una rata aterrada, inmovilizada, sometida a estrés agudo e incontrolable. Corticosterona por las nubes. ¿Es cruel? Sí. ¿Deberíamos darle una vueltecita al asunto? También.
Gimnasio ratuno
Ahora ves a una rata corriendo felizmente echando el higadillo en su rueda, agobiada por el esfuerzo y acordándose de los ancestros de McEwen y Gould. Los niveles de corticosterona hasta el infinito y más allá.
La hipótesis clásica dice que, si lo que importa es la cantidad de cortisol circulando por los cuerpos de las ratas, ambas condiciones tendrían los mismos efectos neuronales. Si todas las ratas están estresadas tendría que pasarles lo mismo, ¿verdad? Pues no. Los resultados mostraron que la experiencia no había sido la misma y que las situaciones habían tenido consecuencias diferentes en sus cerebros:
Escena de terror
Las dendritas se encogen, disminuye la cantidad de conexiones, las ratas aprenden peor y son más vulnerables a conductas depresivas. Rata jodida.
Gimnasio ratuno
Las dendritas crecen, aumenta el número de conexiones y el estado de ánimo parecía mejorar. Rata viviendo la vida a tope.
El nivel de cortisol, muy elevado en ambas situaciones, no tuvo las mismas consecuencias fisiológicas. La diferencia, por tanto, parece que no es la cantidad de cortisol (o sea, la intensidad del estrés, aunque decirlo así es inexacto) sino el tipo de situación que genera esos picos de corticosterona; el estrés es fortísimo en ambas, pero no parece que sea el mismo tipo de estrés.
Todas las ratas lo pasaron del culo en el momento, pero (atención a la sorpresa) las que hicieron ejercicio estaban menos jodidas que a las que habían torturado. Esto no demuestra que ir al gimnasio te vuelva más listo o más feliz y que si te torturan te vas a deprimir. Lo que sugiere es que el hipocampo no reacciona al nivel de cortisol por sí solo, sino al cortisol dentro de un contexto. O sea, que si te sube el cortisol no necesariamente vas a estar con esa sensación de estrés de la que hablamos.
La diferencia entre dos situaciones con niveles similares de cortisol, pero efectos opuestos en el hipocampo, nos obliga a mirar más allá. No basta con medir la intensidad del estrés, sino el contexto, la duración o el grado de control que el organismo percibe.
Tenemos que entender que el cortisol no es el villano ni el monstruo final del juego, sino una consecuencia y a la vez un potenciador de una experiencia negativa. Es el altavoz que amplifica la señal que recibe el cerebro: “peligro inminente y falta de control” o “esfuerzo voluntario y controlado”.
La amígdala: la reina del drama en tu cerebro
Si el hipocampo es el archivista que intenta poner orden en la información nueva que te llega, la amígdala es la dramática que interrumpe ese proceso gritando “¡peligro!”. Es una pequeña estructura con forma de almendra escondida en lo profundo del cerebro, y su trabajo consiste en detectar amenazas. El problema es que, bajo presión, la amígdala se pone histérica y empieza a sobreactuar. Si tienes el cortisol por las nubes, enhorabuena, vas a experimentar estrés.
Algo más técnico sobre la amígdala que también te puedes saltar si te peta.
¿Qué es la amígdala? La amígdala es una estructura del sistema límbico ubicada en la parte interna del lóbulo temporal del cerebro, con forma de almendra, que desempeña un papel clave en la regulación de las emociones, especialmente el miedo, la ira y la respuesta ante amenazas. También participa en la formación y almacenamiento de recuerdos emocionales, influyendo en cómo reaccionamos ante situaciones basadas en experiencias previas. Su función es esencial para la supervivencia, ya que ayuda a activar respuestas rápidas frente a peligros y a procesar estímulos que tienen carga emocional.
En los experimentos como los de McEwen y Gould se ha visto que cuando se somete a las ratas a estrés continuo, las amígdalas se agrandan. Literalmente. Sus conexiones se refuerzan, lo que significa que las respuestas emocionales se vuelven más intensas y duraderas y te vuelves en general más reactivo. Mientras tanto, el hipocampo, que debería guardar la calma mantener las cosas en perspectiva, se encoge, se queda mirando al infinito y pierde eficacia.
En morado, tu amígdala. De Grey’s Anatomy. Enlace.
Cuando la amígdala toma el control y el cerebro entra en modo alarma, todo se vuelve urgente, peligroso o personal. Da igual si es un león, tu jefe o esa notificación de WhatsApp que nunca llega: la reacción es la misma. Por eso, en momentos de estrés, no piensas, solo reaccionas. La amígdala manda, el hipocampo se apaga y el lóbulo frontal mira la escena como quien observa un incendio con una taza de café en la mano.
Y luego te preguntas por qué tomas malas decisiones cuando estás agobiado. Pues porque tu cerebro, en ese momento, no está buscando soluciones: está buscando sobrevivir. Ojo, la amígdala está ahí para lo que está, o sea, para que no te coma el león. El problema es cuando llevas un tiempo (o toda tu vida) en una situación de mierda. Con el tiempo, ese estado termina por pasarte factura. Y ahora es cuando toca hablar de la carga alostática.
Las consecuencias del desastre: la carga alostática
Este concepto, propuesto por Bruce McEwen, describe cómo el sistema que normalmente nos ayuda a adaptarnos puede volverse perjudicial si se activa de manera crónica o en situaciones de falta de predictibilidad y control. No se trata solo de “tener mucho estrés”, sino de cómo el organismo paga un precio por sostener esa activación: alteraciones en el metabolismo, el sistema inmune, la presión arterial y, en el cerebro, cambios en estructuras como el hipocampo y la amígdala. Para aclararnos, la carga alostática es el coste biológico que pagamos por la adaptación prolongada a situaciones de estrés. También explica por qué dos individuos con niveles similares de cortisol pueden experimentar a largo plazo consecuencias muy distintas según el contexto.
¿Qué es la carga alostática? La carga alostática es el desgaste acumulado en el organismo cuando se mantiene activa la respuesta de estrés durante demasiado tiempo o bajo condiciones donde la persona (o rata) no tiene control.
Cuando el cortisol amplifica una señal de peligro constantemente, actúa como un catalizador de la respuesta de estrés. En este contexto, el organismo interpreta la situación como una amenaza inminente y fuera de control y activa mecanismos defensivos que, si se prolongan, simplemente te desgastan. Este estado sostenido contribuye a la carga alostática, o sea, las consecuencias negativas de mantener el sistema de alerta encendido demasiado tiempo. El resultado puede ser daño en tejidos, alteraciones inmunológicas y cambios en el cerebro, como la reducción de neurogénesis en el hipocampo.
Por el contrario, cuando el cortisol amplifica una señal de reto voluntario, su papel cambia radicalmente. Aquí, la activación del eje del estrés ocurre en un marco de control y predictibilidad, como durante el ejercicio físico o el aprendizaje desafiante. En estas condiciones, el cortisol facilita la adaptación: promueve la neuroplasticidad, mejora la eficiencia metabólica y refuerza circuitos cerebrales implicados en la memoria y la motivación. En lugar de desgaste, el organismo experimenta crecimiento y resiliencia, demostrando que no es la hormona en sí la que determina el daño o el beneficio, sino el contexto en que se libera.
Consecuencias de una carga alostática prolongada: hipertensión arterial crónica y aumenta el riesgo cardiovascular; desregula el sistema metabólico produciendo resistencia a la insulina, diabetes tipo 2 y obesidad; induce inflamación crónica que compromete la función inmunológica; y, por si fuera poco afecta el sistema nervioso central, contribuyendo al deterioro cognitivo, la ansiedad y la depresión, culminando en un progresivo desgaste óseo y muscular.
¿Y qué pasa con los humanos?
Para empezar, comparar cerebros de ratas y humanos es complicado. Son especies distintas, vale, pero hay principios biológicos conservados que sirven como referencia. Aun así, siempre existe el debate sobre cuánta información de lo que aprendemos sobre las ratas es extrapolable a los humanos y sobre la ética de experimentar con animales.
Si obviamos esta cuestión, lo que tiene que quedar claro es que cuando sentimos estrés, no podemos culpar solo al cortisol. Participa, sí, pero el contexto es la clave y si tienes una amígdala nerviosita, puedes liarla muy parda.
La palabra estrés, además, se usa de forma caótica: metemos bajo ese término cualquier cosa que nos agobia. En términos fisiológicos, el estrés es una reacción normal del cuerpo para ayudarte a responder. La psicología asume que el estrés es la percepción de que las demandas superan tus recursos. Se entiende como la percepción de que las demandas externas superan nuestros recursos internos, y eso suele generar tensión emocional. También existe una visión más social, en la que el estrés se relaciona con presiones del entorno: trabajo, relaciones, expectativas culturales.
El “estrés” del experimento de las ratas es un estrés puramente fisiológico. Cuando hablamos de que estamos estresados, lo hacemos porque sentimos presión, estamos en una situación complicada o nos sentimos completamente superados por lo que tenemos encima.
Llamamos “estrés” tanto a la activación que te ayuda a rendir como al estado que te destruye por dentro. Uno te impulsa, el otro te desgasta. Uno favorece la neuroplasticidad, el otro eleva la carga alostática.
La próxima vez que escuches a alguien diciéndote que todo lo que te pasa es por culpa del cortisol, sentenciando y a ser posible con aires de superioridad: el cortisol no es la causa, es el altavoz. La amígdala interpreta la situación y decide si estás ante un desafío o ante un apocalipsis personal.
Y cuando termines de explicarlo, márchate agitando la capa con toda la dignidad del mundo.
Referencias
Gould, E., & Tanapat, P. (1999). Stress and hippocampal neurogenesis. Biological Psychiatry, 46(11), 1472–1479.
McEwen, B. S. (1998). Protective and damaging effects of stress mediators. New England Journal of Medicine, 338(3), 171–179.
McEwen, B. S. (2001). Stress and hippocampal plasticity. Hippocampus, 11(2), 57–61.
McEwen, B. S., & Gianaros, P. J. (2010). Central role of the brain in stress and adaptation: Links to socioeconomic status, health, and disease. Annals of the New York Academy of Sciences, 1186(1), 190–222.
McEwen, B. S., & Stellar, E. (1993). Stress and the individual: Mechanisms leading to disease. Archives of Internal Medicine, 153(18), 2093–2101.
19 años dando por el HENTREKØTT
La danesa Donor Network ha empezado a descartar el semen de todos los donantes con un CI inferior a 85 o con antecedentes penales. Dicen que para tranquilizar a los compradores. Yo digo que esto es eugenesia y que de eso en Alemania sabían mucho.
La idea de que la inteligencia o la criminalidad son rasgos determinados genéticamente es una simplificación peligrosa que ignora la realidad material en la que las personas viven y se desarrollan. Ningún gen determina el destino intelectual o moral de un ser humano. Lo que sí lo suele hacer son las condiciones concretas como el acceso a la educación, la alimentación, la vivienda, la estabilidad emocional o la posibilidad de participar plenamente en la vida social. La inteligencia florece cuando hay recursos y oportunidades, y la criminalidad emerge muchas veces como respuesta a la desigualdad y la exclusión.
Maravilla.
A new history of Eastern Europe, covering all the countries between Germany and Russia, from Estonia in the north to Albania in the south. Starting in the first millennium A.D. and running up to the 2022 invasion of Ukraine, the book tells the story of a region long derided as the “other Europe.” Drawing on travel, literature, archival research and my family’s history, Goodbye, Eastern Europe describes the life and times of a place riven by multiple borders – of religion, empire, class and ideology – which have combined to make it unlike anywhere else. It also narrates Eastern Europe’s tumultuous path through the 20th century, with the highs and lows of national independence, world war, Stalinism, socialism and finally, a return to freedom. A long passage, sometimes comic, but usually tragic, which has ended in 2023 just as it began in 1914, with the region as yet again a flashpoint for global conflict.
Jacob Mikanowski
Mikanowski cuenta que en los Balcanes existe una práctica ritual llamada kurban, un sacrificio animal presente en todas las clases sociales. El suegro de unos de sus primos, de nombre Tomasz, antropólogo especializado en arquitectura y devoción tradicionales, vivió con una familia en un pueblo de Macedonia. Un día, el jefe de la casa le pidió que sacrificara un cordero. Tomasz se puso nervioso: un sacrificio mal hecho puede echar a perder la cosecha de todo un año. Pero no se trataba de hacerlo por la familia, sino por él mismo: como adulto que nunca había sacrificado un animal, corría peligro de atraer la mala suerte y la enfermedad. Y no, no es una costumbre arcaica confinada a los pueblos. Años después, cuando tuvo problemas de vista, sus colegas universitarios en Sofía le sacrificaron un gallo para ayudarle a sanar.
Qué bonito cuando la ciencia y la superstición colaboran de forma tan sangrienta. Que conste que no es un juicio, solo una observación culturalmente fascinante.
El estrés no solo se nota en el cuerpo; también cambia la forma en que tu cerebro funciona. Cuando notas que te estás agobiando, muy probablemente tu hipocampo ya está sufriendo. El hipocampo, ojocuidao, es la región encargada de transferir items de información del almacén de la memoria a corto plazo al de memoria a largo plazo y, por tanto, del aprendizaje. Y lo más importante de todo es que cuando te agobias se desconecta del lóbulo frontal, el centro racional que te permite tomar decisiones con calma. El lóbulo frontal es el ordenador que usas cuando decides mandarlo todo a la mierda y pedirte otra cerveza. O cuando decides coger el coche después de esas siete cervezas. Fíjate si es importante.
Qué pasa en el cerebro cuando hay estrés
Ante una situación estresante, el cuerpo activa el eje hipotalámico-hipofisario-adrenal, que es el que libera cortisol y adrenalina y entonces todo se convierte en una fiesta y tu cuerpo se pone en modo Chernóbil a punto de estallar. Estas hormonas preparan al cuerpo para reaccionar rápido, pero también alteran la química y la estructura cerebral. La adrenalina “aumenta la frecuencia cardíaca, contrae los vasos sanguíneos, dilata las vías respiratorias, y participa en la reacción de lucha o huida del sistema nervioso.” Las funciones principales del cortisol “son incrementar el nivel de azúcar en la sangre (glucemia) a través de la gluconeogénesis, suprimir el sistema inmunológico y ayudar al metabolismo de las grasas, proteínas y carbohidratos.” Lo dice tal cual la Wikipedia, no yo.
El exceso de cortisol reduce la eficacia de las sinapsis neuronales del hipocampo, lo que dificulta almacenar y recuperar recuerdos. A la vez, la amígdala, responsable de las emociones intensas, toma el control y le hace el vacío a las áreas racionales del cerebro. O sea, lo que viene siendo convertirse en una gacela y ver un león. Acojonada del todo, ¿verdad? Obviamente, no se va a poner a pensar en qué dirección echar a correr basándose en la orografía del terreno. Más bien se pone a correr como si no hubiera un mañana porque si no, igual lo pasa regulín. Pues eso es más o menos lo que te pasa cuando estás bajo mucho estrés: te agobias y no tomas las mejores decisiones de tu vida. Recuerda: la séptima cerveza.
Por qué se desconecta el hipocampo del lóbulo frontal
En condiciones normales, el hipocampo y la corteza prefrontal trabajan en equipo: uno contextualiza, el otro planifica. Pero con altos niveles de estrés, esa conexión se va a la porra. El cerebro entra en modo supervivencia y pensar demasiado deja de ser una prioridad. Por eso, cuando estás bajo presión, cuesta recordar cosas simples o mantener la concentración. No es falta de disciplina o que te vaya el drama, es pura neurobiología.
¿Qué te pasa si la conexión entre estas dos áreas es débil? Pues que tendrás dificultades para concentrarte (acuérdate de la gacela), de aprender, estarás más reactivo emocionalmente y saltarás a la primera y te resultará más difícil controlar tus impulsos. ¿Y qué ocurrirá si estás bajo estrés mucho tiempo? Pues que el cerebro, como es “plástico”, e. d., que cambia según lo que vaya pasando y se adapta a las circunstancias, va reduciendo el volumen del hipocampo y así, con el tiempo, tenderás a recordar menos las cosas y a prestar menos atención a lo que pasa a tu alrededor, especialmente si no está vinculado a esa situación estresante. En otras palabras: vivirás menos.
¿Qué hacer ante el estrés?
Pues mira, yo qué sé. Si lo supiera, lo envasaría y lo vendería para forrarme. Lo que sí sé es que requiere constancia. Dormir lo suficiente permite que las conexiones neuronales se reparen. El ejercicio regular mejora el flujo sanguíneo y estimula la formación de nuevas neuronas. No se trata de correr todos los días, ir andando a los sitios es suficiente. Hacer pausas breves durante el día ayuda a reducir los niveles de cortisol, sobre todo si te quitas el móvil de la mano y, por ejemplo, te pones la tele. O si no puedes, llama a alguien y dile que estás con un agobio que te cagas y necesitas hablar de cualquier cosa. De un cotilleo, por ejemplo. También puedes ir al médico a que te ayude. O hablar con alguien que sepa. No todo se soluciona con ejercicio, a veces tienes que pedir ayuda.
A veces insistir en calmarse por tu cuenta, repetir mantras de Instagram (o de cualquier blog de mierda) o intentar relajarte solo no basta. El cerebro bajo estrés puede estar demasiado bloqueado para regularse solo, y en esos momentos pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de hacer las cosas que hay que hacer. Hablar con alguien de confianza puede darte la perspectiva que necesitas, estrategias prácticas y apoyo real que ninguna respiración rápida ni consejo viral pueden reemplazar. Y si el médico te dice que necesitas una benzodiazepina, pues igual deberías hacerle caso.
Y pensarás que bla bla bla y que cuando estás estresado lo último que piensas es en mirar por la ventana con una taza de té en la mano o pedir cita a un psicólogo. Porque igual ni tienes pasta para pagártelo. Y yo te digo: pues tienes toda la razón. Es a tope de fácil decirlo, pero cuando estás en ello es imposible, precisamente por el agobio que tienes… o porque no tienes un duro. Si me conoces te digo que sí, consejos vendo que para mí no tengo.
Pero bueno, al final lo importante es entender que el estrés no es solo una sensación incómoda: altera la química del cerebro y hace cosas feas en las conexiones entre sus partes. El hipocampo y el lóbulo frontal dejan de hablarse y eso es una mierda. Pero la neurociencia tiene buenas noticias. Hablar de “la neurociencia” ya es de imbécil nivel avanzado, pero es que lo soy. Sorry. Que me salgo del tema: la neurociencia dice que dormir bien, andar un poquito, irte de vermús con tus amigas, ver realities y cosas así van bien. De verdad de la buena.
Y lo último, y esto lo digo por experiencia. El mundo no se va a parar. La vida pasa. De verdad. Cuanto más estrés tengas, menos vas a vivir. El estrés te puede matar en vida. Cuídate, porfi, y si tienes que pedir ayuda, pídela. Yo lo intento, pero me sale regular.
Cada cierto tiempo se reabre el debate de las lenguas en España y su papel en las administraciones. Nunca deja de ser noticia. En estas discusiones se oye de todo, desde bromas sobre el murciano hasta delirios sobre si habría que traducir el gaditano. Cada vez que sale el tema de hablar catalán o euskera en el Congreso de los Diputados, en los ayuntamientos o en las escuelas, hay quien parece sentir que la unidad de España se resquebraja con cada fonema. Y entre tanto ruido, lo que más destaca no es el amor por la lengua o por sus hablantes, sino la confusión monumental que muchos tienen respecto a qué se habla, dónde, y por quién.
Hace años que circula la tontería de que el romaní y el caló son lo mismo. No lo son, y conviene dejarlo claro antes de que esta barbaridad siga reproduciéndose como un meme. Me explico. El romaní es una lengua indoeuropea de la rama indoirania, hablada por comunidades gitanas en buena parte de Europa. Su estructura gramatical, su sistema fonológico y su léxico la acercan al hindi, al panyabí o al persa, no al castellano ni al catalán ni a ninguna lengua románica ni peninsular. Es un sistema lingüístico con historia propia, evolución independiente y raíces que se remontan a la India.
El caló, en cambio, es otra historia. No es una lengua en sentido estricto, sino una variedad que se apoya completamente en la gramática del castellano, dentro de la cual se insertan palabras procedentes del romaní. En la práctica, alguien que hable caló está usando la estructura del español, pero con un vocabulario en parte heredado de las antiguas hablas romaníes. De hecho, muchas de esas palabras se han filtrado al castellano común sin que nadie lo note: “jiñar”, “menda”, “paripé”. Confesión en la noche: tengo un grupo de amigos con los que soy más de jiñar que de defecar, descomer o “¿necesitas ir al baño?, ¿no?, pues voy yo”. Discretamente.
Volviendo al tema: el caló es una forma de expresión que nace del contacto entre el castellano y las antiguas hablas romaníes, y que funciona dentro del sistema del español, no aparte de él. Y muy importante: no es un dialecto del romaní, ni una deformación de este. El caló no tiene instituciones que lo regulen, ni una tradición escrita estable, ni un estándar que lo unifique. De hecho, sigue las normas ortográficas del castellano, hasta donde yo sé. Pero eso no lo hace menos valioso: es el patrimonio cultural de un pueblo oprimido, empobrecido y discriminado que ha conservado parte de su herencia lingüística mientras sobrevive en una sociedad que intenta asimilarlo por completo.
La confusión entre los términos “romaní” y “caló” no es casual. España siempre ha tenido una relación compleja (por decirlo de alguna forma) con su diversidad lingüística. Lo que se percibe como “variedad”, “lengua” o “dialecto” muchas veces no responde a criterios lingüísticos, sino políticos o emocionales. Y si no, que se lo digan a los valencianos. Se acepta con una sonrisa que un diputado use un acento andaluz cerrado, pero si otro decide hablar en gallego, valenciano o catalán, se desata el pánico. No es un problema de comunicación, sino de símbolos. Porque nadie protesta cuando un murciano habla como un murciano; protestan cuando un catalán habla como un catalán. ¿Os imagináis a alguien dirigiéndose a sus señorías en caló?
Los mismos que exigen libertad y que la Administración refleje la voz del pueblo son los que se escandalizan cuando ese pueblo se expresa con todas sus lenguas, sus hablas y sus variedades. Se olvidan de que un país con varias lenguas es un país más rico, más complejo y más humano. Pretender que la representación democrática funcione en una sola lengua es tan absurdo como decir que la paella admite queso fundido. Mientras algunos confunden el caló con el romaní, otros siguen sin entender que la diversidad lingüística no amenaza la unidad, sino que la enriquece.
Por eso, si la Administración realmente representa a todos y debe garantizar la libertad de la ciudadanía, todas las lenguas y hablas deben tener su espacio. No hay nada alarmante en que se traduzcan las intervenciones, como ya se hace en cualquier foro internacional decente. En el Parlamento Europeo se interpreta a más de veinte lenguas y nadie sufre un colapso nervioso. La diversidad no es un obstáculo, es una forma de civilización.
El debate sobre el uso de las lenguas en las instituciones no debería centrarse en el miedo a perder una supuesta identidad, sino en la posibilidad de que todos los ciudadanos se expresen en la suya. Es un ejercicio de respeto, libertad y madurez democrática. Reírse de quienes defienden esa diversidad es, en el fondo, reírse de la idea misma de representación. Y cuando alguien dice con suficiencia que “el caló y el romaní son lo mismo”, no solo demuestra ignorancia, sino un desprecio implícito por las culturas que sostienen esas lenguas.
La historia del caló y del romaní es también la historia de un pueblo que ha vivido al margen, que ha sido perseguido y estigmatizado, y que aun así ha conservado su forma de hablar como seña de identidad. Entender esa diferencia no es solo una cuestión de precisión filológica, sino de respeto.
Así que sí, si la Administración y los centros educativos del país pretenden representar a todos, debe hacerlo también con sus palabras. No hay nada de lo que avergonzarse en escuchar catalán, euskera, gallego o cualquier otra lengua del país en un espacio de debate público. Lo que da vergüenza es la estrechez de miras con la que se sigue tratando la pluralidad lingüística. El problema no son las lenguas. El problema es el miedo a escucharlas.
¿Algún friki en la sala que se haya preguntado si lo correcto es “cabra montés” o “cabra montesa”? No estás solo. A mí me suenan raras las dos después decirlo en voz alta varias veces. Pero según el Libro de estilo de la RAE, la forma correcta es cabra montés, y en plural, cabras monteses.
cabra montés. Mamífero salvaje del mismo género que la cabra, que vive en zonas montañosas: Vimos una cabra montés en lo alto de un risco. o PL. cabras monteses. MEJOR QUE cabra montesa, PL. cabras montesas.
Ahora que estoy escribiendo esto me suena un poco torpe, no sé si soy yo, la RAE o el alprazolam que me tomé anoche. Cuando me voy a “montés” me encuentro lo siguiente:
montés. Que vive, está o se cría en el monte: gato montés, cabra montés. Es poco frecuente el uso del femenino específico montesa.
El DRAE nos da otros ejemplos: el gato montés, la rosa montés y mi favorito, el puerco montés. Repito: el puerco montés.
Si te estás preguntando a santo de qué viene todo esto (y sí, probablemente te recuerda a una versión bloguera mía de hace mil años, o veinte), confieso: cuando estoy muy estresado y necesito desatascar el cerebro, me pierdo en la Wikipedia para dejar que el conocimiento inútil me devore y me deje la dentadura negra. Y sí, me coloco con datos absurdos.
Cuando me doy cuenta de que estoy al tanto de las elecciones legislativas en Uganda (la metanfetamina del saber innecesario) me entran escalofríos y paso a dominios más ilustrados, más acordes con mi estado mental y con lo petardo que puedo llegar a ser. Últimamente, el Libro de estilo de la RAE es mi droga preferida para entrar en trance.
Psychotherapy occupies an increasingly central place in our culture. Just as we have become inclined to understand our struggles and our sadness under the heading of “mental health”, so too we have placed ever greater authority on psychotherapists to help us understand how we should deal with the problems life throws up. Even those without diagnoses of depression, anxiety or obsessive compulsive disorder increasingly seek therapeutic support, with a recent survey finding that around a third of the population have done so.
De “So you want to try psychotherapy. But what does it actually do?”, en The Guardian
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