La Frikitiva
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  • El arte de la pausa: cómo el silencio puede salvar tus discusiones

    Tú, discutiendo con tu pareja.
    17 de septiembre de 2025

    Todos y todas hemos pasado por esa conversación que empieza con un inocente “¿has sacado la basura?” y termina como si estuvierais en un debate en el Congreso de los Diputados. De repente, las palabras te salen disparadas como si fueran las balas de Tejero, el la cosa empieza a calentarse, y cuando quieres darte cuenta ya has dicho algo que, en el mejor de los casos, acaba en disculpas incómodas y, en el peor, en dormir en el sofá o en un bloqueo en Instagram. La has cagado. Pero bien.

    Lo curioso es que no es del todo culpa tuya. Cuando discutimos, nuestro cerebro entra en modo alerta nuclear. La amígdala, esa parte primitiva que se encarga de detectar peligros, se activa y lanza el clásico “lucha o huye”. Muy útil si te persigue un oso en medio del bosque. Una mierda pinchada en un palo si lo único que tienes delante es tu pareja preguntándote, una vez más, por qué nunca bajas la tapa del váter.

    Hago un aparte para explicar qué es la amígdala. La amígdala es una pequeña estructura en forma de almendra ubicada en el cerebro, más bien hacia dentro, no en esos surcos que imaginamos cuando pensamos en cómo es un cerebro. Con lo pequeña que es la jodía y lo importante que es. Se encarga de procesar y regular emociones vitales para la supervivencia, como el miedo. No solo crea memorias emocionales: también actúa como un centro de alerta, evaluando constantemente el entorno en busca de amenazas y generando respuestas físicas y conductuales ante ellas. Vamos, como cuando lees en el móvil la última tontería que ha dicho Ayuso y de pronto te entran ganas de tirarlo contra la pared.

    Y aquí es donde entra el silencio. Porque si la amígdala pisa el acelerador y vas directo a pegarte una hostia que igual te matas, alguien tiene que tirar del freno de mano, y ese alguien es la corteza prefrontal. La corteza prefrontal es la que hace que pienses y no te estés rascando los huevos todo el día como un orangután. Pero ojo, para que a esta parte de tu cerebro le dé tiempo a reaccionar y decirte que pares el carro, necesitamos hacer una pausa. No me refiero silencio pasivo-agresivo de “no te hablo hasta que adivines qué me pasa”, que es una receta segura para aumentar el drama y un abuso como un piano de cola. Hablo del silencio consciente, de callarte la boca un segundito, para respirar y dejar que la parte de tu cerebro que piensa, organiza y toma decisiones, tenga espacio para entrar en acción. Consejos vendo que para mí no tengo, me dirían los que me conocen.

    La psicología lleva décadas estudiando este fenómeno. John Gottman, conocido, cágate, como “el hombre que predice divorcios”, descubrió que cuando en medio de una discusión tu frecuencia cardíaca supera las 100 pulsaciones por minuto, básicamente dejas de procesar lo que el otro dice. Estás tan activado fisiológicamente que ya no escuchas, solo respondes en automático. O sea, que te estás viniendo arriba y lo que está pasando en realidad es que vas cuesta abajo sin frenos, directo a llevarte la medalla de oro a la cagada más grande. La recomendación de Gottman es simple y práctica: parar, tomarte veinte minutos de descanso, y luego volver a hablar. Ese silencio estratégico puede ser la diferencia entre seguir sumando reproches o encontrar una solución real. Que ya sé que pensarás que qué gilipuertez y que para eso no te hace falta ir al psicólogo, créeme que yo también lo he pensado, pero funciona.

    Eso sí, no todos los silencios son buenos. Gottman explica que las parejas con problemas para comunicarse suelen caer en patrones destructivos. Ahí aparece el silencio negativo: no es una pausa reflexiva, sino un muro de defensa ante tus reproches, tus desprecios o, lo peor, tus insultos. Puede ser que una persona, desbordada por la discusión, simplemente desconecte porque no puede seguir discutiendo a ese ritmo. O que esté tan harta que empiece a aislarse emocionalmente de la relación y si pasa eso, date por jodido. O el silencio pasivo-agresivo al que me refería antes, que debería estar en el código penal. Estos silencios no reparan nada: al contrario, envenenan la relación.

    Hay silencios y silencios. El silencio de pausa, de respirar, de darle una vuelta a lo que vas a decir y no soltar la primera mierda que se te pasa por la cabeza, ese es el bueno. Los otros, el muro, el castigo, la desconexión, son los que te ponen la relación en la cuerda floja.

    La ciencia cognitiva también aporta lo suyo. Daniel Kahneman, el de Pensar rápido, pensar despacio, explica que tenemos dos modos de pensar. Uno rápido, emocional y lleno de sesgos; y otro más lento, analítico y, por lo general, más acertado. Cuando saltamos en caliente, estamos usando el “modo rápido”. Pero si nos damos unos segundos de silencio, facilitamos que entre en acción el “modo lento”, el que en esa situación nos va a ayudar a solucionar el problema. Y créeme: la calidad de tus discusiones mejora radicalmente cuando tu cerebro no está en piloto automático. Dale una pensadita a lo que vas a decir y la relación con tu pareja igual hasta mejora y todo.

    Además, el silencio tiene un valor cultural que me flipa y que no puedo dejar fuera. En Japón o Finlandia, por ejemplo, los silencios en una conversación no son incómodos: son un signo de respeto y reflexión. En cambio, en las culturas occidentales solemos rellenar cada hueco de la charla como si el silencio fuera un agujero negro. Quizá deberíamos aprender algo de esa perspectiva y dejar de temerle tanto a los segundos sin palabras. Y añado: no hay nada mejor que sentirse cómodo con tu pareja estando ambos en silencio, simplemente estando juntos, haciendo cada uno lo que sea

    Superconsejito del día: la próxima vez que notes que tu corazón se acelera, que tu voz sube de volumen y que en tu cabeza empieza a sonar la música de Juego de Tronos, date un puntito en la boca y respira. Eso no significa rendirse, ni ignorar, ni maltratar, ni hacer una pausa dramática. Es darle un respiro a tu cerebro, un espacio a la conversación y, sobre todo, una oportunidad a tu relación. Piensa que diez segundos de silencio incómodo son infinitamente más fáciles de manejar que diez horas de pedir perdón por lo que dijiste en caliente. Y, quién sabe, igual hasta terminas sacando la basura sin discutir.

    Consejos vendo que para mí no tengo. 🤡


  • Fracaso en matemáticas: una maniobra ideológica para culpar a pobres y maestros

    group of people taking photo
    15 de septiembre de 2025

    Leo en EL MUNDO (ese nido de franquistas nostálgicos y adoradores del libre mercado) que los colegios suspenden en Matemáticas por la pobreza infantil, los móviles y los maestros poco cualificados. Traducido: los pobres y los docentes son los culpables, nunca el capitalismo que los condena al hambre, la precariedad y la falta de recursos.

    Que los niños lleguen con hambre al cole no es casualidad, es la consecuencia de un sistema que concentra la riqueza y privatiza la educación. Que los maestros de Primaria no tengan la nota de corte de una ingeniería tampoco es accidente: la educación de calidad no interesa a quienes mandan. Mientras EL MUNDO criminaliza a los migrantes y a los pobres, ignora que la escuela reproduce jerarquías sociales y privilegia a quienes ya tienen ventajas.

    Esto no es más que una maniobra ideológica clásica que consiste en presentar la desigualdad como un problema individual o cultural y desviar la atención de la estructura de poder que genera esas diferencias. Culpar a los niños, a las familias trabajadoras o a los maestros naturaliza la pobreza y la precariedad, mientras se protege el statu quo social que beneficia a la élite.

    Las soluciones que da este panfleto (desayunos, tutorías, currículos más simples) son parches que no van a solucionar nada porque no van a la raíz del asunto. La verdadera catástrofe es un sistema económico que permite que los niños lleguen a clase con hambre.


  • Xenoglosia: el fenómeno paranormal que en realidad habla de nuestra memoria

    Fantasmas persiguiéndote para que hables idiomas raros
    14 de septiembre de 2025

    Cuando tu cerebro se pone creativo. La xenoglosia es ese fenómeno tan llamativo en el que alguien, de repente, empieza a hablar en un idioma que nunca ha aprendido. Ya hablé de esto aquí, sorry, pero es que me flipa. La imagen es de película: una persona entra en trance. Los ojos se ponen en blanco y, de pronto, recita en sánscrito, griego clásico o japonés como si hubiera estado toda la vida viviendo allí. Suena a magia, a posesiones y a vidas pasadas. Pero quizá lo único que nos está mostrando es lo raro y caprichoso que puede llegar a ser nuestro cerebro.

    De los exorcismos al archivo mental. Históricamente, la xenoglosia se ha interpretado como señal de posesión demoníaca, comunicación con espíritus o prueba de reencarnación. Vamos, si te pones a hablar islandés sin haber pisado Reikiavik, a más de uno le daría por llamar a un cura, a Fríker Jiménez o a ambos. Lo cierto es que el fenómeno encaja mucho mejor con la idea de memoria involuntaria: esas carpetas ocultas que tenemos guardadas en el archivo mental y que se abren cuando menos lo esperamos.

    ¿Nunca te ha pasado que, después de años sin practicar, sueltas una frase en francés con la entonación perfecta? ¿O que de pronto sabes algo que te flipa y que no sabes de dónde lo has sacado? Pues imagina eso multiplicado por mil y con mucho dramatismo alrededor.

    Y aquí viene el giro inesperado: la xenoglosia no deja de parecerse a la experiencia de descubrir un deseo, una identidad o una atracción que siempre estuvo ahí, aunque no fueras consciente. Como quien dice: “no sabía que era bisexual hasta que un día me enamoré de mi compañero de clase”. El archivo ya estaba, solo faltaba abrirlo. Igual que con esa frase en latín que escupes de golpe, aunque juraras no recordar nada del instituto.

    Y ojo, detalle importante: los supuestos idiomas del más allá casi nunca son wolof, aimara o guaraní. Siempre aparecen lenguas con prestigio cultural, coloniales o exóticas en clave guay. Porque parece que hasta los fantasmas son eurocéntricos. La explicación es mucho más sencilla, no es más que acordarte de algo que no recordabas que recordabas. Porque una rosa es una rosa es.

    La xenoglosia, más que un milagro sobrenatural, es el resultado de lo increíblemente creativo que puede ser nuestro cerebro. No es tanto un fenómeno paranormal como una prueba de cómo la memoria se esconde, se transforma y nos sorprende. Porque lo mismo un día sueltas una frase en griego clásico que creías olvidada, y al siguiente te descubres deseando algo que nunca habías imaginado. En ambos casos, no es magia: es tu archivo mental abriéndose a destiempo.


  • Psicología neoliberal y psicología crítica: ¿tirita o transformación?

    three women s doing exercises
    13 de septiembre de 2025

    La psicología no es neutra: está cargada de ideología. Se nos suele olvidar porque nos la venden como una ciencia objetiva, con sus test, sus gráficas y sus manuales gordísimos. Pero la psicología, como cualquier disciplina que toca la vida de la gente, está atravesada por valores, por ideología y, atención, que esto igual no lo veías venir, por la economía.

    La psicología neoliberal se disfraza de modernidad y bienestar, pero huele a lo de siempre: coaching, mindfulness, inteligencia emocional, resiliencia… La lógica es simple hasta el insulto: si no te adaptas, el problema eres tú. Trabaja tu actitud, tu productividad y tu capacidad de concentración. Cambia tú, no el sistema. Esta receta neoliberal es como poner una tirita en una pierna rota: no arregla nada, pero queda la sensación de que has hecho algo y, de paso, te empuja a seguir funcionando.

    La psicología neoliberal: bienestar al servicio del mercado

    La psicología neoliberal se vende como si fuese la nueva frontera del bienestar, pero en realidad encaja de lujo en un mundo donde lo importante es producir, consumir y rendir. O sea: engordar la cuenta bancaria de otro. No importa si tu curro es una basura o si la presión social te ahoga: la solución siempre se formula en términos individuales.

    ProblemaSoluciónMensaje
    No duermes bien porque estás preocupada por tu futuro laboralHaz yoga a las 6 de la mañana y verás qué bien funcionas el resto del día. No sé de qué te quejas, por lo menos tienes trabajo. 
    No puedes con la carga mental de cuidar de tus hijos, de tu casa y, además, rendir en el curro. Sé más eficaz a la hora de gestionar tu tiempo. No te aclaras, encima de que eres una mujer emanciapada y tienes trabajo, eres tonta. 
    Te explotan en un call centre y no llegas a fin de mes.Cultiva tu resiliencia. Disfruta el momento porque la situación puede empeorar: te podrían tirar del trabajo. 

    El mensaje de fondo es brutal: si no logras estar bien en medio de todo esto, la culpa es tuya. No sabes cuidarte, no sabes organizarte, no sabes relajarte. Encima te quejas por nada, con la cantidad de gente que lo está pasando peor. Necesitas unas vacaciones, un coach, una app de meditación. Y, por supuesto, todo se compra.

    La psicología neoliberal funciona como lubricante del sistema: te ayuda a aguantar, a no cuestionar, a adaptarte a la mierda de vida que tienes. Y no, no es que esté mal meditar, hacer yoga o trabajar la inteligencia emocional. El problema es cuando esas herramientas se convierten en excusa para no hablar de lo que genera el malestar: condiciones de vida precarias, jornadas imposibles y las desigualdades de siempre.

    Muchos psicoterapeutas te dirán que la idea es que las vicisitudes de la vida cotidiana no te afecten. Vale, perfecto. Pero que te exploten no es una vicisitud de la vida cotidiana. Es un problema estructural, como la violencia machista, la pobreza, la corrupción o el laísmo. Y no, no es un berrinche generacional de la juventud que solo sabe quejarse. Es el mismo problema de siempre: la explotación de los de abajo.

    La psicología crítica: mirar al malestar de frente

    La psicología crítica no intenta encajarte a martillazos en un sistema roto, sino preguntarse por qué coño te sientes como te sientes. Aquí el malestar no se entiende únicamente como un fallo individual, sino como un síntoma de que algo no funciona en lo colectivo.

    Si estás ansiosa porque tu trabajo es inestable y mal pagado, la psicología crítica no te suelta un “respira hondo y sonríe más”. Te dice que claro que tienes ansiedad, porque vives en un contexto precario que te exige lo imposible y probablemente tú te estés exigiendo demasiado. Vamos a ver cómo puedes sobrevivir a estas condiciones sin hundirte, vamos a ver cómo puedes ser realista contigo misma, y de paso pensar qué podemos hacer individual y colectivamente para cambiar algo de tu entorno, si es que se puede. Que a lo mejor no, pero igual sí, oye. Dale una vueltecita a si te has creído la mierda que te han contado sobre producir y tal.

    Si te deprimes porque tu vida es una sucesión de facturas, horarios absurdos y la constatación diaria de que no tienes una vida de Instagram llena de viajes y sonrisas con dientes perfectos, la psicología de debería quedarse en recomendarte un diario de gratitud. Se debe preguntar: ¿qué pasa con los vínculos? ¿Dónde están las redes de apoyo? ¿Cómo organizamos la vida en común? Y sobre todo: ¿cómo puedes hacer para que la ansiedad no te devore, para que no compres como tuyos los mensajes de mierda que aprendiste de pequeña, y para que nades en un mar de discursos tóxicos sin ahogarte?

    La psicología crítica parte de una idea potente que no tiene nada de nueva: lo personal es político. Fíjate tú. Que hace veinte o treinta años decir esto era revolucionario, pero ya no. Tu tristeza no es un error de fábrica, es consecuencia de cómo está organizado el mundo. Y si el mundo puede organizarse de otra forma, también se puede transformar ese malestar.

    Claro que es difícil. Y encima te sueltan el discurso del si quieres, puedes: que si estás mal es porque eres débil y, además, si quieres que cambie el sistema tienes que empezar cambiando tú. Total, que siempre pierdes: no solo te joden, sino que encima la culpa es tuya por no mover el culo. Y no sólo es difícil, es que para esto estoy yo, pensarás, encima de la ansiedad que llevo y de las ganas de llorar e incluso de morirme, lo que mejor me viene es que me vengas con mierdas políticas de revoluciones. Pues igual sí estoy diciendo eso, que igual todo desde fuera se ve más fácil. O igual es que ya he perdido yo mismo el norte. Yo qué sé.

    El truco de la responsabilidad individual

    El neoliberalismo ha convertido la responsabilidad individual en dogma. Si engordas, es porque no te cuidas. Si te pones enferma y te han puesto una foto tuya en la Wikipedia cuando buscas la palabra ansiedad, es porque no sabes gestionar el estrés, con lo fácil qeu es salir a pasear, a que te dé el aire. ¿Has probado a hacer ejercicio? Y si tu trabajo te machaca y no puedes más es porque no eres lo suficientemente resiliente. Si el sistema no cambia es porque no haces nada, tanto que te quejas, que a ver si mueves el culo, que quieres que te lo den todo hecho. Seguro que eres hijo único, que estás enfadado con el mundo.

    Esta narrativa es peligrosa porque tapa las causas estructurales: la precariedad laboral, la desigualdad de género, el racismo, la falta de servicios públicos, la violencia contra el pobre, contra la mujer, contra quien no encaja o no quiere consumir lo que le dicen que consuma. Y, además, te aísla. Como todo recae en ti, no se te ocurre decir ni mu ni mucho menos juntarte con otras personas para exigir cambios. Mejor quietecita, gasta y paga apps de meditación. La psicología y la psicoterapia deberían poner el foco en lo colectivo además de lo individual. No deberían dejarte sola frente al monstruo. No se trata de arreglarte para que encajes, sino de pensar juntas qué hay que cambiar para que la vida sea vivible.

    ¿Tirita o transformación?

    La psicología no niega el valor de las herramientas individuales. Claro que sirve meditar, escribir un diario o hacer terapia. Pero la diferencia está en el marco. No se trata de usarlas para seguir rindiendo, sino de cuidarnos mientras cuestionamos el sistema que nos pone enfermos. Sí, hay que sobrevivir al día a día, pero a largo plazo necesitamos cambiar las condiciones de fondo, porque si no, esto seguirá igual.

    Lo importante es entender nuestro malestar en contexto. Poder decir que no solo eres tú, que es la forma en que está organizada esta sociedad. Y a partir de ahí, generar apoyo mutuo, resistencia, cuidado colectivo. Imagina si en vez de obsesionarnos con ser más productivos nos enseñaran a organizarnos, a identificar dinámicas de poder, a exigir condiciones más justas. Esa psicología no da tanto dinero como un curso de coaching a 200 euros, pero creo que a la larga es infinitamente más liberadora.

    La psicología neoliberal te adapta al sistema, te entrena para que aguantes más, sonrías más y sigas corriendo en la rueda.
    La psicología crítica, en cambio, te pregunta qué clase de rueda es esa y por qué demonios tenemos que correr en ella. La próxima vez que alguien te diga que necesitas ser más resiliente, más positiva o más productiva, quizá la respuesta sea otra: no necesitamos adaptarnos más; necesitamos cambiar las condiciones que nos enferman.

    Y con esto creo que voy a parar, porque me he dado cuenta de que no hago más que escribir sobre lo mismo. A ver si me invento algo nuevo para escribir aquí.


  • Cuando la memoria mete a inocentes en la cárcel

    2 de septiembre de 2025

    Pocas cosas me parecen más escandalosas que ver a alguien pudriéndose en prisión por un delito que no cometió. Y no es una rareza de documental de madrugada: hasta la llegada de las pruebas de ADN era algo habitual. ¿El arma del crimen? La “memoria de los testigos”, esa institución a la que los jueces se aferran como si fuera palabra de dios. Te adelanto: es más frágil que una promesa electoral.

    Las ruedas de reconocimiento son el ejemplo perfecto. En teoría, una herramienta de justicia; en la práctica, un mecanismo para reforzar el guion que ya trae escrito la policía. Si pones a un testigo delante de seis tipos y le dejas caer que “el culpable está ahí”, lo normal es que elija a alguien, aunque sea al que más se parezca al recuerdo difuso que tiene. Porque el ser humano, cuando duda, inventa. Y lo hace con una seguridad aplastante y casi siempre sin querer.

    Y aquí está el detalle político del asunto: lo que llamamos justicia no es un sistema neutral que busca la verdad, sino un engranaje que protege al Estado y reproduce relaciones de poder. La memoria del testigo se convierte en un dispositivo ideológico: legitima condenas que refuerzan la idea de que el sistema funciona, aunque en realidad esté triturando vidas inocentes. Y si no, no habría una correspondencia entre el fenotipo y la población carcelaria: sí, en Occidente hay más personas no caucásicas entre rejas. Si eres pobre, date por jodido.

    Elizabeth Loftus y el negocio de la memoria

    Entra Elizabeth Loftus en los setenta y se carga la fantasía liberal de que la memoria es una grabadora interna. Su famoso experimento con Palmer (1974) es un clásico: mostraron a varias personas un accidente de tráfico en vídeo y luego les preguntaron a qué velocidad iban los coches. La trampa estaba en el verbo usado en la pregunta. Si se hablaba de “chocar”, los testigos daban estimaciones más bajas; si se decía “estrellar”, las cifras subían y muchos incluso aseguraban haber visto cristales rotos que nunca aparecieron en la filmación. Resumen: un simple cambio de palabra altera no solo la interpretación, sino el propio recuerdo del hecho.

    Y no quedó ahí. En los noventa, Loftus diseñó el estudio conocido como Lost in the Mall, donde convencieron a varios participantes de que, de niños, se habían perdido en un centro comercial. Tras un par de entrevistas y la complicidad de familiares, muchos terminaron recordando vívidamente un episodio que jamás sucedió. Loftus demostró que los recuerdos no solo pueden distorsionarse, sino directamente fabricarse.

    Lo más fascinante y aterrador es que no solo nos manipulan los discursos mediáticos o políticos, sino que el truco ocurre dentro de nuestra propia cabeza. Somos productores involuntarios de fake news autobiográficas. Y claro, si a nivel individual nuestra memoria ya es maleable, imagina lo que pasa cuando la memoria colectiva (esa que se escribe en los juicios, en los periódicos, en los informes policiales) está atravesada por sesgos institucionales. Ahí ya no hablamos de error humano, sino de un mecanismo de control social.

    Gary Wells y la fe en el ojo humano

    Gary Wells lleva décadas desmontando la religión del “yo lo vi con mis propios ojos”. Pues muy bien, pero resulta que tus ojos no son cámaras y tu cerebro no es un disco duro, sino un Photoshop cutre que se ejecuta en bucle. El estrés, la oscuridad y las prisas deforman la memoria. Y encima, si las preguntas que te hacen están diseñadas para guiarte hacia un sospechoso, tu recuerdo se convierte en una prueba falsa con apariencia de verdad.

    Uno de sus estudios más demoledores consistió en mostrar a participantes un delito grabado en vídeo para luego ponerlos frente a una rueda de reconocimiento. La trampa: el verdadero culpable no estaba en la alineación. El resultado: la mayoría señaló a alguien igualmente, convencidísimos de que habían elegido bien. Este experimento dejó claro que el problema no es solo “recordar mal”, sino que el procedimiento en sí empuja a la gente a fabricar culpables aunque no existan. Resumen: cuando se presupone que el culpable está en la sala, la gente no se plantea que la rueda pueda estar amañada, simplemente elige. Y ahí es donde la justicia fabrica inocentes culpables.

    Wells lo tiene claro: o reformamos los procedimientos o seguiremos acumulando errores judiciales como si fueran chatarra. Habla de grabar todo el proceso, de enseñar a la policía a no contaminar entrevistas, de usar identificaciones secuenciales en lugar de poner a cinco personas en fila como si fuese un casting barato. Pero claro, estas reformas chocan con la lógica de un sistema que prefiere rapidez y eficacia aparente a verdad y justicia real.

    La gran lección

    La memoria es un desastre. No es la verdad, nunca lo ha sido, y sin embargo seguimos dándole un estatus sagrado en los juicios, como si un testigo fuese más fiable que una cámara de seguridad. Lo irónico —y lo cabreante— es que confiamos en algo tan falible para legitimar condenas que destrozan vidas, mientras el sistema judicial se lava las manos diciendo que “la justicia ha hablado”.

    Loftus y Wells nos enseñan algo que a Marx le habría hecho sonreír: la memoria es un campo de batalla ideológico. No solo nos equivocamos, sino que el sistema se aprovecha de esos errores para perpetuarse. Al final, no se trata de que la memoria sea débil; se trata de que es útil para mantener un orden en el que siempre paga el más vulnerable.

    REFERENCIAS
    
    LOFTUS, E. F., y PALMER, J. C. (1974). Reconstruction of automobile destruction: An example of the interaction between language and memory. Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior, 13(5), 585–589. https://doi.org/10.1016/S0022-5371(74)80011-3
    
    LOFTUS, E. F. (2005). Planting misinformation in the human mind: A 30-year investigation of the malleability of memory. Learning & Memory, 12(4), 361–366. https://doi.org/10.1101/lm.94705
    
    WELLS, G. L. (1978). Applied eyewitness-testimony research: System variables and estimator variables. Journal of Personality and Social Psychology, 36(12), 1546–1557. https://doi.org/10.1037/0022-3514.36.12.1546
    
    WELLS, G. L., MEMON, A., y PENROD, S. D. (2006). Eyewitness evidence: Improving its probative value. Psychological Science in the Public Interest, 7(2), 45–75. https://doi.org/10.1111/j.1529-1006.2006.00027.x

  • No, no tienes “TOC con las comas”: por qué deberíamos hablar mejor de salud mental

    Scenes Manchester Cafe
    31 de agosto de 2025

    Yo también lo he dicho. Que si tengo TOC con las comas, que si ayer me dio la depresión porque vi una peli chunga. Lo he dicho, sí. Pero con el tiempo he entendido por qué esas expresiones son un error. Y no porque haya que andar con miedo a ofender, que para eso ya está la Policía del Buen Rollo, sino porque las palabras hacen cosas. Construyen mundos.

    La salud mental es salud. Punto.

    Igual que no harías bromas sobre un infarto diciendo “estás muy cardíaco hoy”, tampoco deberíamos decir tan alegremente que nos pusimos esquizofrénicos con un proyecto o que tuvimos un ataque de ansiedad porque no había croissants en la panadería. Eso no fue ansiedad, fue hambre. Y el hambre se cura comiendo otra cosa, no con frases que convierten enfermedades serias en un chiste pasajero.

    El problema no es hablar en coloquial ni usar el humor en lo cotidiano. El problema es cuando, sin darnos cuenta, banalizamos el sufrimiento real de millones de personas. Hay quienes no pueden levantarse de la cama, quienes sienten que algo en su interior está roto, quienes viven con voces que no eligieron o quienes no logran dejar de llorar en medio de una multitud. Eso no se arregla con yoga, ni con afirmaciones positivas, ni con un domingo de autocuidados con mascarilla de aguacate.

    ¿Por qué importa el lenguaje?

    Porque cuando frivolizamos con la salud mental, reforzamos un estigma que sigue muy vivo. Ese que susurra que pedir ayuda es de débiles, que ir al psicólogo es de locos, que lo que te falta es echarle ganas, como si todo se resolviera a golpe de voluntad y no hubiera detrás neuroquímica, historia de vida, precariedad emocional o contexto social.

    Ese estigma no aparece de la nada: se alimenta de titulares sensacionalistas, de chistes fáciles en la tele, de expresiones que repetimos sin pensar y de la idea cultural de que las emociones son una especie de debilidad incómoda que hay que esconder. Crecemos escuchando que hay que ser fuertes, que llorar es de blandos, que los problemas se solucionan con disciplina o con actitud positiva. Y lo peor es que ese discurso cala tan hondo que incluso quienes sufren terminan creyendo que lo suyo no es para tanto, que están exagerando, que mejor aguantarse. Así funciona el estigma: convierte el dolor en silencio y el silencio en más dolor.

    Los problemas no se solucionan ni con disciplina, ni con una actitud positiva.

    La cosa se vuelve todavía más oscura cuando entramos en cualquier red social. Ahí ves a adolescentes de trece años autodiagnosticándose con tres trastornos distintos en vídeos de quince segundos, mientras los influencers que ayer promocionaban batidos detox hoy te explican qué hacer si tienes ansiedad. Y no han abierto un manual de psicología en su vida. Hablar de salud mental en redes es necesario, pero hacerlo sin formación ni contexto puede ser peligroso. Un vídeo con “cinco señales de que tienes un trastorno de apego” no sustituye la evaluación de un profesional, del mismo modo que ver “El nombre de la rosa” no te convierte en medievalista, aunque te entren ganas de comprarte una espada y prenderle fuego a todo.

    No es lo mismo alguien que habla desde su experiencia que alguien que pretende dar consejos clínicos sin formación. Tampoco es lo mismo abrir un espacio de cuidado que venderte un curso de “sanación emocional en siete pasos por 59,99 euros”. No todo lo que suena empático es terapia, ni todo lo que llega envuelto en un filtro sepia está bien.

    Lo que es realmente de locos

    Si de verdad queremos usar esa expresión, decir que algo es de locos, apliquémosla a las listas de espera de entre seis meses y dos años para una consulta en la sanidad pública. O al hecho de que mucha gente se medique sola porque no puede pagar un psiquiatra privado. O a que todavía pensemos en la salud mental como un lujo de clase media, mientras un chaval queer en tu instituto pasa por un infierno porque no encuentra un lugar seguro ni en su casa ni en el cole. Y claro, que no se note, que no moleste, que eso es privado.

    Y lo más desesperante es que mientras tanto seguimos recibiendo discursos de autoayuda en versión “hazlo tú mismo” como si todo fuera cuestión de voluntad. Se nos pide resiliencia sin parar, pero pocas veces se habla de recursos reales, de inversión en profesionales, de políticas que permitan a la gente vivir con menos angustia. Parece más fácil decirte que respires hondo y que pienses en positivo que asumir que quizá lo que enferma no está dentro de ti, sino alrededor.

    Humor sí, pero con cuidado

    No estoy diciendo que el humor esté prohibido. El humor también cura, también nombra, también desarma. Pero hay una diferencia entre reírse desde la herida y usar el dolor ajeno como disfraz de Carnaval. Y no todos los disfraces se quitan al final del día.

    Así que la próxima vez que digas que estás “súper ansioso porque tu ex te dejó en visto”, piensa en alguien que vive de verdad con esa montaña rusa emocional que no pidió y al que le come el coño que digas eso. Y cámbialo por otra cosa. Quizá hasta aprendamos a nombrar con más cuidado. Y con eso, quién sabe, igual también a cuidarnos mejor.


  • Alienación y salud mental: por qué tu malestar no es culpa tuya

    bronze statue of a bearded man and green tree in background
    30 de agosto de 2025

    ¿De verdad la ansiedad es un problema tuyo? ¿O será que vivimos en un sistema diseñado para generarla? La narrativa dominante insiste en que la salud mental depende únicamente de la fuerza de voluntad, de la resiliencia individual y de aprender a gestionar mejor el estrés. Un horror. Sin embargo, gran parte de nuestro malestar diario tiene raíces sociales y económicas. El concepto de «alienación» nos ayuda a entender por qué nos sentimos cada vez más desconectados de nuestro trabajo, de la comunidad y hasta de nosotras mismas.

    Alienación: cuando la vida deja de pertenecernos

    Marx utilizó el término «alienación» para describir cómo las personas pierden el control sobre lo que hacen y sobre lo que son. En el siglo XIX se refería a la fábrica, pero hoy se cuela en la oficina con sus reuniones interminables, en los algoritmos que nos dictan el ocio y hasta en las relaciones sociales que giran más en torno al consumo que al cuidado y a disfrutar de pasar un buen rato con alguien que nos hace sentir bien.

    La alienación, según Marx, es el proceso por el cual el trabajador se ve separado de su propia esencia humana a causa del sistema capitalista. En lugar de reconocerse en lo que produce, el trabajador queda subordinado al producto, que ya no le pertenece y se convierte en algo ajeno y hostil. Así, el trabajo (que debería ser una actividad creativa y autorrealizadora) se transforma en una fuerza externa que domina al individuo. Esta alienación no solo afecta la relación con el trabajo y el producto, sino también con los demás seres humanos y con uno mismo, convirtiendo al trabajador en un medio para la ganancia ajena y despojándolo de su humanidad.

    Sentimos alienación cuando el trabajo nos vacía en lugar de llenarnos, cuando la identidad queda reducida a lo que producimos y a producir sin descanso, cuando mirar el reloj en mitad de la jornada laboral, si es que tienes trabajo, se convierte en el momento más esperado del día. Es esa sensación de estar presentes pero desconectados, como si fuéramos robots con emociones en piloto automático que intenta siempre que tengamos una vida para compartir en las redes sociales. Si en vez de «producir» dices «generarnos felicidad», lo verás clarísimo. No podemos dejar de «producir» ni de «ser felices», porque es que ya no sabemos ni aburrirnos, joder.

    La ansiedad no es un fallo personal

    En la vida diaria se nos repite que si no somos felices es porque no sabemos disfrutar lo que tenemos, porque no practicamos suficiente mindfulness o porque no tenemos la actitud adecuada. «Hay que disfrutar de las pequeñas cosas», «aprovecha lo que tienes», «eres un privilegiado», «lo tuyo son problemas de primer mundo». Mucha gente cree que la psicología dominante nos vende la idea de que con un poco de yoga y voluntad, un par de frases motivacionales y un planificador de productividad basta para calmar el malestar y para ser felices. Si no lo eres, es culpa tuya. Eres débil. La psicología no hace eso, la psicología nos ayuda a despojarnos de toda esta mierda y a reprogramarnos para que los malestares de la vida cotidiana no nos paralicen. Otra cuestión muy diferente es que la ansiedad sea siempre una consecuencia directa de estos inconvenientes cotidianos: en muchas ocasiones está vinculada a nuestro entorno y a las expectativas capitalistas de que hay que producir, hay que ser felices, y hay que hacerlo a todas horas.

    Sin embargo, lo que sentimos no surge del vacío. La ansiedad que se ha vuelto tan común no es solo una cuestión de química cerebral que se solucione con una combinación de psicofármacos y terapia: es la consecuencia de la precariedad, de la incertidumbre y de un sistema que nos exige estar siempre disponibles, siempre perfectos, siempre a la altura de unas expectativas imposibles.

    Salud mental y condiciones materiales

    La salud mental no puede separarse de las condiciones materiales. No estamos quemadas porque seamos débiles, sino porque vivimos en un sistema que nos exprime hasta el último segundo para que otros se enriquezcan. Y nos han convencido de que esa es la meta de la vida: ser felices teniendo mucho y experimentando mucho a cada segundo, sin parar. No nos sentimos vacíos porque seamos ingratos, sino porque las dinámicas sociales nos alejan del sentido de vivir, que no es más que sobrevivir, y de la comunidad. El malestar, en muchos casos, es una respuesta bastante lógica a un entorno hostil que nos han creado y nos hemos creído.

    Lo que describía Betty Friedan en «La mística de la feminidad» va muy en la misma línea. Aquellas amas de casa de los años cincuenta que sentían un vacío sin nombre no estaban deprimidas por ser unas ingratas o por no poder disfrutar de las pequeñas cosas, sino porque vivían atrapadas en un modelo social que las alienaba de sí mismas. Su malestar no era individual, sino estructural. Lo mismo ocurre hoy con la ansiedad de la que hablo: no es que fallemos como personas, es que el sistema en el que vivimos nos empuja a sentirnos incompletos y a buscar soluciones individuales a problemas colectivos.

    Quizá lo que necesitamos no sea aprender a resistir de manera individual, sino empezar a imaginar cómo cambiar colectivamente lo que nos enferma. En otras palabras: no es resiliencia lo que falta. Lo que falta es revolución.

    Cuando hablamos de alienación no nos referimos a una idea filosófica perdida en los libros de Marx, sino a esa sensación de llegar a casa después de un día interminable y no reconocer nada de lo que has hecho como «tuyo». La alienación es real. Es el vacío que sientes cuando tu trabajo solo sirve para pagar facturas, cuando descansas con el único objetivo de volver a rendir mañana y vivir la vida a tope, cuando hasta el ocio parece estar diseñado para que sigas consumiendo sin parar. Porque ser feliz cuesta dinero y no debería.

    Reconocer que este malestar tiene raíces estructurales no significa negar la importancia de la terapia, la medicación o los cuidados personales, sino situarlos en un marco más amplio. La ansiedad, el burnout y la tristeza no son únicamente «problemas individuales»: son síntomas de un modo de vida que nos desconecta de lo que somos y de lo que necesitamos. Y ahí está la clave: no basta con arreglarnos por dentro si por fuera todo sigue roto.


  • Generación ansiosa: wifi rápido pero corazón lento

    woman holding iPhone during daytime
    23 de agosto de 2025

    Nos prometieron que internet y el iphone nos harían libres. Que tendríamos todo el conocimiento del mundo en el bolsillo, que podríamos hablar con cualquier persona en cualquier rincón del planeta, saberlo todo al instante, que nunca más estaríamos solos. Y sí, técnicamente es verdad: ahora lo tenemos todo. Podemos ver memes de gatos, seguir en directo un exterminio a miles de kilómetros y aprender a hacer pan de masa madre en tres minutos.

    El problema es que la promesa de libertad venía con letra pequeña: insomnio, ansiedad y la extraña sensación de que, si no contestas un mensaje en los próximos 37 segundos, a alguien en tu vida le va a dar un ictus. Al final, lo que iba a ser conexión se ha convertido en una jaula invisible, en la que estamos siempre disponibles, siempre atentos y siempre un poco al borde del colapso, con el dedo en modo automático haciendo scroll aunque no sepamos muy bien qué estamos buscando.

    El parque vacío y el móvil lleno

    Vamos a romantizar un poco. Antes, la infancia era sinónimo de bicis, barro y rodillas hechas polvo. La prueba de amor más grande podía ser dejarle tu chicle a alguien o compartir un cubalitro. Hoy, la infancia y la juventud están en la pantalla: likes que no llegan, vídeos que caducan en horas, grupos de WhatsApp donde la exclusión duele tanto como cuando no te elegían para jugar en el patio.

    La calle se ha vaciado y, en su lugar, tenemos notificaciones a todas horas. Y sí, está genial que los niños sepan inglés a los ocho años porque ven YouTube, pero también estaría bien que supieran trepar a un árbol sin sentir que el mundo se acaba si no tienen cobertura.

    Todo lo anterior es un poco como ese meme que circula por internet con una pintura medieval llena de violencia y fuego de fondo, que dice algo así como «ni un solo teléfono en toda la imagen. Solo gente viviendo el momento”. Y claro, es que a veces caemos en lo mismo: romantizamos la infancia sin móviles como si hubiera sido una Arcadia feliz, cuando en realidad, para quienes nacimos en 1975 (y éramos más bien tirando a pobres), aquello también tenía bastante de mierda pinchada en un palo. Que sí, jugábamos en la calle y todo eso, pero tampoco era precisamente un paraíso: más aburrimiento, menos oportunidades y, muchas veces, precariedad disfrazada de “tiempos sencillos”.

    Y sí, yo he sido de los que jugaba a ver si descarrilaba el trenet de Valencia.

    El «trenet» de Valencia: ni un móvil a la vista. Solo gente disfrutando de la vida.

    Ansiedad con wifi ilimitado

    El “doomscrolling” ya es casi un deporte olímpico: empezar viendo un vídeo tonto y terminar, tres horas después, convencido de que el mundo se va a acabar mañana. Sabemos que es una pérdida de tiempo y que igual nos viene regular para la cabeza. Y aun así, seguimos haciéndolo.

    Porque el capitalismo digital ha descubierto la fórmula mágica: cuanto más nerviosos estamos, más tiempo pasamos conectados, y eso significa que pueden vender más mercancía: nuestra atención. Cada notificación, cada vibración fantasma en el bolsillo, cada “solo un capítulo más” en Netflix está diseñado para tenerte enganchado. Y claro, nuestra ansiedad es un negocio redondo para otros. Bienvenidos al capitalismo digital.

    Adultos (como yo), tampoco os libráis

    Es fácil mirar a los adolescentes y pensar: “qué exagerados, todo el día pegados a la pantalla”. Pero seamos sinceros: ¿quién responde correos del trabajo a medianoche? ¿Quién se dice “entro un momento a Instagram” y sale dos horas después con la autoestima en números rojos y un carrito de la compra lleno de cosas inútiles? Sí soy.

    Los adultos no somos inmunes. Solo que en vez de TikTok usamos LinkedIn, lo cual es aún más deprimente… y quizá más aterrador. Porque mientras en TikTok al menos se baila, se canta y se hace el ridículo, en LinkedIn lo que hacemos es exhibirnos como mercancía. Ahí no buscas amigos ni risas, sino “oportunidades”, contactos que en realidad son futuros empleadores, clientes o socios. Es la red social más honesta en su crueldad: ya no somos personas, somos currículums con patas. Y si en Marx la alienación se daba en la fábrica, ahora también se da en el timeline, donde cada cual mide su propio valor en “endorsements” y “networking”, convencidas de que cada like puede convertirse en una línea más en el contrato.

    No consiste en ser un eremita digital

    No hay solución mágica. No hace falta irse a vivir a una cabaña en el bosque ni convertirse en monje digital. Pero sí podemos rebelarnos con pequeños gestos:

    • Recuperar lo analógico en dosis pequeñas. Un café real con alguien para poner a caldo a los de siempre supera a cincuenta stickers en un chat.
    • Poner límites al scroll. Un temporizador cutre funciona mejor que la “fuerza de voluntad” (que, spoiler, nunca aparece).
    • Recordar que lo online no siempre es real. Lo urgente casi nunca lo es, y la mayoría de cosas sobreviven a que contestes mañana.

    Quizá la verdadera rebeldía de nuestra generación no sea el veganismo, el poliamor o el yoga aéreo. Tal vez la revolución sea más simple y más difícil: apagar el móvil un rato, salir a la calle y escuchar cómo suenan los pájaros. O salir a bailar y emborracharte con el móvil en modo avión. Todo eso sin grabarlo para Instagram.


  • Los testículos de Europa

    concrete structure
    30 de julio de 2025

    Khrushev is supposed to have called Berlin ‘the testicles of the West: every time I want to make the West scream, I squeeze on Berlin’.

    Katja Hoyer, Beyond the Wall


  • Vivir sin WhatsApp

    selective focus photography of person holding turned on smartphone
    21 de julio de 2025

    Vivir sin Whatsapp o cómo desconectarse del capitalismo, del grupo del colegio y hasta del Grindr

    Parece una locura, pero sí, se puede vivir sin WhatsApp. Y no solo se puede, sino que es profundamente liberador si eres mujer, cuidadora, precaria o un hombre gay atrapado entre el doble check azul y el «está a 374 metros». Porque no es solo una app, es un sistema de control emocional y disponibilidad permanente. Una prolongación de las jornadas laborales, sí, pero también de las ansiedades afectivas. Nos viene fenomenal para la cabeza.

    ¿Se puede vivir sin mensajería instantánea y sin redes sociales?

    Sí, se puede, pero para eso hay que entender primero una cosa. Nos vendieron la mensajería instantánea como una herramienta para estar más conectados, para hacer fácil una reunión de amigas, para distribuir información por escrito, pero lo que han conseguido es que estemos más vigiladas, más disponibles y más explotadas. Si eres mami te meten en los grupos del colegio, en el de la familia, el trabajo, y el que crean para celebrar el cumpleaños del perro. Si eres maricón, Grindr te tiene igual de enganchado, pero en otro tipo de trinchera emocional: la de las notificaciones, los «hola», los «qué buscas», las fotopollas y los ghostings como forma de gestión afectiva estándar.

    Y eso también desgasta. Porque cada chat es una promesa o una expectativa que no se cumple. Y si se cumple, igual tampoco era para tanto. El capitalismo afectivo crea una economía basada en la atención: cuanto más disponible estás, mejor. O al menos, eso parece. Y WhatsApp (y Grindr, y todas) juegan ese juego.

    woman holding black smartphone at Whatsapp logo

    WhatsApp, cuidados invisibles y explotación emocional

    Podemos ponernos intensos y decir que vivir sin WhatsApp o sin Grindr es un gesto político. No voy a estar siempre, no voy a contestar todo, no voy a dejarme drenar. Es también una forma de cuidarse, de no regalar energía a quien no la devuelve, de salir del bucle de likes, vistos y mensajes sin respuesta. Porque a veces no necesitamos más comunicación, sino más silencio, más presencia y menos algoritmo.

    Yo no tengo ninguna red social y estoy intentando no sentirme culpable cuando no contesto a los mensajes. Y sí, desconectarse cuesta. Incluso si has aprendido con el tiempo que el deseo también pasa por ahí. Si el afecto se mide en líneas verdes y la validación depende de si alguien te contesta en tres minutos o en tres días. Pero precisamente por eso hay que intentarlo: porque merecemos vínculos menos frágiles, menos productivistas y menos precarios. Las llamadas son una maravilla que habíamos olvidado. Cristina Fenollar, que en paz descanse, ya lo decía: ¿por qué vamos a hacer una llamada de tres minutos para quedar con tu amiga y tomar café si podemos estar tres días con mensajes para arriba y para abajo para terminar no viendo a esa persona? ¿Estamos locas o qué?

    Desintoxicación digital: salud mental y resistencia

    Vivir sin mensajería instantánea también es una cuestión de salud mental. Porque de verdad que esto va de ansiedad, de presión, de culpa, de expectativas en todas direcciones y de sentir constantemente que hay alguien que te está prestando atención. Va de no saber si puedes tardar en responder sin parecer una borde. Y puede que no respondas porque no eres capaz de pensar o porque no te apetece o porque estás con una diarrea voladora de las que te hacen adelgazar dos kilos en 24 horas. Esto va de conversaciones simultáneas que no profundizan en nada y que sirven para comunicar «que sepas que soy tu amigo y me acuerdo de ti pero no nos vamos a ver en los próximos cuatro años». También va de burnout afectivo, de relaciones de usar y tirar y de «te uso para hablar contigo porque estoy cachondo, quieras tú o no». Y si lo piensas bien, esto no se diferencia mucho de ser el exhibicionista ese de toda la vida.

    Y podría continuar con ejemplos, pero me aburro hasta ayo. Aquí es donde entra la desintoxicación digital. No como moda “wellness” ni como retiro espiritual con batidos verdes ni para abrazar árboles, sino como reseteo emocional. Como forma de decir «hasta aquí». Porque también necesitamos parar en lo íntimo, en lo emocional y en lo cotidiano.

    Parar un momento y repensar cómo usamos WhatsApp no es solo un gesto simbólico o político, que no hace falta ponerse intenso a todas horas: puede tener beneficios muy reales para nuestra salud mental. Simplemente dejar de mirar notificaciones cada cinco minutos reduce esa sensación de urgencia constante que nos tiene con el cerebro en modo centrifugado 18 horas al día. Menos estímulos, menos agotamiento. También nos ayuda a gestionar mejor el tiempo porque revisar WhatsApp por inercia veinte veces al día nos parte la concentración y nos hace sentir que no hemos hecho nada aunque no hayamos parado. Y si tienes la atención un poco tocada y fuera de control, que no sé de qué me sonará a mí eso, oye, igual hasta te viene bien y todo.

    Además, hay algo profundamente liberador en dejar de sentir que tenemos que responder al momento. Se desinfla esa presión social invisible que dice que si no contestas rápido es porque no te importa. No es verdad, de verdad que no, que si cuantificas el valor de tus amistades por la rapidez en que responden a tus mensajes estás jodida. Y cuando te desconectas un poco, aunque sea solo una horita al día, aparece ese espacio mental donde de pronto respiras mejor, piensas más claro y duermes una siesta sin sobresaltos (o eso me han dicho, porque creo que mi última siesta fue antes del Vaticano Segundo). Si no respondes durante unas hora y no tienes una depresión como un piano, de pronto te das cuenta de que se abre hueco para el autocuidado, para estar contigo mismo/misma sin tanta interrupción. Y, de rebote, también mejora cómo nos relacionamos: más presentes, más atentos, menos dispersos.

    El ghosting como síntoma del capitalismo afectivo

    ¿Y qué tiene que ver el ghosting con todo esto? Pues todo. El ghosting en Tinder, en Grindr y en Whatsapp no es solo mala educación: es la forma neoliberal de gestionar los vínculos. Se desaparece porque no hay tiempo, ni responsabilidad, ni ganas de sostener nada. Porque el mercado nos ha enseñado que todo es reemplazable y porque tenemos que sacar un beneficio. Además, en los tiempos que corren, una amistad no puede salirte a devolver porque piensas que esa amistad ya no vale, que esa persona no te quiere o que a ese ligue ya no le gustas. Y en el menú infinito de cuerpos disponibles y amistades digitales, lo que no nos da gratificación inmediata, se desecha. Y si te la da, se desecha a continuación.

    Eso obvio que estamos agotades. Y sí, nos cuesta confiar. Porque las plataformas no están pensadas para construir nada, sino para mantenernos enganchadas y enriquecerse. No fomentan el vínculo, sino un enganche emocional dopaminérgico de baja intensidad, pero constante. Juegan con tu cerebro para ganar dinero. No soy un experto, pero te aseguro que la relación que tienes con whatsapp, con las apps de zorreo y con instagram es una relación tóxica de manual. Y si Tinder fuera una persona, tendría un trastorno de la personalidad.

    Aunque la palma se la lleva Duolingo, que es ese amigo tóxico que todos tenemos. Y si no tienes uno, el tóxico del grupo eres tú.

    Grindr, atención constante y vínculos precarios

    Grindr es el hermano mayor queer de WhatsApp: más salvaje, más rápido, más impersonal y más desesperado. Una feria de cuerpos geolocalizados donde el deseo se mide en metros y el silencio duele como si te hubieran dejado en visto con megáfono y efectos especiales. No es solo una app, es un ecosistema entero donde el enganche es parte del diseño, y la soledad, paradójicamente, se multiplica con cada nuevo “hola” sin respuesta.

    Porque sí, también forma parte de esta lógica de hiperconexión sin compromiso, donde todo el mundo habla con todo el mundo pero nadie dice nada. Las conversaciones duran lo que tarda en llegar alguien “mejor”, “más cerca” o “más disponible”. Y si no encajas en ese molde fugaz del deseo, simplemente desapareces. Next. Una economía afectiva regida por algoritmos, expectativas irreales y cuerpos que valen más o menos según la hora del día, la zona, el tipo de foto o si estás “en forma” para el mercado.

    El afecto, aquí, no se construye: se gestiona como una estrategia de mercado. Atención por atención, validación por validación. Un toma y daca emocional en el que siempre sientes que das más de lo que recibes, y donde quedarte en la app esperando algo que ni sabes si quieres pero que no puedes dejar de buscar se convierte en rutina. Como un juego infinito que no puedes ganar, pero del que tampoco sabes cómo salir. Porque lo que buscas (contacto, deseo, cariño, descargar o lo que sea) nunca termina de aparecer, pero la promesa de que quizá lo hará está siempre flotando ahí, como una zanahoria digital.

    Y mientras tanto, tú con la pantalla encendida a las dos de la mañana, diciéndote que esta es la última vez. Hasta la próxima notificación.

    Esta movida es mucho más interesante de lo que parece. A veces me pregunto hasta qué punto es verdad lo de que la peña busca solo sexo o cree que busca sólo sexo. Que oficialmente sí, pero no. Que caiga un chaparrón. Ya hablaré de esto en otro momento.

    Cómo desconectar y reconectar con lo humano

    Vivir sin WhatsApp, sin Grindr, sin Instagram y sin la urgencia de contestar todo, no es una locura. Es una necesidad. Es volver a tener derecho al silencio, al deseo que no se acelera, a las conversaciones que no están mediadas por emojis. No se trata de idealizar el pasado, ni de encerrarse en una cabaña con un Nokia 3310. Se trata de elegir cómo queremos estar presentes y hasta qué punto queremos llevar el control de nuestras interacciones con otras personas. De no regalarle todo nuestro tiempo y energía a plataformas que solo nos quieren enganchadas y en las que la mercancía con la que trafican es nuestra atención. Se trata, en el fondo, de recuperar el control sobre nuestras emociones, nuestro deseo y nuestro descanso.


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