Todas las lenguas tienen cabida (y no, el caló y el romaní no son lo mismo)

Cada cierto tiempo se reabre el debate de las lenguas en España y su papel en las administraciones. Nunca deja de ser noticia. En estas discusiones se oye de todo, desde bromas sobre el murciano hasta delirios sobre si habría que traducir el gaditano. Cada vez que sale el tema de hablar catalán o euskera en el Congreso de los Diputados, en los ayuntamientos o en las escuelas, hay quien parece sentir que la unidad de España se resquebraja con cada fonema. Y entre tanto ruido, lo que más destaca no es el amor por la lengua o por sus hablantes, sino la confusión monumental que muchos tienen respecto a qué se habla, dónde, y por quién.

Hace años que circula la tontería de que el romaní y el caló son lo mismo. No lo son, y conviene dejarlo claro antes de que esta barbaridad siga reproduciéndose como un meme. Me explico. El romaní es una lengua indoeuropea de la rama indoirania, hablada por comunidades gitanas en buena parte de Europa. Su estructura gramatical, su sistema fonológico y su léxico la acercan al hindi, al panyabí o al persa, no al castellano ni al catalán ni a ninguna lengua románica ni peninsular. Es un sistema lingüístico con historia propia, evolución independiente y raíces que se remontan a la India.

El caló, en cambio, es otra historia. No es una lengua en sentido estricto, sino una variedad que se apoya completamente en la gramática del castellano, dentro de la cual se insertan palabras procedentes del romaní. En la práctica, alguien que hable caló está usando la estructura del español, pero con un vocabulario en parte heredado de las antiguas hablas romaníes. De hecho, muchas de esas palabras se han filtrado al castellano común sin que nadie lo note: “jiñar”, “menda”, “paripé”. Confesión en la noche: tengo un grupo de amigos con los que soy más de jiñar que de defecar, descomer o “¿necesitas ir al baño?, ¿no?, pues voy yo”. Discretamente.

Volviendo al tema: el caló es una forma de expresión que nace del contacto entre el castellano y las antiguas hablas romaníes, y que funciona dentro del sistema del español, no aparte de él. Y muy importante: no es un dialecto del romaní, ni una deformación de este. El caló no tiene instituciones que lo regulen, ni una tradición escrita estable, ni un estándar que lo unifique. De hecho, sigue las normas ortográficas del castellano, hasta donde yo sé. Pero eso no lo hace menos valioso: es el patrimonio cultural de un pueblo oprimido, empobrecido y discriminado que ha conservado parte de su herencia lingüística mientras sobrevive en una sociedad que intenta asimilarlo por completo.

La confusión entre los términos “romaní” y “caló” no es casual. España siempre ha tenido una relación compleja (por decirlo de alguna forma) con su diversidad lingüística. Lo que se percibe como “variedad”, “lengua” o “dialecto” muchas veces no responde a criterios lingüísticos, sino políticos o emocionales. Y si no, que se lo digan a los valencianos. Se acepta con una sonrisa que un diputado use un acento andaluz cerrado, pero si otro decide hablar en gallego, valenciano o catalán, se desata el pánico. No es un problema de comunicación, sino de símbolos. Porque nadie protesta cuando un murciano habla como un murciano; protestan cuando un catalán habla como un catalán. ¿Os imagináis a alguien dirigiéndose a sus señorías en caló?

Los mismos que exigen libertad y que la Administración refleje la voz del pueblo son los que se escandalizan cuando ese pueblo se expresa con todas sus lenguas, sus hablas y sus variedades. Se olvidan de que un país con varias lenguas es un país más rico, más complejo y más humano. Pretender que la representación democrática funcione en una sola lengua es tan absurdo como decir que la paella admite queso fundido. Mientras algunos confunden el caló con el romaní, otros siguen sin entender que la diversidad lingüística no amenaza la unidad, sino que la enriquece.

Por eso, si la Administración realmente representa a todos y debe garantizar la libertad de la ciudadanía, todas las lenguas y hablas deben tener su espacio. No hay nada alarmante en que se traduzcan las intervenciones, como ya se hace en cualquier foro internacional decente. En el Parlamento Europeo se interpreta a más de veinte lenguas y nadie sufre un colapso nervioso. La diversidad no es un obstáculo, es una forma de civilización.

El debate sobre el uso de las lenguas en las instituciones no debería centrarse en el miedo a perder una supuesta identidad, sino en la posibilidad de que todos los ciudadanos se expresen en la suya. Es un ejercicio de respeto, libertad y madurez democrática. Reírse de quienes defienden esa diversidad es, en el fondo, reírse de la idea misma de representación. Y cuando alguien dice con suficiencia que “el caló y el romaní son lo mismo”, no solo demuestra ignorancia, sino un desprecio implícito por las culturas que sostienen esas lenguas.

La historia del caló y del romaní es también la historia de un pueblo que ha vivido al margen, que ha sido perseguido y estigmatizado, y que aun así ha conservado su forma de hablar como seña de identidad. Entender esa diferencia no es solo una cuestión de precisión filológica, sino de respeto.

Así que sí, si la Administración y los centros educativos del país pretenden representar a todos, debe hacerlo también con sus palabras. No hay nada de lo que avergonzarse en escuchar catalán, euskera, gallego o cualquier otra lengua del país en un espacio de debate público. Lo que da vergüenza es la estrechez de miras con la que se sigue tratando la pluralidad lingüística. El problema no son las lenguas. El problema es el miedo a escucharlas.