La conformidad no explica el fascismo

dachau concentration camp gate with historical inscription

La conformidad es un concepto fascinante. Esa tendencia humana a ajustar nuestras conductas, opiniones o percepciones para alinearnos con las normas del grupo es una explicación muy tentadora cuando la maldad nos hace sentir incómodos. Hay algo reconfortante en pensar que somos borregos sociales, víctimas de las circunstancias y maleables. Qué conveniente. Sobre todo cuando queremos explicar por qué esa persona a la que quieres vota a partidos de ultraderecha o por qué tú compartiste bulos xenófobos en algún momento de tu pasado. “Es la conformidad”, decimos con aire doctoral, y hemos resuelto el enigma.

El problema es que usar la conformidad como explicación universal para el fascismo, el racismo y la xenofobia es intelectualmente perezoso y moralmente cómodo. Primero, porque la conformidad explica tanto que termina sin explicar nada. Si todos somos susceptibles a la presión grupal, ¿por qué no todos acabamos siendo fachas? ¿Por qué algunos resisten, se rebelan o simplemente piensan distinto? La conformidad no es un virus que te infecta automáticamente al entrar en ciertos espacios; requiere cierta predisposición, ciertos valores previos, cierta cosmovisión del mundo que encuentre atractivo aquello a lo que te estás conformando.

Segundo, porque este argumento despoja de agencia moral a quienes abrazan ideologías autoritarias. Decir “es que se conformó al grupo” es casi como decir “no tuvo elección”, cuando en realidad sí la tuvo, en cada momento, en cada comentario racista que decidió no cuestionar, en cada vez que eligió la comodidad tribal sobre la coherencia ética.

Y aquí está la ironía: usar la conformidad para explicar todo es también una forma de conformidad. Es conformarse a una narrativa académica que nos exime de hacer juicios incómodos, que nos permite seguir cenando en navidad con ese familiar problemático pensando “pobre, es víctima de la presión social” en lugar de “está eligiendo activamente creer y propagar ideas que dañan a otros”.

La psicología social nos dio herramientas para entender los mecanismos de influencia grupal, no para convertirnos en apologetas del pensamiento reaccionario. Los fachas no son solo productos de la conformidad, son también agentes activos que encuentran en la ultraderecha respuestas satisfactorias a sus ansiedades, resentimientos o simplemente a su deseo de mantener privilegios. Cuando los reducimos a robots sociales los estamos subestimando peligrosamente y, de paso, nos insultamos a nosotros mismos al sugerir que la decencia política es solo cuestión de haber caído en el grupo correcto. El que es facha, es facha. Amiga, date cuenta.

Antes de que alguien me malinterprete deliberadamente: sí, mencioné la conformidad y la presión grupal como mecanismos que operan cuando esa persona que conoces (o que quieres) difunde material xenófobo o se convierte en un nazi. No, eso no significa que esté diciendo que la gente se vuelva fascista exclusivamente por presión social, como si fuera el único factor en juego. La conformidad es solo una pieza, no el rompecabezas completo. Lo que critico aquí es precisamente usarla como explicación total que nos ahorre pensar en todo lo demás: las elecciones individuales, los valores previos, el contexto material, el beneficio percibido de ciertas ideologías.

Qué serio me estoy poniendo, oye.