Vivimos en una época en la que enfadarse es una torpeza social. La indignación, ese impulso visceral que antes movía revoluciones y huelgas, ahora se trata como si fuera un fallo químico del cerebro. Si te cabreas, te dicen que respires, que gestiones tus emociones y que practiques gratitud, como si el problema estuviera en tu amígdala y no en las estructuras y en las circunstancias que te asfixian. La psicología popular hegemónica, convertida en un brazo amable del control social, ofrece soluciones individuales a malestares colectivos. Se llama “manejo de la ira”, pero en realidad significa: “no molestes, no incomodes, no protestes”.
La genialidad del sistema consiste en su capacidad para desplazar la culpa. No estás harto de una situación injusta o cabreado porque te han gastado una putada. Eres, como te dicen, una persona con dificultades para la regulación emocional. La mala hostia, en lugar de verse como una reacción razonable ante lo que está mal hecho, se transforma en un síntoma o un desajuste personal. De este modo, la persona que te ha perjudicado logra lo que busca: hacerte luz de gas y convertir su acción en una patología tuya. Si estás jodido, cállate y medita. Si el mundo te cabrea, haz yoga.
Todas las emociones incómodas se convierten en un fallo individual. Tienes que convertirte en una persona dócil, con cero conflicto político y con una respiración diafragmática que ya la habría querido Jessie Owens. Pero yo diría que la mala leche, muchas veces, es el cuerpo diciéndote que hay algo que está mal. Lo que pasa es que te dicen que esa reacción es un fallo tuyo, no una fuerza que debe ayudarte a que las cosas cambien a tu alrededor.
A veces no hay que respirar profundo. Cuando algo te cabrea, lo razonable no es respirar profundamente, sino hacer que las cosas cambien, y hacerlo con dignidad. No hace falta montar un numerito, pero si llevas la sonrisa en huelga y tu paciencia cotiza en negativo, no pasa absolutamente nada. Estás en tu derecho. Enfadarse también es una forma de cuidar lo que importa. Y si alguien te dice que respires, recuérdale que si la Revolución Francesa se hubiera hecho a base de respiraciones conscientes, todavía estarían practicando mindfulness en Versalles.