Blog

  • El mito del yo auténtico: por qué no eres tan coherente como crees

    El mito del yo auténtico: por qué no eres tan coherente como crees

    Hay una idea que nos encanta porque nos deja moralmente a salvo incluso cuando hacemos el ridículo, cosa que en mi caso ocurre con bastante frecuencia. Es la idea de que, en algún lugar profundo y misterioso, existe un yo auténtico que define quién eres. Un núcleo estable, coherente, racional, con valores claros y principios firmes, que define quiénes somos de verdad. Todo lo demás serían desviaciones, errores puntuales, contextos raros. Accidentes. El yo auténtico, en cambio, siempre estaría ahí, juzgándonos por nuestros pequeños deslices, pero intacto. La versión premium de nosotros mismos, pero sin pago mensual.

    Es una fantasía más falsa que lo que puedas leer en el Twitter de Lucía Etxebarria.

    Nuestro yo auténtico no aparece en la psicología, no aparece en los experimentos, no aparece cuando observas cómo se comporta la gente cuando hay presión social, incentivos, miedo o simple comodidad. Aparece, eso sí, en los discursos posteriores. En las explicaciones. En las justificaciones. En ese momento mágico en el que ya hemos actuado y ahora toca convencernos de que seguimos siendo la misma buena persona de siempre. Ahora nos toca explicar por qué hicimos lo que hicimos sin quedar como idiotas, hipócritas o simples animales sociales con mucha narrativa y poco control. ¿Existe tu yo auténtico? Yo diría que no, pero yo qué sé.

    La psicología lleva décadas diciéndonos algo no mola nada: no actuamos según lo que somos, sino que construimos lo que somos a partir de lo que ya hemos hecho. Primero va la conducta. Después llega la identidad, con retraso, tomando notas y asegurando que todo estaba perfectamente alineado desde el principio. Primero la cagas y luego empiezas a justificarte con la situación, conque estabas cansado, conque no pensaste las cosas… igual sí lo hiciste y tomaste una decisión que fue una cagada. O igual le hiciste daño a alguien porque te beneficiaba. O contaste una mentira.

    La identidad como relato a posteriori

    Leon Festinger lo explicó con la teoría de la disonancia cognitiva, pero no hace falta citar estudios para entender el mecanismo. Haces algo que contradice tus valores y, en lugar de asumir la contradicción, ajustas esos valores. No porque seas especialmente hipócrita, sino porque el cerebro odia la incoherencia más que la mentira. La mentira sale barata, es eficiente y te deja la autoestima en niveles funcionales.

    Dices que valoras la honestidad, pero mientes para evitar un conflicto. Dices que eres independiente, pero sigues la opinión del grupo cuando importa. Dices que te mueve la justicia, pero solo cuando no te cuesta demasiado, tiempo, esfuerzo o dinero, da igual. En todos esos casos, el problema no es la acción. El problema es la pirula que te montas después, esa historia con la que explicas por qué, en realidad, sigues siendo fiel a tu yo auténtico, solo que “la situación era compleja” y “hay cosas que no sabes” y tal.

    Y lo haces con convicción. Porque no solo nos justificamos, también recordamos del culo. El cerebro no es un archivo fiable del pasado, es un editor creativo que reescribe la historia para que tenga sentido hoy. Cambias de opinión con el tiempo, pero el recuerdo se adapta para que parezca continuidad. Así puedes afirmar sin rubor que “siempre has pensado así”, cuando en realidad lo pensaste por primera vez hace dos años después de una discusión por internet con un desconocido. Esa discusión que le dio una hostia en toda la cara a la mierda de razonamiento que usaste.

    El sesgo retrospectivo mantiene viva la ilusión de coherencia y te permite seguir pensando que eres la hostia de coherente. Miramos atrás y vemos una línea recta, cuando en realidad fue una sucesión de giros improvisados con explicaciones cada vez más sofisticadas. Y nos creemos que somos el faro moral de Occidente.

    El contexto manda más que tus valores

    Aquí es donde el mito del yo auténtico empieza a descomponerse del todo. Porque resulta que el contexto importa más que nuestros principios. Mucho más. Autoridad, grupo, rol, normas implícitas, expectativas sociales. Cambia cualquiera de esas variables y el comportamiento cambia el comportamiento, incluso en personas convencidas de tener una brújula moral como dios manda.

    La psicología social lo ha demostrado hasta la saciedad. Personas normales, decentes, convencidas de su integridad, obedecen órdenes cuestionables, se alinean con grupos que saben que están equivocados y adoptan comportamientos que jamás habrían atribuido a su “verdadero yo”. No porque sean monstruos, sino porque están diseñadas para adaptarse.

    Nuestros valores no desaparecen, pero se vuelven sorprendentemente flexibles. Y el yo auténtico, ese que se suponía firme e inmutable, empieza a parecer más bien una colección de respuestas situacionales con excelente capacidad narrativa.

    Redes sociales y la performance del yo auténtico

    Si hay un lugar donde este mito se reproduce con entusiasmo casi religioso, es en redes sociales. Allí el yo auténtico deja de ser una convicción interna y se convierte directamente en una performance. No mostramos quiénes somos, sino quiénes queremos parecer ante un público concreto, en un momento concreto, siguiendo unas normas implícitas bastante claras.

    Amiga, tú también lo haces: opiniones, indignaciones, silencios estratégicos y gestos morales cuidadosamente calibrados. No porque todo sea falso, sino porque todo es contextual y performativo. El problema llega cuando empezamos a confundir la performance con la esencia. Repetimos el personaje suficientes veces y acabamos creyendo que es real. Y entonces cualquier crítica ya no es un desacuerdo, es un ataque personal, una amenaza directa a nuestra identidad.

    Aquí el yo auténtico se vuelve especialmente agresivo. No admite matices. No cambia de opinión. No reconoce errores. Porque hacerlo implicaría admitir que no era tan auténtico, ni tan coherente ni tan profundo como pensábamos.

    Por qué necesitamos creer en el yo auténtico

    Llegados a este punto, suele aparecer la resistencia: si no hay un yo auténtico, entonces todo es mentira, nada es real y somos simples marionetas del contexto. No exactamente. Lo que no somos es tan estables, coherentes y transparentes para nosotros mismos como nos gusta creer.

    Te pone tan de mala hostia que te critiquen por las redes sociales porque sientes que están atacando tu yo, ése que estás construyendo cuidadosamente

    Seguimos creyendo en el yo auténtico porque cumple funciones psicológicas muy útiles, reduce la ansiedad, da sensación de control y permite juzgar a los demás con comodidad. Si yo actúo desde mi esencia y tú te contradices, el problema eres tú, no yo. No hace falta mirar el contexto, las circunstancias ni el azar. Todo queda ordenado.

    Aceptar que somos menos coherentes de lo que pensamos no nos hace ni puta la gracia. Ni tranquiliza ni nos permite sentirnos moralmente superiores. Pero tiene un efecto curioso: nos vuelve un poco más prudentes, un poco menos arrogantes y algo más tolerantes con el cambio, con el propio y el ajeno. Consejos vendo que para mí no tengo, lo de siempre.

    Menos esencia y más honestidad intelectual

    La paradoja es que cuanto más creemos en nuestro yo auténtico, más rígidos nos volvemos. Nos ponemos más a la defensiva y saltamos a la mínima. Nos resulta más díficil revisar nuestras creencias y el discurso que mantenemos sobre lo verdaderamente importante, sobre lo bueno, sobre lo deseable y sobre lo inteligentes y moralmente superiores que somos. Tendemos a pensar que el problema no lo tenemos nosotros, sino que está fuera, que lo tienen los demás.

    Ojocuidao, que ceptar que la identidad es en gran parte un relato a posteriori no nos convierte en cínicos ni en relativistas sin principios. Nos convierte en personas que entienden mejor cómo funcionan realmente los humanos, empezando por sí mismas. Queda profundo y bonito, todo unicornios y brisa otoñal en la cara. Pero es verdad.

    Quizá no tengamos un yo auténtico sólido y brillante. Pero tenemos algo más incómodo y más interesante: la capacidad de revisar el relato. Y en un mundo lleno de gente convencida de ser siempre la misma, eso ya es una forma bastante decente de coherencia.

    Todo esto lo yo, alguien bastante pretencioso, subido a al púlpito moral que me he montado con cuatro libros, un teclado y bastante tiempo libre. No estoy aquí porque sea especialmente lúcido, profundo o coherente. En mi vida real no suelo ir diseccionando identidades ni desmontando sesgos cognitivos en el supermercado ni hablando de lo performativo del ser. A no ser que me des un par de cubatas y esté entre amigos, porque entonces puedo llegar a ser un imbécil.

    Esto lo hago aquí, en internet, porque escribir sobre lo poco auténticos que somos me permite fingir que soy la hostia y parecer que soy el tío “ya lo ha entendido” y que sabe de la vida. En realidad soy el que mira un poco por encima del hombro y se ríe de las incoherencias ajenas mientras ignora las propias.

    Esto que escribo no es una excepción al mito del yo auténtico, es un ejemplo de manual. Me alimenta el ego, me da una sensación barata de superioridad intelectual y me permite fingir, durante unos párrafos, que soy más interesante de lo que soy. Exactamente lo mismo que critico. Y sí, lo sé mientras lo hago. Pero no por eso voy a dejar de hacerlo.

    Este soy yo:

  • La falacia del mundo justo y por qué culpamos a las personas inocentes

    La falacia del mundo justo y por qué culpamos a las personas inocentes

    Hay una idea reconfortante que a tu cerebro le encanta: el mundo es justo. La gente buena tiene cosas buenas. La gente mala tiene cosas malas. Si alguien está sufriendo, es porque probablemente ha hecho algo para merecerlo. Y si a ti te va bien, es porque te lo has ganado con tu esfuerzo y tu mérito y toda esa mierda. Todo ocurre por alguna razón, así que si tú estás triste, no lo estés. Y cuando te dicen eso te sienta fenomenal y ya no te encuentras mal, ¿verdad?

    Pues no lo digas, joder, porque sienta del culo.

    Supongo que a estas alturas de la vida sabes que eso de que el mundo es justo y de que existe una especie de justicia universal es una mentira como un piano. Pero tu cerebro se aferra a ella como Gollum a la bisutería, porque la alternativa (aceptar que el mundo es caótico, injusto, y que cosas horribles les pasan a gente que no hizo nada para merecerlo) es una mierda pinchada en un palo.

    Bienvenido a la falacia del mundo justo, uno de los sesgos cognitivos más insidiosos y socialmente destructivos que tenemos.

    Qué es la falacia del mundo justo

    El psicólogo Melvin Lerner lo describió por primera vez en 1965 después de observar cómo algunos estudiantes de enfermería reaccionaban ante pacientes que sufrían dolores En lugar de sentir compasión, muchos desarrollaban actitudes negativas hacia los pacientes que más sufrían, como si se lo merecieran.

    Lerner (1980) definió la falacia del mundo justo como la tendencia cognitiva a creer que el mundo es un lugar donde la gente obtiene lo que se merece y merece lo que obtiene. Es la creencia de que hay una correlación fundamental entre las acciones morales de las personas y sus resultados en la vida.

    La fórmula es simple:

    • Si te va bien → eres una buena persona que hizo cosas bien
    • Si te va mal → eres una mala persona y te mereces lo que te pasa

    Y su corolario: si alguien sufre, algo habrá hecho para merecerlo.

    ¿Por qué tu cerebro se aferra a esta mentira?

    Pues porque la alternativa da bastante miedo. Si aceptas que el mundo es injusto, que a las personas buenas e inocentes les pasan cosas horribles sin razón alguna, que puedes acabar en la calle aunque hagas las cosas bien, entonces tienes que aceptar que eres vulnerable. Tienes que aceptar que en realidad no tienes el control sobre tu vida y que da igual si te pasas la vida puteado trabajando, o siguiendo las reglas, que podrías acabar jodido de todas formas.

    Así que tu cerebro, para lidiar con esta mierda, hace un truco de magia y te convence de que el mundo es justo y cada resultado tiene una causa moral. Si haces las cosas bien, te irá bien en la vida, y si haces algo mal es porque algo habrás hecho, hijo de la grandísima puta.

    Esta correlación entre ser buena persona y que te pasen cosas buenas y ser mala y que te pasen cosas horribles le da a tu cerebro dos cosas que le van de cojones. Vale, sí, igual debería rebajar el nivel de palabrotas. Bueno, da igual, allá va:

    (1) Sensación de control: Si el mundo es justo, entonces tú controlas tu destino. Haz lo correcto y estarás bien. Es reconfortante. Es falso, pero es reconfortante.

    (2) Previsibilidad y protección: Si las víctimas se lo merecen, entonces yo estoy a salvo mientras no haga lo mismo que esa gente. Yo nunca terminaría en la calle porque no soy un vago como ellos. A mí nunca me violarían porque no me visto así. Yo nunca tendría un accidente porque conduzco con cuidado y si bebo, no cojo el coche.

    Claro, todo eso es mentira. Pero es una mentira que te permite dormir por la noche. Porque la alternativa es una jodienda: el mundo es injusto, la vida es injusta y te pueden ocurrir cosas horribles, da igual lo que hagas.

    ¿Cómo se manifiesta el efecto del mundo justo?

    El efecto del mundo justo aparece constantemente en nuestras vidas, y casi siempre de formas que causan daño:

    Mujeres que han sido víctimas de violencia sexual: “¿Qué llevaba puesto?” “¿Por qué estaba sola?” “¿Había bebido?” “Algo habrá hecho para provocarlo.”

    Si la mujer a la que han violado tiene alguna culpa, entonces el mundo sigue siendo predecible y controlable. Si puede pasarle a cualquier mujer sin importar qué haga, entonces todas las mujeres están en peligro constante y eso es insoportable de aceptar. Mejor culpar a la víctima.

    Personas sin hogar: “Son vagos.” “Drogas, seguro.” “Yo nunca estaría así porque yo trabajo muy duro para conseguir lo que quiero.” “Si quisieran, encontrarían trabajo.” “Viven de las paguitas de Perrosanxe.”

    La realidad, muchas personas sin hogar se partían el lomo hasta que una enfermedad, un accidente, una crisis familiar, un mal divorcio, una crisis como la del 2008 o simplemente la mala suerte las dejó en la calle. Pero aceptar eso significa aceptar que tú también podrías acabar ahí. Y tu cerebro prefiere creer que hay una diferencia moral fundamental entre tú y ellos que te protege. Si no, sería un poco más difícil dormir por las noches.

    Las personas pobres: “No se esfuerzan.” “Seguro que tomaron decisiones de mierda.” “Si yo salí de la pobreza porque quise, ellos también pueden.”

    Ignora completamente el accidente de nacimiento, las redes de apoyo, las oportunidades, la salud, la suerte. Si los pobres son pobres por sus propias decisiones, entonces tú eres rico (o clase media, según tú, o lo que seas) por tus propias decisiones. Tu éxito es solo mérito, no privilegio o suerte.

    Mea culpa. Yo esto lo he dicho. No respecto a la gente pobre, sino cuando me han dicho que yo he tenido suerte en la vida. Sí, la he tenido, pero en alguna ocasión me he sentido ofendido y he dicho que he estudiado y he trabajado mucho para llegar adonde estoy. Pues sí y no. Mucha gente se ha esforzado más que yo y ha terminado teniendo una vida mucho peor que la mía.

    Las víctimas de discriminación y racismo: “Si los inmigrantes no consiguen trabajo es porque no se integran.” “Si las mujeres cobran menos es porque eligen carreras de mierda, como historia del arte.” “Si hay más negros en la cárcel es porque cometen más delitos, no hay más que ver cómo esta la cosa en los países de los que vienen.”

    Todas estas explicaciones tienen algo en común: ponen la responsabilidad en las víctimas del sistema, no en el sistema mismo. Porque si el sistema es injusto, entonces tu posición en él no está necesariamente justificada. Y eso a tu ego le hace la misma gracia que si te quitaran una muela sin anestesia.

    Los refugiados: “Vienen a vivir del cuento.” “Perrosanxe les da paguitas mientras a las abuelitas les ocupan sus pisos cuando pasan unos días en el hospital.”

    Jamás te planteas que huir en una patera con tu hijo de tres años, sabiendo que puedes morir ahogada, es una decisión que solo tomas cuando quedarte significa una muerte segura. Porque si lo planteas así, tendrías que sentir empatía y la empatía te obligaría a actuar. Mejor culparlos porque vienen a vivir del cuento a costa de tus impuestos.

    Si esto te recuerda a lo que dice la ultraderecha, tienes toda la razón. Todos estos argumentos cuajan en las narrativas populares porque te hacen la vida más fácil de explicar, crean un enemigo común (que eso siempre une) y, de paso, le da un empujoncito a tu ego para que te sientas mejor.

    Lerner y Simmons (1966) o cómo nos encanta creer que el mundo es justo

    Lerner y Simmons (1966) hicieron un experimento para demostrar cómo funcionaba esta pirueta mental sobre que el mundo es justo. Sentaron a un grupo de personas (creo que 72 mujeres, pero igual me equivoco) frente a un monitor para que vieran a una chica (que en realidad era una actriz, pero ellos no lo sabían) haciendo una tarea supuestamente relacionada con el aprenizaje. El giro era que, cada vez que la chica fallaba, supuestamente le pegaban un calambrazo eléctrico de los buenos. Más o menos como en Milgram. Al principio, las observadoras se sentían del culo y se morían de ganas de que aquello parase, porque ver a alguien sufrir por la cara no es algo que nos haga pasar un buen rato. A la mayoría, al menos.

    La clave experimental es que dividieron a las observadoras en varios grupos: a unas les dijeron que la chica iba a recibir al final una compensación económica, y a otras les dijeron que la tortura iba a seguir un buen rato y que no había nada que hacer. ¿Qué pasó? Pues que las que sabían que la chica iba a seguir sufriendo sin remedio empezaron a soltar perlas tipo: “bueno, en realidad no parece muy lista” o “seguro que es un poco torpe”. En vez de compadecerse, empezaron a despreciarla.

    ¿Por qué hicieron esa guarrada mental? Pues porque aceptar que una tía inocente estaba siendo electrocutada por el morro les hacía chispas en la cabeza. Para aliviar esa ansiedad y no sentir que el mundo es un sitio horrible donde te puede pasar cualquier cosa mala sin motivo, prefirieron convencerse de que ella tenía algo malo. Así, su cerebro podía decir: “A mí no me va a pasar, porque yo no soy como ella”. Básicamente, la “castigaron” mentalmente para poder seguir creyendo que el mundo es un lugar predecible y justo.

    El sufrimiento continuado es psicológicamente insoportable si no hay una justificación.

    La lógica retorcida de tu cerebro: “Si sufre y yo no puedo ayudarla, entonces el mundo es injusto y cruel. Eso es intolerable. Mejor creer que ella se lo merece. Así el mundo vuelve a ser justo y yo puedo seguir con mi vida.”

    Cuando se ha intentado replicar este fenómeno con otros experimentos, se ha observado exactamente lo mismo. Si no podemos o no queremos ayudar a alguien que está pasándolo mal, nuestro cerebro resuelve la disonancia cognitiva culpando a la víctima. No porque seamos monstruos (bueno, algunos, sí), sino porque es psicológicamente más llevadero que aceptar nuestra impotencia o, incluso, nuestra complicidad.

    Por qué esto es político (y por qué a la derecha le encanta)

    El efecto del mundo justo es gasolina ideológica para justificar la desigualdad y alimentar a la ultraderecha.

    Si el mundo es justo:

    • Los ricos se lo merecen (porque trabajaron duro)
    • Los pobres se lo merecen (porque son vagos)
    • No hace falta redistribuir nada (porque cada uno tiene lo que se merece)
    • No hace falta ayudar a nadie (si quisieran salir de donde están, podrían, como podemos los demás)
    • El sistema está bien como está (porque refleja el mérito real de cada persona)

    Es la ideología perfecta para mantener el statu quo. Para que los privilegiados duerman tranquilos. Para que las estructuras de poder se perpetúen sin cuestionamiento. Y para que los que están arriba se sigan beneficiando mientras convencemos a los de abajo para que acepten la situación y, encima, nos hagan la ola.

    Cuando alguien dice “yo me lo he ganado todo con mi esfuerzo”, lo que muchas veces están diciendo es “creo en el efecto del mundo justo porque si admito que tuve suerte, privilegios, o ayuda, entonces mi éxito no está completamente justificado”. Y eso amenaza su identidad y no queda tan bien. No es lo mismo decir que te va bien por casualidad que decir que te lo has currado a tope y eres una persona íntegra y con valores.

    Por eso la meritocracia es el mito más peligroso del capitalismo moderno. No porque el esfuerzo no importe. Importa. Pero no es lo único que importa, ni siquiera lo principal. La mayor parte de tu éxito o y de tu fracaso en la vida está determinado por cosas sobre las que no tienes control, como dónde naciste, en qué familia, con qué problemas de salud (o asuencia de ellos), en qué época, con qué oportunidades o si tuviste la mala suerte de que no te avisaron de que venía un tsunami por el Barranco del Poyo porque el presidente de tu comunidad autónoma estaba haciendo vete tú a saber qué.

    Pero admitir eso requiere humildad. Y el efecto del mundo justo es lo opuesto a la humildad. Es arrogancia disfrazada de justicia y te hace creer que eres mejor persona.

    Cómo te afecta a ti, que piensas que estás deconstruido y que eres progresista

    Tú no te salvas, nadie se salva.

    ¿Alguna vez has pensado “yo nunca estaría en esa situación porque yo soy más responsable”? Falacia del mundo justo.

    ¿Alguna vez has sentido menos simpatía por alguien cuando te enteraste de que tomó unas decisiones de mierda? Falacia del mundo justo.

    ¿Alguna vez has justificado tu propio éxito usando tu esfuerzo como justificación y minimizando la suerte o los privilegios que has tenido a lo largo de toda tu vida? Falacia del mundo justo.

    Es reconfortante pensar que controlas tu vida y lo que te pasa. Que si haces todo bien estarás protegido. Que tu éxito es mérito puro y el fracaso ajeno es culpa pura. Pero es mentira. Y si te lo crees, te va a pasar que:

    • serás menos compasivo con quien sufre
    • te costará más pensar en cambios estructurales y sociales
    • tenderás a culpar a las víctimas
    • serás más vulnerable a la propaganda que justifica la desigualdad, a lo que dicen Iker Jiménez y Ana Rosa Quintana
    • te costará aceptar que te puede pasar cualquier cosa en cualquier momento, y eso acojona

    Da igual que creas que eres de izquierdas, amiga. De verdad que da igual.

    Entonces, ¿qué hago con esto?

    Pues básicamente, no puedes hacer mucho. Esta falacia es una mentira reconfortante que tu cerebro te cuenta para protegerte del caos y la injusticia del mundo. En realidad, hace que la vida te resulte más llevadera. Pero esa protección tiene un precio: te convierte en alguien menos compasivo, más dispuesto a culpar a las víctimas, y más propenso a justificar sistemas injustos.

    El mundo no es justo, nunca lo ha sido y nunca lo será. Pretender lo contrario no lo hace más justo, solo te hace más cómplice de la injusticia y puede que te convierta en una persona de mierda que vota a la ultraderecha. Puedes elegir la comodidad de la mentira o la incomodidad de la verdad. Pero no puedes elegir ambas.

    Y si eliges la verdad, date por jodido, porque duele ver que el mundo es injusto, caótico y cruel con gente que no lo merece. Pero es el único punto de partida para intentar cambiarlo.

    Porque no puedes arreglar un sistema que crees que ya funciona correctamente.

    Referencias

    Lerner, M. J. (1980). The Belief in a Just World: A Fundamental Delusion. Plenum Press.

    Lerner, M. J., y Simmons, C. H. (1966). Observer’s reaction to the “innocent victim”: Compassion or rejection? Journal of Personality and Social Psychology, 4(2), 203-210.

    Furnham, A. (2003). Belief in a just world: Research progress over the past decade. Personality and Individual Differences, 34(5), 795-817.

    Zubieta, E. y Barreiro, Alicia. (2006). Percepción social y creencia en el mundo justo. Un estudio con estudiantes argentinos. Revista de Psicología, vol. XXIV, núm. 2, pp. 175-196. Pontificia Universidad Católica del Perú. Descárgalo.

  • Defender los derechos humanos no es radical

    Defender los derechos humanos no es radical

    Llamar “radical” a la defensa de los derechos humanos suele sonar contundente, como un golpe en la mesa. Pero si bajamos el volumen emocional y subimos un poco el cognitivo, lo que queda es bastante simple: pedir dignidad, igualdad ante la ley y justicia social no es extremismo, es el mínimo ético de cualquier democracia funcional. Lo que ocurre es que, cuando ese suelo se mueve, algunas personas sienten una mezcla de incomodidad, irritación y alerta corporal, como una presión difusa en el estómago. Y a esa sensación, en lugar de analizarla, la etiquetan rápido. “Radical”. Fin del pensamiento.

    Desde la psicología social, la radicalización tiene una definición bastante menos vaga en la psicología social de lo que se usa en redes o tertulias. No es pedir cambios desde la “extrema izquierda”, ni cuestionar desigualdades, ni hablar de derechos humanos con convicción. La radicalización es un proceso progresivo en el que una persona adopta creencias rígidas, dicotómicas (por ejemplo, nosotros contra ellos), resistentes a la evidencia que justifican la exclusión o la violencia. Si tu postura busca ampliar derechos y reducir daño, no estás radicalizándote. Si busca deshumanizar y cerrar opciones, ahí sí hay un problema. Todo lo demás es ruido con apariencia de análisis.

    Otro sesgo: el de statu quo

    Aquí entra una teoría clave de la psicología cognitiva: el sesgo de statu quo, descrito por Kahneman y Tversky. Tendemos a preferir que las cosas sigan como están simplemente porque nos resultan familiares, no porque sean justas o eficientes. Cuando alguien señala una injusticia estructural, el cuerpo reacciona antes que la razón: tensión en los hombros, molestia, esa sensación de “esto va demasiado lejos”. La mente, siempre servicial, busca una etiqueta tranquilizadora para no revisar creencias profundas. “Radical”. Al ponerle nombre, baja la ansiedad y se evita la reflexión. Cómodo, rápido y poco riguroso.

    La justicia social no es una ideología extrema, sino una aplicación coherente de principios ampliamente aceptados en derechos humanos: igualdad, no discriminación y equidad en el acceso a los serivicios básicos. Quien defiende políticas contra la pobreza, el racismo o la exclusión no rechaza la democracia, sino que exige que ésta funcione mejor. El problema, y aquí el sarcasmo se cuela solo, es que históricamente lo que hoy llamamos derechos humanos fue tachado de radical en su momento: el voto femenino, el fin de la segregación, los derechos laborales, el acceso a una vivienda digna, un sistema de salud accesible y una educación de calidad independientemente de la situación socioeconómica. Eso no es ser radical, es ser persona, aunque a algunos les provoque fatiga moral reconocerlo.

    Quien ve radicales en todas partes, está reaccionando emocionalmente

    En términos psicológicos, muchas acusaciones de “radicalismo” son reacciones emocionales disfrazadas de argumentos racionales. La psicología social lo explica bien: cuando una idea amenaza la identidad o los privilegios percibidos de un grupo, aparece una respuesta defensiva que se siente como enfado, rechazo o burla. No es pensamiento crítico, es autoprotección cognitiva. Y no pasa nada por admitirlo, lo peligroso es convertir esa reacción en una narrativa que desacredita la defensa de los derechos humanos como si fuera un exceso, una moda o una amenaza.

    Salir a la calle a defender los derechos sociales básicos no es irse a los márgenes, es negarse a normalizar la injusticia. Si eso genera incomodidad o ganas de usar palabras grandes para cerrar la conversación, quizá el problema no sea el supuesto radicalismo, sino la resistencia a aceptar que la justicia social no es opcional, ni extrema, ni negociable. Es, simplemente, necesaria.

  • Tú también podrías convertirte en un monstruo 

    Tú también podrías convertirte en un monstruo 

    Tienes que entender algo fundamental antes de seguir leyendo: no eres el protagonista de una película. No eres el héroe que se resiste mientras todos se mueren. No eres la excepción que confirma la regla. Eres un ser humano con el mismo cerebro chapucero, los mismos sesgos cognitivos, y las mismas vulnerabilidades psicológicas que tenían los alemanes que votaron a Hitler, los hutus que mataron a sus vecinos tutsis, o el tío del que hablé el otro día y que ahora comparte bulos de Vox

    La diferencia entre tú y ellos no es que seas moralmente superior. Es que todavía no has sido expuesto a la combinación específica de circunstancias que te convertiría en lo que ellos son. Y eso debería aterrorizarte. 

    Porque si hay algo que un siglo de psicología social nos ha enseñado es que bajo las condiciones adecuadas, las personas absolutamente normales como tú pueden cometer atrocidades inimaginables. Y lo harán convencidos de que están haciendo lo correcto. Incluido tú.

    El mito del “yo nunca haría eso” 

    Deja de mentirte. Lo harías. No porque seas mala persona. No porque carezcas de valores morales. No porque seas especialmente débil o influenciable. Lo harías porque eres humano, y los humanos funcionamos de formas predecibles cuando se activan ciertos resortes psicológicos. 

    Piensa en El Señor de las Moscas. Un grupo de niños educados, de familias respetables, naufragan en una isla. En cuestión de semanas están cazándose entre sí como animales. No aparecieron monstruos externos que los corrompieron. El monstruo había estado dentro de ellos todo el tiempo, esperando las condiciones adecuadas para mostrarse. 

    Golding escribió este libro precisamente para desmontar la idea reconfortante de que “la gente normal no hace cosas así”. La gente normal hace exactamente esas cosas. Constantemente. A lo largo de toda la historia humana. Como en la Alemania nazi o en la Guerra Civil española.  

    Milgram y Zimbardo, otra vez 

    La psicología social ha demostrado esto una y otra vez en experimentos controlados. Milgram (1963) mostró que el 65% de personas normales administrarían descargas eléctricas potencialmente letales a otra persona simplemente porque una figura de autoridad se lo pedía. Zimbardo (1971) demostró que si coges a estudiantes universitarios sin ninguna psicopatología previa y les asignas unos roles específicos se convertían en guardias sádicos o prisioneros quebrados en cuestión de días. Asch (1951) demostró que la mayoría de la gente negará la evidencia de sus propios ojos para conformarse con el grupo. 

    Estos no son casos aislados de personas especialmente débiles o manipulables. Son patrones persistentes y regulares que aparecen una y otra vez cuando se estudia el comportamiento humano bajo presión social. Y tú, estadísticamente, habrías actuado igual que la mayoría de los participantes en esos experimentos. 

    La ilusión del control y por qué crees que eres diferente 

    Tu cerebro está poniendo en marcha ahora mismo un truco cognitivo muy conveniente. Mientras lees esto, está pensando: “Sí, bueno, eso le pasa a otra gente. Pero yo soy consciente de estos mecanismos. Yo soy crítico. Yo nunca caería en eso. Porque yo soy un ser de luz” Enhorabuena. Acabas de demostrar que no has entendido nada. 

    Ese pensamiento (“yo soy diferente”) es en sí mismo un sesgo cognitivo. Se llama sesgo del punto ciego (Pronin et al., 2002), y es probablemente el más peligroso de todos porque te hace creer que eres inmune a todos los demás sesgos. 

    El sesgo del punto ciego

    Tú estás convencido de que no tienes sesgos, pero todo el mundo alrededor es un festival de prejuicios mal disimulados. Todos menos tú. AMIGA DATE CUENTA.

    El sesgo del punto ciego consiste en que tu cerebro se mira al espejo y dice: “Yo soy objetivo y crítico”. Luego se pone una capa invisible y sale volando. El “punto ciego” es que no ves tus propios sesgos, igual que no ves tu propia nariz todo el tiempo. Está ahí, influyendo en todo, pero tu mente decide ignorarlo porque admitirlo sería incómodo y requeriría humildad. Y eso ya es pedir demasiado.

    Lo mejor es que cuanto más inteligente crees que eres, más fuerte suele ser el sesgo. Porque piensas:
    “Yo no caigo en esas trampas psicológicas”.
    Exacto. Esa frase es la trampa psicológica.

    Es como si Neo dijera “yo soy consciente de que la Matrix existe, por lo tanto, ya no me afecta” mientras sigue enchufado con un cable en la nuca. Ser consciente del sistema no te libera automáticamente del sistema. Solo te da la ilusión de control y te hace pensar que eres especial. Como eres consciente de cómo puede funcionar la manipulación, eso te hace inmune a caer en ella. Eso es pensamiento mágico, querida.  

    Los participantes del experimento de Milgram también creían ser buenas personas. Los guardias de Stanford también se consideraban (y probablemente eran) gente normal. Los alemanes que votaron a Hitler también pensaban que estaban tomando la decisión correcta para proteger a su país. Nadie se despierta pensando “hoy tengo que enviar un par de correos electrónicos y, después, cuando tenga un rato, voy a volverme un monstruo antes de irme a la tomarme unas cañas”. Los monstruos siempre creen que son los héroes de su propia historia. 

    Y eso incluye a los que leen artículos sobre psicología social y piensan que ya están vacunados contra la manipulación. Amiga, no lo estás. El conocimiento ayuda, pero no es suficiente. Porque estos mecanismos operan a un nivel más profundo que el pensamiento consciente y por muy deconstruido que estés, puedes terminar siendo un misógino en tu día a día. Está pasando. 

    La rana que se cuece, igual que tú cuando la ultraderecha está avanzando, poco a poco.

    Imagina que estás en una habitación donde la temperatura sube gradualmente un grado cada hora. Tu cuerpo se adapta, que para eso está. No notas el cambio porque es tan lento que tu sistema de referencia se mueve contigo. Cuando te das cuenta, estás hirviendo, pero cada vez que subía la temperatura un poquito, a ti parecía perfectamente normal, si es que llegaste a ser consciente. 

    Eso es lo que pasa con la radicalización, con la normalización de lo inaceptable y con el acercamiento el autoritarismo, sin necesidad de dar un portazo. Y ser consciente de que la temperatura puede subir no significa que vayas a notarlo cuando esté pasando. Casi nunca se nota cuando pasa. Por eso tienes que estar constantemente verificando termómetros externos, cuestionando tu propia percepción, preguntándote si lo que ahora te parece normal te hubiera parecido normal hace un año. 

    La prueba del algodón, imagina que naciste en otro tiempo y en otro lugar 

    Imagina que naciste en la Alemania de los años 20. Con la misma inteligencia que tienes ahora. Con los mismos valores fundamentales de justicia y bondad que crees tener. Pero has crecido en una sociedad devastada por la Primera Guerra Mundial, humillada por el Tratado de Versalles, destruida económicamente por la hiperinflación (porque el dinero no vale absolutamente nada), y buscando desesperadamente a alguien a quien culpar por todo ese sufrimiento.  

    Alemania, 1923: Niños jugando con dinero. (Photo by FPG).

    La gente se muere de hambre, pero sin aspavientos. Tu familia lo ha perdido casi todo. Tus padres, que han trabajado toda su vida, ven que sus ahorros se han evaporado y no pueden pagar ni la cuota del móvil. Hay desempleo masivo. Ves a niños mendigando en las esquinas. Un clima de desesperación tan denso que puedes cortarlo con un cuchillo. Pero todo lo que te pasa es asumible, porque, total, siempre puede ir a peor, ¿verdad? 

    Llega un líder carismático que te dice que no es tu culpa. Es culpa de ellos. De los judíos, de los comunistas, de los traidores internos que apuñalaron a Alemania por la espalda. O de los moros, de las mujeres que quieren oprimir a los hombres, de los ecologistas, de los catalanes o de las huestes LGTBIQ+ (básicamente los maricones). Te ofrece una explicación simple para un problema complejo. Te ofrece pertenecer a algo más grande que tú. Te ofrece orgullo nacional cuando todo lo demás se está desmoronando. 

    Y todos a tu alrededor (tu familia, tus amigos, tus vecinos, tus profesores, tus compañeros de trabajo y el taxista que escucha la COPE) están básicamente de acuerdo. Los que disienten son minoría, están aislados, son perseguidos. Cuestionar la narrativa dominante te convertiría en un paria social, te costaría tu trabajo, pondría en peligro a tu familia. Sólo te quedaría Grindr.

    Las primeras medidas parecen razonables: “Solo queremos controlar la influencia desproporcionada de ciertos grupos en la economía.” Después: “Es por seguridad nacional, hay que saber quién es quién.” Luego: “Es temporal, hasta que solucionemos la crisis.” Y cada paso normaliza el siguiente. 

    Ahora dime: ¿realmente crees que habrías sido el héroe solitario que se resistió? ¿Te convertirías en un Schindler? ¿O es más probable que hubieras hecho lo que hizo el 99% de la población alemana, seguir con tu vida, decirte a ti mismo que “no es tan malo” o “seguro que tienen sus razones”? 

    Y si eso te ofende. Vale. Que te ofenda. Pero que sepas que negarlo es precisamente lo que te hace vulnerable a repetir los mismos errores. 

    Alexandra Zapruder, en su trabajo sobre diarios de adolescentes del Holocausto, documentó cómo muchos jóvenes alemanes absolutamente normales fueron radicalizándose gradualmente a través de la educación nazi, la presión de grupo y la propaganda constante. No eran monstruos congénitos. Eran chavales y chavalas adaptándose a su entorno, como hacen todos los adolescentes en todos los lugares. 

    La diferencia entre ellos y tú no es tu superioridad moral. Es el accidente geográfico y temporal de dónde y cuándo naciste. 

    Por qué el “pero yo soy de izquierdas” no te salva 

    Aquí viene la parte donde la gente progresista que está leyendo esto va a cabrearse conmigo: ser de izquierdas no te hace inmune a estos mecanismos. De verdad que no. 

    Los mismos procesos psicológicos que radicalizan a la derecha pueden radicalizar a la izquierda. La conformidad grupal funciona igual en un colectivo antifascista que en un grupo de extrema derecha. La deshumanización del enemigo funciona igual cuando el enemigo son “los fachas” que cuando son “los inmigrantes” o “los progres”. La escalada gradual de violencia retórica funciona en todos los espectros políticos. 

    Los Guardias Rojos de Mao 

    ¿Recuerdas los Guardias Rojos de Mao? Eran estudiantes universitarios, jóvenes idealistas que querían construir una sociedad más justa y que creían en los valores que probablemente tú y yo compartimos. Acabaron torturando y asesinando a cualquiera que consideraran “enemigo de la revolución”, incluyendo a sus profesores. Se pusieron a destruir tesoros culturales milenarios. Algunos denunciaron a sus propios padres. No porque fueran psicópatas, sino porque el contexto ideológico les convenció de que esa violencia era moralmente necesaria. Estaban en el lado correcto de la historia, según ellos.  

    Robespierre y la Revolución Francesa 

    La revolución empezó con ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. Todo fetén. Acabó con la guillotina trabajando a destajo en la Plaza de la Revolución, decapitando a miles de personas, muchas de ellas por acusaciones inventadas o simplemente por estar en el sitio equivocado. Robespierre, que había argumentado apasionadamente contra la pena de muerte, acabó enviando a cientos a la guillotina por ser “enemigos de la revolución”.

    Quiero demostrarles: que la pena de muerte es esencialmente injusta […] y que multiplica los crímenes más de lo que los previene.

    Robespierre. Discurso ante la Asamblea Constituyente, 22 de junio de 1791. Enlace.

    La lógica era siempre la misma: “La revolución está en peligro. Los enemigos internos nos traicionarán. Tenemos que actuar con dureza para salvar los ideales por los que luchamos.” Y cada ejecución se justificaba como necesaria para proteger algo más grande. 

    1984 

    El verdadero horror de la novela no es el Gran Hermano. Es cómo gente normal (como Winston Smith) puede ser quebrada, reprogramada, y convertida en creyente sincero de la ideología que antes rechazaba. Winston no termina solo obedeciendo al Partido. Lo ama. Y Orwell, que era socialista convencido, escribió ese libro específicamente para advertir a la izquierda sobre sus propias tendencias autoritarias. 

    Al final de la novela, después de ser torturado en la Sala 101, Winston no solo obedece al Partido. Lo ama. Mira el retrato del Gran Hermano con lágrimas de gratitud en los ojos. Su resistencia, que parecía tan fundamental a su identidad, se desmoronó cuando se aplicó suficiente presión psicológica. 

    Orwell, que era socialista convencido y que estuvo en el frente durante la Guerra Civil Española del lado republicano, escribió ese libro para advertir a la izquierda sobre sus propias tendencias autoritarias. Porque había visto cómo los comunistas estalinistas en España perseguían a otros izquierdistas (anarquistas, trotskistas) con la misma brutalidad que usaban contra los fascistas. 

    Tener las ideas correctas no te protege. De hecho, puede hacerte más peligroso, porque te da una justificación moral para cualquier cosa que hagas. Si estás “del lado correcto de la historia”, cualquier medio se vuelve aceptable para alcanzar el fin correcto. 

    Tu identidad moral es más frágil de lo que crees 

    Piensa en quién eres. En tus valores fundamentales. En lo que te hace ser tú. En las líneas que nunca cruzarías. Ahora imagina que te privan de sueño durante tres días seguidos. Tu cerebro empieza a fallar. No puedes pensar con claridad. Tu resistencia cognitiva se va a la mierda. Esos valores “fundamentales” empiezan a parecer borrosos y negociables.  

    Imagina que te torturan psicológicamente durante semanas. Que te aíslan socialmente. Que te bombardean con propaganda constante. ¿Cuánto tiempo crees que durarían esos valores fundamentales? A mí, la verdad, dos telediarios. 

    En los campos de prisioneros de guerra de Corea del Norte, los captores estadounidenses fueron sistemáticamente reprogramados mediante técnicas de lavado de cerebro. No con magia o ciencia ficción. Con técnicas psicológicas básicas: privación sensorial, aislamiento, recompensa de pequeñas colaboraciones, castigo de resistencia, y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo. 

    Y funcionó. Los prisioneros que juraban que nunca traicionarían a su país acabaron escribiendo confesiones falsas, denunciando a sus compañeros, y algunos incluso rechazaron ser repatriados porque habían llegado a creer genuinamente en el comunismo norcoreano. 

    Robert Jay Lifton estudió estos casos y documentó las ocho fases de la reforma del pensamiento: asalto a la identidad, establecimiento de culpa, auto-traición, punto de quiebre, clemencia, compulsión a confesar, canalización de la culpa, y liberación. 

    ¿Eran débiles? ¿Estúpidos? ¿Traidores de nacimiento? No. Eran humanos normales sometidos a presión psicológica sostenida. Y su identidad moral, esa que creían que era la esencia inmutable de quiénes eran, se desmoronó como un castillo de naipes. 

    Tú no eres diferente. Tu sentido del yo, tu brújula moral y tus convicciones profundas son mucho más maleables de lo que quieres admitir. Bajo la presión adecuada y de intensidad suficiente (por decirlo de alguna manera), casi cualquiera se quiebra. Y la mayoría de las veces ni siquiera hace falta presión extrema. Basta con las circunstancias adecuadas. 

    Lo que esto significa para ti y para todos los que nos creemos progresistas y críticos 

    Esto no es una lección de historia. No es un análisis académico abstracto de comportamientos que solo le pasan a otra gente en otras épocas. Es un espejo. Y la imagen que refleja no es agradable, como la del espejo de verdad en el que te miras antes de ir a trabajar después de una noche toledana.  

    Eres vulnerable. Eres manipulable. Eres capaz de hacer cosas horribles bajo las circunstancias adecuadas. Y lo peor de todo es que probablemente no lo notarás mientras esté pasando, porque cada paso individual parecerá razonable, justificado e incluso puede que necesario. 

    Esta verdad tiene que ser el punto de partida para hacer algo. Porque si empiezas desde “yo soy especial, yo nunca haría eso, yo levito”, date por jodida. Estás operando desde una ilusión que te deja completamente desprotegida. 

    Si empiezas desde “soy tan vulnerable como cualquier otra persona, ¿qué puedo hacer para resistir mi propia naturaleza?”, al menos tienes una oportunidad de luchar. No es una garantía. Puedes hacer todo bien y aun así fallar. Pero es infinitamente mejor que no intentarlo porque crees que no lo necesitas. 

    Asch, S. E. (1951). Effects of group pressure upon the modification and distortion of judgments. In H. Guetzkow (Ed.), Groups, leadership and men (pp. 177-190). Carnegie Press.

    Golding, W. (1954). Lord of the Flies. Faber and Faber.

    Lifton, R. J. (1961). Thought Reform and the Psychology of Totalism. W.W. Norton & Company.

    Milgram, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371-378.

    Orwell, G. (1949). Nineteen Eighty-Four. Secker & Warburg.

    Pronin, E., Lin, D. Y., & Ross, L. (2002). The bias blind spot: Perceptions of bias in self versus others. Personality and Social Psychology Bulletin, 28(3), 369-381.

    Zimbardo, P. G. (1971). The power and pathology of imprisonment. Congressional Record (Serial No. 15, October 25).

  • La conformidad no explica el fascismo

    La conformidad no explica el fascismo

    La conformidad es un concepto fascinante. Esa tendencia humana a ajustar nuestras conductas, opiniones o percepciones para alinearnos con las normas del grupo es una explicación muy tentadora cuando la maldad nos hace sentir incómodos. Hay algo reconfortante en pensar que somos borregos sociales, víctimas de las circunstancias y maleables. Qué conveniente. Sobre todo cuando queremos explicar por qué esa persona a la que quieres vota a partidos de ultraderecha o por qué tú compartiste bulos xenófobos en algún momento de tu pasado. “Es la conformidad”, decimos con aire doctoral, y hemos resuelto el enigma.

    El problema es que usar la conformidad como explicación universal para el fascismo, el racismo y la xenofobia es intelectualmente perezoso y moralmente cómodo. Primero, porque la conformidad explica tanto que termina sin explicar nada. Si todos somos susceptibles a la presión grupal, ¿por qué no todos acabamos siendo fachas? ¿Por qué algunos resisten, se rebelan o simplemente piensan distinto? La conformidad no es un virus que te infecta automáticamente al entrar en ciertos espacios; requiere cierta predisposición, ciertos valores previos, cierta cosmovisión del mundo que encuentre atractivo aquello a lo que te estás conformando.

    Segundo, porque este argumento despoja de agencia moral a quienes abrazan ideologías autoritarias. Decir “es que se conformó al grupo” es casi como decir “no tuvo elección”, cuando en realidad sí la tuvo, en cada momento, en cada comentario racista que decidió no cuestionar, en cada vez que eligió la comodidad tribal sobre la coherencia ética.

    Y aquí está la ironía: usar la conformidad para explicar todo es también una forma de conformidad. Es conformarse a una narrativa académica que nos exime de hacer juicios incómodos, que nos permite seguir cenando en navidad con ese familiar problemático pensando “pobre, es víctima de la presión social” en lugar de “está eligiendo activamente creer y propagar ideas que dañan a otros”.

    La psicología social nos dio herramientas para entender los mecanismos de influencia grupal, no para convertirnos en apologetas del pensamiento reaccionario. Los fachas no son solo productos de la conformidad, son también agentes activos que encuentran en la ultraderecha respuestas satisfactorias a sus ansiedades, resentimientos o simplemente a su deseo de mantener privilegios. Cuando los reducimos a robots sociales los estamos subestimando peligrosamente y, de paso, nos insultamos a nosotros mismos al sugerir que la decencia política es solo cuestión de haber caído en el grupo correcto. El que es facha, es facha. Amiga, date cuenta.

    Antes de que alguien me malinterprete deliberadamente: sí, mencioné la conformidad y la presión grupal como mecanismos que operan cuando esa persona que conoces (o que quieres) difunde material xenófobo o se convierte en un nazi. No, eso no significa que esté diciendo que la gente se vuelva fascista exclusivamente por presión social, como si fuera el único factor en juego. La conformidad es solo una pieza, no el rompecabezas completo. Lo que critico aquí es precisamente usarla como explicación total que nos ahorre pensar en todo lo demás: las elecciones individuales, los valores previos, el contexto material, el beneficio percibido de ciertas ideologías.

    Qué serio me estoy poniendo, oye.

  • Rafael de Julia, la anorexia y el mito que seguimos alimentando

    Rafael de Julia, la anorexia y el mito que seguimos alimentando

    “La anorexia es el toro más difícil de mi vida”. Lo dijo Rafael de Julia, torero, 46 años, casi cincuenta kilos, seis meses en tratamiento por un trastorno alimentario que estuvo a punto de matarlo. Este es el artículo que publicó El País . Y no, no es una metáfora bonita para un titular ingenioso. Es literal.

    A ver si así lo entendemos: la anorexia no es una “cosa de chicas adolescentes”. No es una excentricidad juvenil, ni un problema estético, ni una fase rara que se cura comiendo un bocadillo. Es una enfermedad mental grave. Punto. Y afecta a mujeres, a hombres, a jóvenes, a adultos, a deportistas de élite, a profesores, a toreros y a personas que cumplen todos los requisitos para que nadie sospeche nada.

    Y ya que estamos, dejemos otra costumbre absurda: decir que alguien “está anoréxico” porque está muy delgado. No. La delgadez no es un diagnóstico. La anorexia no se ve, no se pesa y no se adivina desde la barra de un bar. Se diagnostica y se trata. O no se trata, y entonces puede tener consecuencias muy graves.

    Rafael de Julia salió a una plaza con 20.000 personas mirándole y el corazón a punto de pararse. No por épica ni valentía taurina, sino por una enfermedad que seguimos reduciendo a clichés cómodos. Igual el verdadero problema no es que existan estos trastornos, sino lo poco que nos gusta reconocer que pueden afectar a cualquiera.

    La anorexia no entiende de género, ni de edad, ni de épica. Y cuanto antes dejemos de contarla mal, antes empezaremos a tomárnosla en serio.

  • Vivir sin WhatsApp, el experimento social que nadie te pidió

    Vivir sin WhatsApp, el experimento social que nadie te pidió

    Me pregunto por enésima vez: ¿se puede vivir in tener Whatsapp?

    Spoiler alert: Sí, es posible. No, no te vas a morir. Sí, tus contactos pensarán que estás desaparecido en combate.

    La dictadura del doble check azul

    WhatsApp no es una app de mensajería. Es un sistema de vigilancia mutua donde todos sabemos exactamente cuándo ignoraste a tu suegra, leíste el mensaje de tu jefe a las tres de la mañana (¿qué hacías despierto, eh?) y decidiste que ese “hablamos luego” de tu amigo merecía 72 horas de silencio sepulcral. Instagram es lo mismo, pero más tóxico todavía.

    Hemos normalizado vivir con el teléfono pegado a la mano. La generación que sobrevivió décadas enteras sin saber si sus amigos habían llegado bien a casa ahora entra en pánico si alguien tarda 10 minutos en contestar un “ok”.

    ¿Recuerdas cuando la gente simplemente no estaba disponible?

    Antes de WhatsApp, existía un concepto revolucionario llamado “no estar localizable”. Salías de casa y, sorpresa, nadie podía encontrarte hasta que volvieras. No había grupos familiares con 47 mensajes sobre si compraste el pan. No había audios de 7 minutos que podían ser un email de 3 líneas. No había stickers de buenos días enviados por tíos que apenas conoces.

    Era la edad de oro de la incomunicación selectiva, y no nos hemos dado cuenta hasta que ha sido demasiado tarde.

    Los beneficios reales de la desintoxicación digital (que no son humo new age)

    1. Recuperas tu tiempo (literal)

    ¿Sabes cuántas horas pasas al día mirando WhatsApp? No, en serio, ¿lo sabes? No me refiero a las horas que pasas enviando mensajes, sino mirando si te ha llegado un mensaje a pesar de que no tienes una notificación. Probablemente más de las que dedicas a comer, dormir o recordar quién eres sin pantalla. Cada notificación es un pequeño robo de atención que se acumula hasta convertirse en horas de tu vida mirando memes de dudosa calidad.

    2. Tu ansiedad se toma unas vacaciones

    La presión de responder inmediatamente están destrozando nuestra salud mental más rápido que una temporada completa de reality shows de gente rica. Vivir sin esa urgencia artificial es como quitarte una mochila llena de piedras que ni siquiera sabías que llevabas.

    3. Redescubres la comunicación de calidad

    Cuando no puedes enviar 40 mensajes fragmentados a lo largo del día, sucede algo mágico: las conversaciones se vuelven reales, completas, con principio, desarrollo y final. Sí, como en los viejos tiempos. Como cuando hablar con alguien significaba realmente hablar, no bombardear su pantalla con GIFs de gatos. Pura magia.

    Alternativas para los valientes (o desesperados)

    Si estás considerando el gran salto al vacío sin WhatsApp, aquí van tus opciones:

    1. Las llamadas telefónicas: ese botón verde de tu teléfono que nunca usas. Más revolucionario que el socialismo. Escuchas voces reales en tiempo real. Sin emojis malinterpretados.
    2. El correo electrónico: para cuando necesitas comunicarte pero sin la urgencia existencial de la mensajería instantánea. Bonus: la gente piensa dos veces antes de escribir, y eso termina en mensajes más coherentes.
    3. Las conversaciones cara a cara: Extremadamente radical. Requiere salir de casa y usar expresiones faciales. Pero dicen que conectas con humanos de verdad, no con avatares pixelados.
    4. Otras apps de mensajería: Signal, Telegram, o simplemente SMS. Porque a veces el problema no es la tecnología, sino el ecosistema tóxico que hemos creado alrededor de una app específica.

    La realidad menos instagrameable

    Vivir sin WhatsApp no te convierte en un gurú digital zen que se pasa las horas flotando en nubes de mindfulness. Simplemente recuperas el control sobre tu atención, tu tiempo y tu cordura. Es menos épico de lo que parece, pero también menos complicado.

    La clave no es demonizar la tecnología (aunque es tentador culpar al algoritmo de todos tus males). La clave es preguntarte: ¿estoy usando WhatsApp o WhatsApp me está usando a mí? Si la respuesta te incomoda, ya sabes qué hacer.

    Qué profundo me ha quedado, oye.

    Pero en serio: D E S I N S T Á L A L O

    El equilibrio que nadie quiere oír

    No hace falta hacer un documental sobre tu desintoxicación digital ni escribir un manifiesto anti-tecnología. Puedes empezar por desactivar las notificaciones, ese pequeño número rojo que secuestra tu atención cada cinco minutos.

    Luego está el tema de establecer horarios específicos para revisar mensajes, en lugar de vivir en un estado perpetuo de alerta como si fueras el presidente esperando el botón nuclear.

    También ayuda salir de esos grupos que solo generan ruido: el grupo del colegio de tus hijos donde nadie dice nada relevante, el de la familia extendida donde tu prima comparte cadenas apocalípticas, ese grupo de “amigos” que hace tres años que no ves. Y por favor, ignora los estados de WhatsApp, porque honestamente nadie necesita ver 15 fotos del café con leche de avena de tu conocido de la universidad.

    Lo más importante es recordar que no estar disponible 24/7 no te convierte en mala persona, solo en alguien con límites saludables.

    Conclusión: hazlo o no lo hagas, pero deja de quejarte

    Vivir sin WhatsApp es completamente posible. Millones de personas lo hacen cada día sin publicar threads dramáticos en redes sociales sobre ello. No es ni heroico ni especialmente difícil, solo requiere decidir que tu vida no necesita estar orquestada por notificaciones.

    ¿Te vas a perder cosas? Probablemente. ¿Importarán? Probablemente no.

    Lo que sí vas a ganar es tiempo, paz mental y la satisfacción de saber que tu existencia no depende de si tienes o no internet para recibir mensajes sobre reuniones que podrían haber sido un email. O mejor aún, que podrían no haber sido nada.

    Bonus final: Cuando alguien te pregunte “¿por qué no contestas en WhatsApp?”, puedes responder con la frase más poderosa del siglo XXI: “Porque no quiero”. Fin de la conversación.

  • Cómo tu tío se convirtió en un facha racista sin que nadie se diera cuenta

    Cómo tu tío se convirtió en un facha racista sin que nadie se diera cuenta

    Hace cinco años, tu tío era una persona normal. Votaba al PP o al PSOE según le pareciera, se quejaba de los políticos como todo el mundo, y sus opiniones más polémicas eran sobre el Barça y el Madrid. Esa persona está compartiendo memes de Vox, diciendo que “hay que defender nuestras fronteras” y hablando de “la invasión” como si los vikingos estuvieran a punto de desembarcar en Torrevieja. Y lo peor es que en las cenas familiares suelta perlas tipo “es que a los inmigrantes les dan todo gratis mientras los españoles nos morimos de hambre”.

    ¿Qué coño ha pasado?

    No fue un meteorito. No fue un trauma específico. No fue que un inmigrante le robara la cartera y tuviera una epifanía xenófoba. Fue mucho más simple: fue un proceso gradual y predecible, y que está pasando ahora mismo en millones de familias españolas. Y los mecanismos que convirtieron a tu tío en lo que es ahora son exactamente los mismos que podrían convertirte a ti en un radical de ultraderecha. Pero como tú eres progresista, no crees que te has vuelto facha, pero te escandalizas porque crees que estás flirteando con el extremo centro. Pues no, estás a dos memes de cantar cara al sol.

    La escalera de la radicalización: cómo se llega al fascismo de puntillas

    Nadie se levanta una mañana y decide ser fascista. Sería demasiado obvio, demasiado brusco y demasiado consciente. La radicalización de ultraderecha funciona como una escalera: subes un peldaño cada vez, y cada peldaño parece razonable si no miras hacia atrás para ver de dónde vienes.

    Peldaño 1: la preocupación legítima

    Me preocupa que haya tanta inmigración irregular. ¿No deberíamos controlar mejor quién entra?

    Esto suena razonable, ¿verdad? Es una preocupación que mucha gente comparte, incluso gente progresista. Puedes argumentar que la inmigración irregular beneficia sobre todo a redes de explotación y a economías sumergidas que se sostienen sobre trabajo precario, sin derechos laborales, sin protección social y con riesgo de abuso.

    El problema no es el peldaño en sí; es que este peldaño te coloca en el primer escalón de una escalera muy larga.

    Peldaño 2: la generalización

    Es que vienen demasiados. Esto no puede seguir así. Van a cambiar nuestra cultura.

    Ahora ya no hablamos de gestión migratoria. Hablamos de “demasiados”, de “invasión cultural”, de un “ellos” homogéneo que amenaza un “nosotros” también homogéneo. Ellos y nosotros. Ahí lo tienes. La preocupación específica se ha convertido en ansiedad identitaria y en una vaga sensación de peligro. El problema no es el peldaño en sí; es que este peldaño te coloca en el primer escalón de una escalera muy larga.

    Peldaño 3: el chivo expiatorio

    Por culpa de ellos no hay trabajo. Por culpa de ellos la sanidad está colapsada. Por culpa de ellos hay más delincuencia.

    Ahora todos los problemas (estructurales, complejos, multicausales) tienen una explicación simple: ellos. El paro no es culpa de las crisis económicas, la precarización laboral o la automatización. Es culpa de los inmigrantes. La sanidad no colapsa por recortes presupuestarios y falta de inversión. Colapsa porque “vienen a aprovecharse”.

    Un apunte: cuando alguien explica un problema complejo usando una única razón (o variable), desconfía, porque casi seguro que es esa explicación no es correcta. Y si lo es en parte, se está olvidando de algo. Eso es lo que llamamos reduccionismo.

    Peldaño 4: la deshumanización

    No son como nosotros. No comparten nuestros valores. Vienen a destruir nuestra forma de vida.

    Ya no son personas con historias individuales, familias, sueños. Son una masa amenazante, un enemigo abstracto, una fuerza destructiva. Y una vez que has deshumanizado a un grupo, justificar cualquier cosa contra ellos se vuelve muy, muy fácil.

    Peldaño 5: la solución radical

    Hay que cerrar las fronteras. Hay que deportarlos a todos. Hay que defender nuestra civilización por cualquier medio necesario.

    Enhorabuena. Has llegado al final de la escalera. Y desde aquí, justificar los campos de concentración, la violencia sistemática, o las políticas genocidas es solo un pasito más.

    Lo que da miedo no es que exista esta escalera, es que no te des cuenta de que estás subiendo un peldaño. Cada paso que das parece lógico, justificado, una consecuencia natural del anterior. Y cuando miras hacia atrás y te das cuenta de dónde estás, ya es demasiado tarde. O peor: ya no te importa, porque has interiorizado la narrativa. Pensar en eso te puede ayudar cuando estés en la cena de nochebuena, escuchando a un familiar diciendo barbaridades. Respira y no te pongas como un rottweiler porque no te va a llevar a nada bueno. Que esté diciendo estas barbaridades quizá sea porque no se ha dado cuenta de que ha subido esa escalera. Igual lo ha hecho sin querer, igual no. No lo sabes.

    Es interesante que la misma gente que justifica lo que está haciendo Israel se horroriza si le dices que es lo mismo que lo que ocurrió en la Alemania nazi. No tengo una explicación para ese fenómeno, pero yo diría que la población palestina pertenece al mismo grupo, al mismo “ellos” que el resto de “ellos” para los fascistas españoles: los que vienen a aprovecharse, los que no tienen los mismos valores que nosotros, etc.

    El grupo de WhatsApp es el laboratorio perfecto de Asch

    ¿Recuerdas el experimento de Asch? Ese donde la gente negaba la evidencia de sus propios ojos para conformarse al grupo. Pues bien, tu grupo de WhatsApp familiar (o el del colegio, o el de ese grupo que alguien creó con amigos de alguien para organizar una fiesta sorpresa de cumpleaños) es una versión de ese experimento, pero en versión continua, 24/7, y sin supervisión ética.

    Esto funciona más o menos así: Tu tía Isabel comparte un bulo sobre inmigrantes que reciben “1.200€ al mes sin trabajar mientras los españoles cobran 400€ de subsidio”. Es mentira. Completamente falso. Pero antes de que tú puedas verificarlo o cuestionarlo, otros tres miembros del grupo ya han respondido con “😡😡😡”, “Esto es intolerable”, “¡Y nosotros pagándolo con nuestros impuestos!”. Es muy probable que alguien conozca a una familia de inmigrantes que cobre más. A continuación, alguien comparte una noticia sobre el desahucio de una anciana.

    Ahora te toca a ti. ¿Qué haces?

    Opción A: Corriges el bulo. Compartes el enlace de verificación que demuestra que es falso. Te conviertes instantáneamente en el problemático, el que siempre tiene que llevar la contraria, el que se cree más listo que los demás. Tu tía Isabel se ofende. Tu madre te manda un mensaje privado diciendo “¿por qué siempre tienes que crear conflicto?”. En la próxima cena familiar todos te miran raro.

    Opción B: Te callas. No das like, pero tampoco corriges. Dejas que el bulo circule sin oposición. Tu cerebro racionaliza: no merece la pena el conflicto, no voy a cambiar su opinión de todas formas, que cada uno piense lo que quiera.

    La mayoría de la gente elige la Opción B. Y cada vez que lo hacen, el grupo se radicaliza un poquito más. Porque el silencio se interpreta como acuerdo. Y cuando nadie cuestiona la narrativa, esa narrativa se convierte en la verdad del grupo.

    El fundamento de todo esto es la conformidad social pura, exactamente lo que Asch demostró. La presión del grupo para conformarse es tan intensa que la gente prefiere negar la realidad antes que arriesgarse al ostracismo social. Y en grupos cerrados como los de WhatsApp, donde todos se conocen y las relaciones personales están en juego, esa presión se multiplica.

    El resultado es que los grupos familiares que empezaron compartiendo recetas de cocina acaban siendo cámaras de eco de propaganda de extrema derecha, donde nadie se atreve a cuestionar nada porque hacerlo significaría convertirse en el enemigo interno.

    Tu compañero de trabajo: la escalada gradual en tiempo real

    man sitting in front of computer
    Foto de Marc Mueller en Pexels.com

    Trabajas con Javi desde hace años. Siempre fue un tío majo, te caía bien, compartíais risas en la máquina del café. Pero últimamente algo ha cambiado.

    Hace un año: “Tío, es que está habiendo mucha inmigración irregular, ¿no? Deberíamos controlar mejor las fronteras.” A propósito de cualquier noticia o de cualquier conversación.

    Tú piensas: razonable. Es una opinión legítima.

    Hace seis meses: “Es que vienen aquí a vivir del cuento. Yo tengo que currar y pagar impuestos mientras ellos lo tienen todo gratis.”

    Tú piensas: bueno, está exagerando, pero entiendo su frustración.

    Hace tres meses: “Es que no son como nosotros, tío. Tienen otra mentalidad. No respetan a las mujeres, no respetan nuestras leyes.”

    Tú piensas: vale, esto ya empieza a sonar raro. Pero no dices nada porque no quieres conflicto.

    Hoy: “Esto es una invasión. O los paramos ahora o España deja de ser España. Vox tiene razón, hay que echarlos a todos.”

    Tú piensas: ¿cómo coño hemos llegado aquí?

    Has llegado aquí porque cada vez que Javi dijo algo problemático y tú no lo cuestionaste, su cerebro interpretó tu silencio como validación. Porque cada comentario era solo un poco más radical que el anterior, nunca suficiente para parecer un salto gigante.

    Javi no se radicalizó de golpe; se radicalizó gradualmente, peldaño a peldaño, y tú estuviste ahí viendo cada paso sin hacer nada. Siento darte malas noticias, pero tú has sido cómplice de su radicalización. No eres el responsable, no es culpa tuya, pero has contribuido sin querer y

    El mecanismo de esta escalada es lo que llamamos normalización progresiva. El psicólogo Albert Bandura (1999) lo llamó “desconexión moral gradual”: un proceso por el cual las personas van desactivando poco a poco sus estándares morales internos a través de pequeños pasos incrementales. Cada nuevo nivel de radicalidad se normaliza antes de pasar al siguiente. Y funciona porque tu cerebro se adapta rápidamente a lo que considera “normal” dentro de tu entorno social.

    Tu responsabilidad, siento decírtelo, es grande. Cada vez que no cuestionaste a Javi cuando dijo algo problemático, le diste permiso implícito para ir un paso más allá. No es que sea “tu culpa” que Javi sea ahora así. Pero tu silencio contribuyó. Y eso debería incomodarte.

    La tertulia de televisión: obediencia a la autoridad sin bata blanca

    Posiblemente, la persona menos cualificada, más demagoga y más violenta que circula por los platós de televisión de España. Experto en nada más que en ganar dinero a tu costa.

    Tu madre ve cada tarde un programa de televisión donde cuatro tertulianos gritan sobre política. Uno de ellos, llamémosle Pérez, es particularmente vehemente sobre “el problema de la inmigración”. Tiene datos (falsos), tiene gráficos (manipulados), y tiene mucha seguridad en sí mismo.

    Tu madre, que no tiene formación específica en demografía, economía o política migratoria, escucha a Pérez durante una hora cada tarde. Pérez dice que “los inmigrantes cuestan 30.000 millones de euros al año a España” (mentira). Pérez dice que “la delincuencia ha aumentado un 400% por la inmigración” (mentira). Pérez dice que “en 20 años los españoles seremos minoría en nuestro propio país” (mentira ridícula).

    Y tu madre se lo cree. Todo.

    ¿Por qué? Porque Pérez es una figura de autoridad. Está en la televisión, luego debe saber de lo que habla. Tiene datos (aunque sean falsos), luego debe ser riguroso. Y lo dice con mucha convicción, luego debe estar seguro.

    Este es el experimento de Milgram sin descargas eléctricas. No necesitas una bata blanca de laboratorio para ser una figura de autoridad que la gente obedece ciegamente. Solo necesitas una plataforma, un tono de voz seguro, y la apariencia de competencia. Y entonces la gente te creerá, incluso cuando digas barbaridades demostrablemente falsas.

    El mecanismo se basa en la obediencia a la autoridad y no requiere que la autoridad sea legítima; solo requiere que parezca legítima. Y la televisión, especialmente para generaciones mayores, tiene una credibilidad automática. “Lo dijeron en la tele” es suficiente para que algo se considere verdad, sin necesidad de verificación adicional.

    El peligro viene cuando hay famosos o personas que salen en la tele y que supuestamente saben de un tema en concreto que empiezan a normalizar discursos de odio, a deshumanizar grupos y a difundir mentiras sistemáticas, no solo están expresando opiniones. Están dando permiso moral a millones de personas para adoptar esas mismas posturas. Y esas personas obedecerán porque la autoridad les ha dicho que está bien.

    Las redes sociales: desindividuación industrial

    Los mermados de esa asociación, cuyo nombre empieza por DESO y termina en KUPA. Entre todos, juntan cerebro y medio y cinco cejas.

    Manolo tiene 58 años, trabajó toda su vida en una fábrica, y ahora está jubilado. En persona es un tío agradable. Saluda a los vecinos, ayuda a su hija con los nietos, nunca se metió en problemas. Pero ábrele su cuenta de Twitter o de Facebook y encontrarás un monstruo.

    Insulta a políticos progresistas. Comparte memes xenófobos. Participa en campañas de acoso contra activistas. Escribe cosas como “a todos estos hijos de puta habría que fusilarlos” con una naturalidad aterradora.

    ¿Manolo es un psicópata? No. Manolo es una persona normal que ha caído en el mecanismo más predecible y peligroso de las redes sociales: la desindividuación digital.

    ¿Cómo funciona?

    1. Anonimato parcial: Aunque uses tu nombre real, estás detrás de una pantalla. No tienes que ver la cara de la persona a la que insultas. No hay feedback físico inmediato. Tu cerebro no procesa esto como una interacción social real.
    2. Grupo de referencia: Manolo sigue a cuentas que piensan como él. Su timeline está lleno de gente diciendo cosas igual de radicales. Cuando todos a tu alrededor dicen barbaridades, decir barbaridades parece normal.
    3. Recompensa inmediata: Cada tweet radical que Manolo escribe recibe likes, retweets, respuestas de apoyo. Su cerebro libera dopamina. La radicalidad es recompensada, la moderación es ignorada.
    4. Ausencia de consecuencias: Manolo nunca ve las consecuencias reales de sus palabras. No ve a la persona migrante que lee su tweet y se siente deshumanizada. No ve cómo su retórica contribuye a un clima de odio que puede acabar en violencia real. Solo ve números subiendo: likes, seguidores, interacciones.

    El resultado es que estas personas normales, con una vida offline perfectamente funcional y civilizada, se convierten en monstruos online. No porque sean malas personas, sino porque el contexto digital ha desactivado todos los mecanismos de control social que normalmente regulan el comportamiento.

    Zimbardo (2007) actualizó su teoría de la desindividuación para la era digital, argumentando que internet crea las condiciones perfectas para el “efecto Lucifer”: personas ordinarias haciendo cosas extraordinariamente crueles cuando el contexto las libera de responsabilidad personal y consecuencias sociales.

    La escalada empieza con un comentario levemente polémico. Recibe validación. La próxima vez va un poco más lejos. Más validación. Y así sucesivamente, hasta que estás escribiendo cosas que hace dos años te hubieran horrorizado. Pero para entonces ya has normalizado cada nivel de radicalidad, así que el siguiente paso siempre parece razonable.

    El barrio: cuando “ellos” dejan de ser abstractos

    Carmen vive en un barrio que ha cambiado demográficamente en los últimos años. Ahora hay más tiendas regentadas por inmigrantes, más gente hablando en otros idiomas, más mezquitas y centros culturales de comunidades extranjeras. Mujeres con pañuelos en la cabeza.

    Carmen no tenía opiniones especialmente fuertes sobre inmigración. Pero últimamente ha empezado a decir cosas como “ya no reconozco mi barrio”, “esto ya no es España”, “me siento extranjera en mi propia ciudad”.

    ¿Qué pasó? Carmen está experimentando ansiedad identitaria. Su sentido de pertenencia a un lugar está siendo desafiado por cambios visibles en su entorno. Y cuando las personas sienten amenazada su identidad, su cerebro busca explicaciones simples y chivos expiatorios.

    El engranaje mental que lo explica es la teoría de la identidad social (Tajfel & Turner, 1979), que dice que las personas construyen parte de su autoestima a través de su pertenencia a grupos. Cuando esa pertenencia se percibe amenazada (por cambios demográficos, económicos o culturales, o porque las tiendas del barrio las regentan personas procedentes de China) las personas tienden a:

    1. Reforzar la identificación con su “endogrupo” (nosotros)
    2. Aumentar la diferenciación con el “exogrupo” (ellos)
    3. Desarrollar actitudes más negativas hacia el exogrupo
    4. Justificar la discriminación como “defensa legítima” del endogrupo

    ¿Cómo evoluciona? Carmen empieza quejándose de que “el barrio ha cambiado mucho”. Luego dice que “ya no es como antes”. Después que “estos no se integran, forman guetos”. Y finalmente que “nos están reemplazando, esto es una invasión”.

    Cada paso parece una descripción razonable de su experiencia subjetiva. Pero lo que realmente está pasando es que Carmen está construyendo una narrativa de victimización y amenaza existencial basada en cambios demográficos normales que pasan en todas las ciudades del mundo desde siempre.

    Existe un riesgo: cuando esta ansiedad identitaria se multiplica por millones de personas, y cuando algunos líderes políticos la explotan deliberadamente, tienes las condiciones perfectas para que aparezcan movimientos nacionalistas, xenófobos o directamente fascistas. Porque millones de “Cármenes” que individualmente están expresando un malestar personal (justificado o no) se convierten colectivamente en una fuerza política que puede elegir gobiernos que implementen políticas fascistas y nazis.

    La cena familiar: el teatro del silencio cómplice

    La cena de nochebuena puede convertirse en película de terror más intensa del año
    La cena de nochebuena puede convertirse en película de terror más intensa del año

    Es Navidad. Toda la familia está reunida. Y tu tío suelta la bomba: “Es que esto ya es intolerable. O echamos a todos estos moros de una puta vez o España se va a la mierda.”

    Silencio incómodo.

    Tu abuela cambia de tema: “¿alguien quiere más turrón?”

    Tu padre mira el plato intensamente, como si fuera el objeto más fascinante del universo.

    Tu madre te lanza una mirada de “por favor no digas nada”.

    Tú te callas. Comes turrón. Dejas pasar el momento.

    Enhorabuena. Acabas de ser cómplice.

    No es que seas mala persona. No es que estés de acuerdo con tu tío. Pero tu silencio, multiplicado por todos los silencios de todos los miembros de tu familia que tampoco dijeron nada, le ha transmitido a tu tío el siguiente mensaje: “Esto que dices es socialmente aceptable. Puedes decirlo en voz alta en reuniones familiares sin consecuencias. Nadie te va a cuestionar.”

    Explicación: Esto es lo que los psicólogos sociales llaman “ignorancia pluralista” o “efecto espectador en opiniones”. Cada persona piensa que el comentario del tío es inaceptable, pero como nadie dice nada, todos asumen que los demás deben estar de acuerdo. Y como nadie quiere ser el único disidente, todos se callan. El resultado es que el comentario más radical de la sala se queda sin oposición, lo que lo normaliza.

    Bibb Latané y John Darley (1970) demostraron que la probabilidad de que alguien intervenga en una situación problemática disminuye dramáticamente cuanta más gente esté presente. Porque cada persona diluye su sentido de responsabilidad personal: “Alguien más dirá algo. No tiene que ser yo.”

    La consecuencia: Tu tío sale de esa cena pensando que todos están básicamente de acuerdo con él, o al menos que nadie lo considera suficientemente problemático como para cuestionarlo. Así que la próxima cena irá un paso más allá. Y después otro. Y otro. Hasta que tu cena familiar navideña suene como un mitin de Vox.

    Y todo porque nadie quiso ser el que arruinara la cena con “política”.

    El algoritmo: tu cerebro contra una máquina diseñada para radicalizarte

    extreme close up photo of codes on screen
    Foto de ThisIsEngineering en Pexels.com

    Diego empieza viendo un vídeo de YouTube sobre “problemas de la inmigración en Europa”. Es un vídeo relativamente moderado, incluso tiene algunos puntos válidos. Diego lo ve hasta el final.

    El algoritmo toma nota.

    El siguiente vídeo recomendado es un poco más radical. Diego lo ve. Luego otro. Y otro. Cada uno ligeramente más extremo que el anterior. En tres meses, Diego está viendo contenido abiertamente fascista, teorías conspiranoicas sobre “el gran reemplazo”, y vídeos que llaman abiertamente a la violencia contra inmigrantes.

    ¿Diego buscó activamente este contenido? No. El algoritmo lo llevó de la mano, vídeo a vídeo, cada uno solo un poco más radical que el anterior, hasta un lugar donde nunca habría llegado de un solo salto.

    ¿Qué ha ocurrido? Los algoritmos de recomendación de YouTube, Facebook, Twitter y TikTok están diseñados para maximizar el “engagement” (tiempo que pasas en la plataforma). Y resulta que el contenido radical, emocional, polarizante genera mucho más engagement que el contenido moderado y equilibrado.

    Así que el algoritmo aprende rápidamente que si te muestra contenido cada vez más radical, pasarás más tiempo en la plataforma. No porque el algoritmo sea malvado o tenga una agenda política; simplemente porque está optimizado para un objetivo (engagement) que accidentalmente produce radicalización.

    Los investigadores Zeynep Tufekci (2018) y Guillaume Chaslot (ex-ingeniero de YouTube) han documentado extensamente cómo los algoritmos de recomendación crean “tuberías de radicalización” que llevan a los usuarios desde contenido mainstream hasta extremismo en cuestión de semanas o meses.

    Se crea una burbuja: Además, el algoritmo te muestra principalmente contenido que confirma tus creencias existentes (porque eso genera más engagement que contenido que te desafía). Así que no solo te radicaliza; también te aísla de cualquier perspectiva alternativa. Acabas en una burbuja perfecta donde todo lo que ves confirma tu visión del mundo, cada vez más extrema.

    Al final pasa que millones de personas empiezan a radicalizarse en sus casas, en sus móviles, sin ser conscientes de que están siendo manipuladas por un sistema algorítmico diseñado para maximizar beneficios publicitarios. Y cuando intentas hablar con ellos, te dicen que “han investigado”, que “han visto las pruebas”, que “saben la verdad”. Cuando en realidad lo único que han hecho es seguir obedientemente el camino que un algoritmo les marcó.

    Entonces, ¿qué puedes hacer?

    La respuesta fácil sería decir “nada, estamos todos jodidos, es inevitable”. Pero eso sería mentira y además una forma de evadir responsabilidad.

    Puedes hacer cosas. No son fáciles. No garantizan éxito. Pero son infinitamente mejores que no hacer nada.

    1. Rompe el silencio. La próxima vez que alguien diga algo inaceptable en tu presencia (en la cena familiar, en el trabajo, en el grupo de WhatsApp) no te calles. No hace falta que montes un drama; a veces basta con un “no estoy de acuerdo con eso” o “¿tienes alguna fuente que lo demuestre?”. Tu voz disidente rompe la ilusión de consenso y le da valor a otros que pensaban igual pero no se atrevían a hablar.

    2. Cuestiona la escalada gradual. Si alguien cercano está radicalizándose, ayúdale a ver la escalera completa. “Hace un año no decías esto. ¿Cómo hemos llegado aquí?” A veces, hacer visible el proceso de radicalización es suficiente para que la persona se dé cuenta de lo que está pasando.

    3. Humaniza al “enemigo”. Cada vez que alguien hable de “ellos” como una masa homogénea amenazante, introduce una historia individual. “Mi compañero de trabajo es inmigrante y trabaja 12 horas al día para mantener a su familia.” No siempre funciona, pero a veces recordar que estamos hablando de personas reales con vidas reales puede romper el proceso de deshumanización. Mi favorita es decir que yo mismo soy inmigrante.

    4. Verifica y comparte verificaciones. Cuando veas un bulo, no lo dejes pasar. Busca la verificación y compártela. Sí, te van a llamar pesado. Sí, algunos te van a bloquear. Pero cada bulo que corriges es uno menos circulando.

    5. Controla tu propia burbuja. Revisa qué contenido consumes, qué cuentas sigues, qué vídeos te recomienda el algoritmo. Busca activamente perspectivas diferentes a la tuya. Lee medios con los que no estás de acuerdo. No para convertirte, sino para evitar vivir en una cámara de eco.

    6. Reconoce tu propia vulnerabilidad. Tú también eres vulnerable a estos mecanismos. Tú también puedes caer en burbujas algorítmicas, conformidad grupal, y escaladas graduales. Pregúntate regularmente: ¿Mis opiniones se han radicalizado? ¿Estoy deshumanizando a algún grupo? ¿Me rodeo solo de gente que piensa como yo?

    7. Elige las batallas que merece la pena pelear. No puedes estar cuestionando todo todo el tiempo. Te quemarás y acabarás siendo el pesado de la familia que nadie invita a nada. Pero puedes identificar las líneas rojas —deshumanización, llamadas a la violencia, mentiras flagrantes— y decidir que esas sí merece la pena combatirlas, cueste lo que cueste.

    La conclusión incómoda (otra vez)

    Tu tío no se convirtió en facha porque sea tonto, malvado, o especialmente vulnerable. Se convirtió en facha porque es humano, y los humanos somos vulnerables a la conformidad social, la obediencia a la autoridad, la escalada gradual, la desindividuación, y la manipulación algorítmica.

    La diferencia entre él y tú no es necesariamente que tú seas mejor persona. Puede ser simplemente que aún no has sido expuesto a la combinación específica de factores que te radicalizaría. O que tienes herramientas cognitivas o redes de apoyo que él no tiene. O simplemente suerte. O cerebro, quién sabe.

    Lo que sí puedes hacer es entender estos mecanismos, reconocerlos cuando los ves operando (en otros y en ti mismo), y tomar decisiones conscientes para resistirlos.

    Porque si hay algo que hemos aprendido del siglo XX (y que aparentemente necesitamos reaprender constantemente) es que las sociedades no colapsan en un derrumbe fascista de golpe. Se van infectando gradualmente, paso a paso, normalización tras normalización, silencio tras silencio.

    Y cada silencio cómplice es un peldaño más en la escalera.

    Así que la próxima vez que tu tío suelte una barbaridad en la cena de Navidad y todos miren al plato en silencio, recuerda: tu silencio no es neutralidad. Es complicidad. Y todavía estás a tiempo de elegir no serlo.

    Referencias:

    Bandura, A. (1999). Moral disengagement in the perpetration of inhumanities. Personality and Social Psychology Review, 3(3), 193-209.

    Latané, B., & Darley, J. M. (1970). The unresponsive bystander: Why doesn’t he help? Appleton-Century-Crofts.

    Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. In W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The social psychology of intergroup relations (pp. 33-47). Brooks/Cole.

    Tufekci, Z. (2018). YouTube, the great radicalizer. The New York Times, March 10.

    Zimbardo, P. (2007). The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil. Random House.

  • La normalización progresiva de Bandura

    La normalización progresiva de Bandura

    La normalización progresiva, un concepto desarrollado por el psicólogo Albert Bandura, describe un proceso tan común como peligroso: cómo las personas acabamos aceptando conductas que antes considerábamos incorrectas. No porque de repente cambiemos de valores, sino porque nos vamos adaptando a pequeños deslices que vamos justificando mentalmente.

    Este fenómeno está estrechamente relacionado con lo que Bandura llamó “desconexión moral”, un conjunto de mecanismos psicológicos que nos permiten actuar contra nuestros propios principios sin sentirnos malas personas.

    Cómo funciona la normalización progresiva

    La normalización progresiva no empieza con grandes decisiones éticamente cuestionables. Empieza con algo pequeño, casi irrelevante. Una acción menor que no parece lo bastante grave como para generar culpa real. En ese punto, el cerebro entra en modo ahorro de energía moral y busca justificaciones rápidas: “solo ha sido una vez”, “no hago daño a nadie”, “todo el mundo lo hace”.

    Un ejemplo sencillo es coger un bolígrafo del trabajo. No lo ves como un robo, sino como una anécdota sin importancia. Ese primer paso es clave, porque reduce ligeramente la barrera moral que antes te impedía hacerlo.

    Para sostener esa decisión, entran en juego los mecanismos de desconexión moral descritos por Bandura. Cambiamos el lenguaje para suavizar la acción, nos contamos que existe un bien mayor que la justifica o nos comparamos con personas que hacen cosas peores. No es un proceso consciente ni especialmente sofisticado, pero funciona. La culpa se diluye y la acción queda normalizada.

    El problema es que el cerebro aprende rápido. Si una conducta ya no genera malestar, repetirla cuesta menos. Y la siguiente suele ser un poco más intensa. Lo que empezó siendo un gesto puntual se convierte en hábito, y lo que antes parecía inaceptable pasa a percibirse como normal o incluso lógico dentro de nuestra narrativa personal.

    Por qué este proceso es tan peligroso

    Si la normalización progresiva fuera torpe, no sería un problema. El problema es que es elegantemente eficaz porque no nos hace sentir como personas inmorales. Al contrario, nos permite seguir viéndonos como razonables, justos y coherentes, incluso cuando nuestras acciones ya no lo son tanto. Y eso, sinceramente, es un alivio de cojones.

    Bandura no señala a personas especialmente crueles o malintencionadas. Estaba describiendo un mecanismo psicológico humano, cotidiano y silencioso. Precisamente por eso es tan efectivo: no necesita conflictos internos intensos, solo pequeñas concesiones repetidas. No es que seas mala persona, es que necesitas justificar tus pequeños deslices, tus imperfecciones y tus cositas.

    Normalización progresiva y desconexión moral

    La normalización progresiva es el proceso por el cual una pequeña transgresión, sostenida por justificaciones mentales, abre la puerta a transgresiones cada vez mayores. Cada paso parece aceptable porque el anterior ya lo fue. La línea moral no se rompe, se desplaza un poquito. Y tú sientes alivio y te dices que no eres un ser deleznable.

    La verdadera advertencia de lo que dice Bandura no es que podamos hacer cosas malas, sino que podemos aprender a no verlas como malas. Y eso suele empezar mucho antes de que nos demos cuenta.

    Si entiendes este proceso empezarás a poder explicar comportamientos individuales, dinámicas de grupo y decisiones organizacionales que, vistas desde fuera, parecen incomprensibles. Desde dentro, casi siempre tienen sentido. Ese es el verdadero problema.

  • Por qué la gente “normal” como tú apoya barbaridades

    Por qué la gente “normal” como tú apoya barbaridades

    Si hubieras nacido en la Alemania de los años 20, hay bastantes probabilidades de que hubieras sido nazi. O al menos, de que hubieras mirado hacia otro lado mientras tus vecinos judíos desaparecían. Y no, no es porque seas mala persona. Es porque eres humano, y los humanos somos terriblemente predecibles cuando se activan ciertos mecanismos psicológicos.

    Antes de que te ofendas y cierres esta pestaña indignado, déjame explicarte algo: la historia está llena de gente “normal” (padres de familia, profesores, enfermeras, gente que quería a sus hijos y cuidaba a sus perros) que acabó participando en atrocidades. No eran monstruos desde el principio. Se convirtieron en monstruos poco a poco, a través de una serie de pequeños cambios, de aceptar cosas que, por separado, parecían razonables, hasta que un día se dieron cuenta de que estaban al otro lado de la línea sin saber muy bien cómo habían llegado ahí.

    Y si crees que eso no puede pasarte a ti, tengo malas noticias: acabas de demostrar que no has entendido nada de cómo funciona la psicología humana.

    Casos reales: cuando la gente “de bien” comete atrocidades

    Vamos a hacer un pequeño tour por la historia, pero sin romantizar nada. Solo hechos duros que demuestran que la maldad no necesita monstruos; solo necesita que algunas personas normales se encuentren en las circunstancias adecuadas.

    dachau concentration camp gate with historical inscription
    Photo by Bruna Santos on Pexels.com

    La Alemania nazi no fue construida por psicópatas sedientos de sangre. Fue sustentada por funcionarios, maestros, médicos, y ciudadanos corrientes que poco a poco fueron normalizando lo inaceptable. Primero fueron leyes “razonables” para “proteger la identidad alemana”. Luego, aceptaron las restricciones laborales para judíos (“es que hay que priorizar a los alemanes en tiempos difíciles”). Después, dejaron de levantar la ceja frente a casos de exclusión social (“mejor no relacionarse con ellos, no vaya a ser que nos miren mal”). Y al final, el exterminio industrial de millones de personas se normalizó.

    ¿Sabes cuántos nazis convencidos hacían falta para que funcionara el Holocausto? No tantos. Lo que de verdad hacía falta era una masa crítica de gente “normal” dispuesta a obedecer órdenes, a no hacer preguntas incómodas, y a convencerse de que “algo habrán hecho” o “yo solo cumplo órdenes”.

    El historiador Christopher Browning documentó esto magistralmente en su libro Aquellos hombres grises (1992), donde describe cómo un batallón de policías y soldados alemanes (hombres de mediana edad, padres de familia, sin formación especial en sadismo y algunos jóvenes) acabó ejecutando a miles de judíos en Polonia. No porque fueran nazis fanáticos, sino porque obedecer era más fácil que resistirse.

    Memorial de Nyamata, Ruanda. Según la Wikipedia, el genocidio de Ruanda fue un intento de exterminio de la población tutsi ejecutada por el gobierno y la población hutu de Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, en el que se asesinó aproximadamente al 70% de los tutsis. Se calcula que entre 500.000 y 1.000.000 de personas fueron asesinadas. La violencia sexual fue generalizada; se cree que fueron violadas entre 250 000 a 500 000 mujeres durante el genocidio.

    En solo 100 días, entre 800.000 y un millón de tutsis fueron asesinados en Ruanda. Lo verdaderamente perturbador es que muchos de los asesinos eran vecinos, compañeros de trabajo, incluso amigos de las víctimas. Gente que había estado junta la semana anterior, pasando un rato, de repente cogía machetes y se mataba.

    ¿Cómo? A través de una combinación de propaganda deshumanizadora (“las cucarachas deben ser exterminadas”), presión social (“si no matas, eres un traidor”), y mecanismos de conformidad con el grupo. Los que se negaban a participar eran amenazados o asesinados también. La mayoría eligió el camino más fácil: unirse a la masa. La psicóloga Ervin Staub (2013) ha estudiado extensamente estos procesos y ha demostrado que la violencia genocida no surge de la nada, sino que es el resultado de una escalada gradual de deshumanización y violencia normalizada.

    Exhumación de una fosa común en Potočari llevada a cabo en julio de 2007. La Wikipedia cuenta que en la masacre de Srebrenica, unas ocho mil personas de la etnia bosnia musulmana en la región de Srebrenica murieron asesinadas por serbios de Bosnia y elementos provenientes del hasta entonces Ejército Popular de Yugoslavia.  

    En los años 90, en plena Europa civilizada, muchos vecinos que habían convivido pacíficamente durante décadas terminaron matándose entre sí por divisiones étnicas que hasta ese momento apenas importaban en el día a día. Serbios, croatas y bosnios que habían ido juntos al colegio, se habían casado entre entre ellos, y habían compartido vidas, de repente se convirtieron en enemigos mortales.

    ¿La magia? No es tal. Solo una serie de líderes políticos que decidieron activar identidades grupales latentes y terminaron creando narrativas de victimización (“ellos nos quieren destruir”) y ofreciendo chivos expiatorios. Y la gente “normal” los siguió. Porque cuando todo el mundo a tu alrededor está de acuerdo en que los otros son una amenaza, cuestionarlo requiere un nivel de valentía moral que muy pocos tienen.

    Los experimentos que demuestran que tú también caerías

    Ahora que hemos visto que la historia está llena de gente normal haciendo cosas horribles, vamos a la ciencia que explica por qué pasa esto. La psicología social se ha pasado décadas intentando demostrar experimentalmente que todos, y eso nos incluye a ti y a mí, somos vulnerables a estos mecanismos.

    El experimento de Milgram: cuando obedeces aunque sepas que está mal

    El investigador (E) persuade al participante (T) para que dé lo que éste cree son descargas eléctricas dolorosas a otro sujeto (L), el cual es un actor que simula recibirlas.

    En 1961, Stanley Milgram quería entender cómo millones de alemanes habían participado en el Holocausto. Su pregunta era simple: ¿hasta dónde llegaría una persona normal obedeciendo órdenes de una autoridad, incluso si esas órdenes implicaban dañar a otro ser humano?

    El experimento era más o menos así: te dicen que estás participando en un estudio sobre aprendizaje y memoria. Tu trabajo es hacer preguntas a otra persona (que en realidad es un actor, pero tú no lo sabes) y darle descargas eléctricas cada vez que se equivoca. Las descargas van aumentando de intensidad, desde 15 voltios hasta 450 voltios (marcado como “XXX – peligro: descarga grave”).

    El “estudiante” (recuerda: es un compinche, pero tú no lo sabes) empieza a quejarse a los 75 voltios. A los 150, grita que quiere salir. A los 300, deja de responder completamente. Y tú ¿qué haces? Bueno, si eres como el 65% de los participantes del experimento, sigues obedeciendo hasta el final. Hasta los 450 voltios. Aunque el tipo al otro lado esté gritando. Aunque pida salir. Aunque haya dejado de responder y pueda estar muerto.

    ¿Por qué? Porque una figura de autoridad (el investigador con bata blanca) te dice que es necesario, que el experimento requiere que continúes, que “tú no eres responsable”. Y tu cerebro, aliviado de la carga moral, obedece.

    La lección: No necesitas ser un sádico para infligir sufrimiento. Solo necesitas una autoridad que te diga que es necesario y un sistema que diluya tu responsabilidad personal.

    El paradigma de Asch: cuando todos dicen una mentira, tú también la dices

    Solomon Asch, en 1951, demostró algo igual de perturbador: la gente es capaz de negar la evidencia de sus propios ojos si el grupo dice lo contrario.

    El experimento era muy simple. Te muestran una línea y te preguntan cuál de otras tres líneas es del mismo tamaño, como en la imagen de la derecha. La respuesta es obvia. Es la C, ¿no?. Pero antes de que tú respondas, otras siete personas (que en realidad están compinchadas con el experimentador) dan la respuesta incorrecta. Todas. Y ahora te toca a ti.

    ¿Qué haces? El 75% de los participantes se conformó al menos una vez, dando la respuesta incorrecta para no desentonar con el grupo. Incluso cuando sabían que estaba mal. Incluso cuando la evidencia estaba delante de sus narices.

    La lección: La presión del grupo es tan poderosa que puede hacerte negar la realidad observable. Si eso pasa con algo tan objetivo como la longitud de una línea, imagina lo fácil que es con opiniones políticas, morales o sociales.

    El experimento de la prisión de Stanford: el rol que te asignan te define y te fuerza a actuar

    Philip Zimbardo, en 1971, quería estudiar cómo los roles sociales influyen en el comportamiento. Reclutó a estudiantes universitarios normales, equilibrados psicológicamente, y los asignó aleatoriamente a ser “guardias” o “prisioneros” en una prisión simulada en el sótano de Stanford.

    El experimento tenía que durar dos semanas. Tuvo que cancelarse a los seis días porque la cosa se puso muy fea. Los “guardias” se volvieron sádicos, violentos y crueles. Humillaban a los prisioneros, los despertaban en mitad de la noche, los obligaban a hacer flexiones, los castigaban por infracciones inventadas. Y los “prisioneros” se volvieron pasivos, sumisos, algunos tuvieron crisis nerviosas. Todos sabían que era un experimento. Todos sabían que no era real. Pero el rol fue más fuerte que la persona y todos se convirtieron en los roles que les habían asignado.

    La lección: Dale a alguien poder, un rol que justifique ese poder, y un contexto donde no haya consecuencias, y verás lo rápido que se convierte en alguien que no reconocerías.

    La desindividuación: cuando te escondes en la masa

    La desindividuación es el proceso por el cual las personas pierden su sentido de identidad individual cuando están en un grupo, especialmente si la situación viene determinada por el anonimato. Y cuando pierdes tu identidad individual, pierdes también tu autocontrol y tu sentido de responsabilidad personal.

    Los estudios de Zimbardo (1969) sobre desindividuación mostraron que cuando las personas sienten o saben que son anónimas (ya sea por estar en una multitud, llevar uniforme, o actuar en la oscuridad) son mucho más propensas a comportarse de formas que normalmente considerarían inaceptables. Es el mismo mecanismo que explica por qué la gente se vuelve violenta en disturbios, por qué los trolls de internet son más crueles que en persona, o por qué los linchamientos ocurren en grupo.

    La lección: Cuando te sientes parte de una masa anónima, tu brújula moral se apaga. No eres “tú” tomando decisiones; eres parte de un organismo colectivo que diluye cualquier sentido de responsabilidad personal.

    Cómo estos mecanismos están operando ahora mismo en tu vida, aunque tú no lo sepas

    “Vale, muy interesante todo esto, pero yo no vivo en la Alemania nazi ni en Rwanda”, estarás pensando. Cierto. Pero los mismos mecanismos psicológicos que permitieron esas atrocidades están operando ahora mismo, en tu país, en tu ciudad, probablemente en tu familia.

    La escalada gradual: de “preocupado” a “fascista”

    Nadie se despierta un día siendo fascista. Es un proceso gradual. Primero es “estoy preocupado por la inmigración irregular”. Luego es “habría que controlar más las fronteras”. Después es “estos inmigrantes vienen a robar nuestros trabajos y nuestra identidad”. Y al final es “hay que defender nuestra civilización por cualquier medio necesario”.

    Cada paso parece razonable si no miras de dónde vienes. Es el mismo mecanismo que funcionó en la Alemania nazi: la normalización gradual de lo inaceptable. Y funciona porque tu cerebro se adapta a cada nuevo nivel de radicalidad, haciéndolo parecer normal.

    ¿Tu tío que hace cinco años era conservador moderado y ahora comparte memes de Vox? No es que se volviera loco. Simplemente dio pequeños pasos, uno tras otro, cada uno justificable por sí mismo, hasta llegar a un sitio que hace cinco años le hubiera horrorizado.

    La obediencia a la autoridad: lo dijeron en la tele

    Los mecanismos activos en el experimento de Milgram no requieren batas blancas de laboratorio. Cualquier figura de autoridad sirve: un líder político, un presentador de televisión, un influencer con millones de seguidores, o simplemente alguien que parece”que sabe de lo que habla.

    Cuando Abascal dice que los inmigrantes son “una invasión”, cuando Trump dice que los mexicanos son “violadores”, cuando cualquier líder populista señala a un chivo expiatorio, no están solo expresando una opinión. Están dando permiso moral a sus seguidores para deshumanizar a esos grupos. Y la gente obedece porque la autoridad ha dicho que está bien.

    La conformidad al grupo: tu familia, tu barrio, tu burbuja

    ¿Tienes un grupo de WhatsApp familiar donde se comparten bulos sobre inmigrantes? ¿Nadie los cuestiona? Enhorabuena, acabas de presenciar el experimento de Asch en tiempo real.

    La presión para conformarse al grupo es inmensa, especialmente cuando ese grupo está formado por personas que te importan. Cuestionar la narrativa dominante del grupo te convierte en el raro, el problemático, el que “se cree mejor que los demás”. Y tu cerebro, que evolucionó para sobrevivir en grupos, prefiere callarse y conformarse antes que arriesgarse al ostracismo social.

    Por eso es tan difícil ser la única voz disidente en una cena familiar. Por eso es tan fácil radicalizar grupos cerrados de WhatsApp o Telegram. Porque una vez que el grupo establece una narrativa, cuestionarla requiere ir contra todos los instintos de conformidad que tu cerebro tiene.

    La desindividuación digital: el monstruo detrás del teclado

    Las redes sociales son una máquina perfecta de desindividuación. Estás oculto detrás de una pantalla, a menudo con un pseudónimo, rodeado de otros que piensan como tú, sin consecuencias inmediatas para tus acciones. ¿El resultado? Gente que nunca insultaría a alguien en persona escribiendo barbaridades en Twitter. Personas “de bien” participando en campañas de acoso. Individuos razonables compartiendo discursos de odio.

    No es que sean malas personas. Es que el contexto ha activado todos los mecanismos que hacen que las personas “normales” se comporten de formas horribles: anonimato, conformidad al grupo, dilución de responsabilidad, y una figura de autoridad (el influencer, el líder de opinión) que valida y recompensa ese comportamiento.

    Los roles que te asignan: “nosotros” contra “ellos”

    Zimbardo no necesitó mucho para convertir estudiantes normales en guardias abusivos: solo necesitó un rol, un uniforme, y un contexto que validara ese rol. Ahora piensa en cómo los líderes políticos actuales construyen identidades de grupo: “nosotros los españoles de bien” contra “ellos los inmigrantes”, “nosotros los patriotas” contra “ellos los progres”, “nosotros los que defendemos la familia” contra “ellos la ideología de género”.

    Una vez que aceptas ese rol, una vez que interiorizas esa división, tu comportamiento cambia. Ya no ves a individuos con vidas complejas; ves a miembros de “ellos”, el grupo amenazante. Y todo lo que hagas para defender a “nosotros” está justificado, porque estás cumpliendo tu rol.

    Entonces, ¿estamos todos condenados?

    No. Pero solo si entiendes estos mecanismos y te mantienes activamente vigilante contra ellos.

    La diferencia entre ser la persona que resiste y la persona que participa no está en ser mejor persona. Radica en ser consciente de estos mecanismos psicológicos y desarrollar estrategias para contrarrestarlos:

    1. Cuestiona a la autoridad
    Solo porque alguien con poder, un título, o una plataforma grande diga algo no lo hace verdad. Pregúntate: ¿quién gana con que yo crea esto? ¿Qué evidencia real hay?

    2. Resiste la conformidad del grupo
    Ser la voz disidente es incómodo, pero es la única forma de romper la burbuja. Si todos en tu grupo piensan igual sobre algo, probablemente es porque nadie se atreve a cuestionar la narrativa, no porque todos tengan razón.

    3. Mantén tu identidad individual
    No dejes que tu identidad se diluya completamente en “nosotros”. Eres un individuo con responsabilidad moral personal, no solo un miembro de un grupo. Lo que haces importa, incluso si todos están haciendo lo mismo.

    4. Rechaza la deshumanización
    En el momento en que empiezas a ver a un grupo como “menos humano”, como “el problema”, como “una amenaza existencial”, ya estás en el primer peldaño de la escalera. Detente ahí. Las personas son personas, no abstracciones ni estadísticas.

    5. Reconoce la escalada gradual
    Pregúntate regularmente: ¿esto que estoy defendiendo ahora lo hubiera defendido hace cinco años? Si la respuesta es no, piensa cómo llegaste hasta aquí. Puede que hayas normalizado cosas que antes te hubieran horrorizado.

    6. Acepta tu vulnerabilidad
    Eres humano. Eres vulnerable a estos mecanismos. Todos lo somos. Pensar que eres inmune es la forma más segura de caer en ellos sin darte cuenta.

    La conclusión incómoda

    La historia nos ha demostrado una y otra vez que la gente “normal” puede hacer cosas horribles cuando se dan las circunstancias adecuadas. La psicología social ha recogido evidencias experimentales claras de los mecanismos exactos permiten que hagamos cosas espantosas. Y la actualidad nos está demostrando día a día que esos mecanismos siguen funcionando perfectamente en el siglo XXI.

    El cuñado que comparte bulos xenófobos en Facebook no es un caso perdido de maldad pura. Es una persona vulnerable a la propaganda, a la conformidad del grupo de WhatsApp de sus amigos, a la autoridad de los tertulianos de televisión, a las noticias de los diarios digitales y a la escalada gradual de discursos cada vez más radicales. Es, en otras palabras, humano.

    Y tú también lo eres.

    La diferencia entre acabar al lado correcto o incorrecto de la historia no está en ser buena persona. Está en entender estos mecanismos, reconocer tu vulnerabilidad a ellos, y desarrollar las herramientas cognitivas y morales para resistirlos activamente.

    Porque si hay algo que la historia nos enseña es esto: cuando llegue tu momento de elegir, “yo solo obedecía órdenes” o “todo el mundo lo hacía” no va a ser una excusa válida.

    Nunca lo fue.

    Referencias

    ASCH, S. E. (1951). Effects of group pressure upon the modification and distortion of judgments. In H. Guetzkow (Ed.), Groups, leadership and men (pp. 177-190). Carnegie Press.

    BLUM, B. (2018). The Lifespan of a Lie: The most famous psychology study of all time was a sham. Medium.

    BROWNING, C. R. (1992). Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland. HarperCollins.

    LE TEXIER, T. (2019). Debunking the Stanford Prison Experiment. American Psychologist, 74(7), 823-839.

    MILGRAM, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371-378.

    STAUB, E. (2013). Building a peaceful society: Origins, prevention, and reconciliation after genocide and other group violence. American Psychologist, 68(7), 576-589.

    ZIMBARDO, P. G. (1969). The human choice: Individuation, reason, and order versus deindividuation, impulse, and chaos. Nebraska Symposium on Motivation, 17, 237-307.