• Soy un turista y me encanta

    Los viajeros no existen, son un invento romántico para sentirse superiores. No soy un viajero experimentado que esquiva menús plastificados y precios inflados. Soy un turista y tengo fe en recomendaciones demasiado bien traducidas. Me vendieron autenticidad envuelta en servilletas de papel y me la comí con gusto, porque en el fondo uno no viaja solo para ver lo real, sino también para reírse después de sus propios tropiezos.

    En realidad, todos somos turistas: miramos, nos perdemos, comemos en sitios reguleros y compramos imanes para la nevera. Bueno, eso yo no, no me gusta nada. Pero tengo amigos que sí. El turista vive el viaje con honestidad; el “viajero auténtico” finge profundidad para ocultar su vanidad.

    Prefiero mil veces una trampa turística con cerveza y risas que una charla pretenciosa sobre lo local. Ser turista es vivir, tropezar y reírse del propio entusiasmo.


  • El ayuntamiento de Villamalea ha aprobado por unanimidad una moción que pide regularizar a los migrantes indocumentados.

    Y nos hemos enterado por el Guardian.

    “To us, it was the most natural thing in the world,” explained Núñez Pérez, as he paused to greet residents in the town’s central plaza. In recent decades, migrants from across the globe had been atrracted to Villamalea for the many jobs on offer.

    The steady supply of labour had helped turn the town into an agricultural heavyweight – about 70% of the mushrooms sold in Spain come from here – while also transforming Villamalea into a rich tapestry of residents whose roots trace back to 32 countries.


  • El duelo por un animal es solitario porque los que nos rodean no entienden el vínculo. Se cuestiona el dolor por la pérdida de un perro porque no puede empatizar con la vivencia de amor y cotidianeidad perdida.


  • Es insoportable

    Son las siete de la mañana y acabo de leer lo del plan de paz mientras desayuno. Que no se nos olvide esto (enlace a un artículo del Guardian con los nombres de todos los niños asesinados por Israel):

    Young lives cut short on an unimaginable scale: the 18,457 children on Gaza’s list of war dead (enlace)

    Y, por cierto, lo de este tío es demasiado para mi cuerpo.


  • El valor del small talk: por qué las conversaciones ligeras también son importantes

    Este artículo de Danmarks Radio dice que hemos empezado a sustituir el small talk (esas conversaciones ligeras sobre el tiempo, el café o el fin de semana) por el llamado bigtalk, charlas más profundas sobre emociones, identidad o política. ¿De verdad tenemos que hablar del sentido de la vida y tener una crisis existencial cada vez que quedamos con alguien a tomar. un café? El artículo dice, tócate un pie, que esto es una consecuencia de que en Occidente, vamos hacia una sociedad más consciente y abierta. Sinceramente, yo diría que no.

    Pero sí tienen razón en una cosa: corremos el riesgo de olvidar la importancia de lo cotidiano. Reivindicar el small talk es defender la comunicación humana más básica, la que construimos sin agenda y sin la pretensión intelectual que tenemos algunos. En un mundo saturado de discursos y polarización, hablar por hablar (del tiempo, de lo caro que está todo o de la última serie de turno) va a ser un acto revolucionario de salud mental colectiva. Las pequeñas conversaciones generan empatía, pertenencia y conexión social. Las conversaciones con nuestros amigos no tienen por qué ser trascendentes para ser valiosas. Al final va a resultar que el cotilleo de toda la vida es un acto profundamente político y necesario. No tenemos que arreglar el mundo a todas horas, kary.


  • Lo que siempre quisiste saber sobre los traumas (y no te atreviste a preguntar)

    Trauma

    Hay quien usa la palabra trauma como quien reparte caramelos. “Perdí, el tren, qué trauma”, “el final de Lost me dejó un trauma de la hostia”, “mi ex era un trauma con patas”. Todos lo hemos dicho alguna vez, pero hablar a la ligera de salud mental no ayuda a nadie, y mucho menos a quien realmente vive con las consecuencias de una herida profunda. Y que el final de Lost fue una cagada, en eso estamos de acuerdo, ¿no?

    Vamos a poner un poco de orden en este caos conceptual, sin sermones, para entender qué cojones es un trauma, qué no lo es, y por qué es importante llamar a las cosas por su nombre.

    Por qué importa hablar bien

    Si usamos la palabra “trauma” para todo, pierde su significado. Es como cuando llamamos bullying a cualquier discusión en clase: si todo es bullying, nada lo es. Y cuando nada lo es, dejamos de ver el sufrimiento real de los chavales que lo padecen.

    Nombrar correctamente no es postureo académico, es una forma de respeto. Porque al etiquetar cada contratiempo como trauma, le quitamos valor y visibilidad a quienes de verdad cargan con el peso de la muerte, la violencia o la amenaza. Si todo es grave, nada es urgente. Y, qué coño, también porque hablar bien no cuesta una puta mierda.

    Entonces, ¿qué es un trauma? La doble definición

    Depende de a quién le preguntes, pero la psicología profesional tiene varios una línea clara. Si abrimos el DSM-5 (el libro que usan los psicólogos y psiquiatras para clasificar los trastornos mentales), nos encontramos con que un evento traumático es aquel en el que una persona se enfrenta, directa o indirectamente, a una muerte real o amenaza de muerte, una lesión grave o una violencia sexual (American Psychiatric Association, 2013).

    Vamos, que no estamos hablando de que te dejaran en visto o de que cancelaran tu serie favorita, sino de situaciones realmente extremas, esas que ponen en riesgo la vida o rompen de golpe la sensación de seguridad que todos necesitamos para funcionar. Hablamos de estar en medio de una guerra, sufrir o presenciar un asalto, un abuso o un accidente mortal. Son experiencias que no solo dejan una huella emocional: alteran el modo en que el cerebro procesa el peligro, la memoria y el cuerpo.

    Después de algo así, el sistema nervioso se queda en modo “alerta máxima”, aunque el peligro ya haya pasado. Por eso las personas con trastorno de estrés postraumático reviven el suceso una y otra vez, evitan lugares o situaciones que se lo recuerdan y pueden reaccionar con sobresaltos o miedo ante cosas aparentemente inofensivas. No es una elección ni una falta de carácter: es el resultado de un sistema de defensa que se quedó atascado en el querer sobrevivir.

    Pero hay otra forma, más funcional y, si se quiere, más humana, de definirlo: un trauma es una experiencia que sobrepasa la capacidad del individuo para procesarla y gestionarla adecuadamente. Esto significa que la clave no es la objetividad del suceso (aunque ayuda), sino lo que ocurre dentro de la persona. Como dice el Dr. Gabor Maté, una de las grandes cabezas pensantes sobre este tema:

    El trauma no es lo que te sucede, sino lo que sucede dentro de ti como resultado de lo que te sucede.

    Gabor Maté, The Wisdom of Trauma

    Y ahí está la clave: el trauma no se mide por lo que te pasó, sino por cómo tu mente y tu cuerpo lo vivieron y lo archivaron.

    El trauma no se olvida (y no, no es debilidad)

    Si no puedes pasar página después de algo duro, no es una falta de fuerza de voluntad; es biología pura. Y es una mierda. El trauma no se almacena en el cerebro como un mal recuerdo que puedes evocar y narrar de forma coherente. Es un archivo corrupto, fragmentado. Tu cerebro, en el momento del peligro extremo, prioriza la supervivencia, no el archivo de datos. Por eso, el evento queda guardado como una amalgama de sensaciones: un olor, un sonido, una imagen o una sensación física de miedo paralizante. Probablemente, esa experiencia sea la primera de ese tipo que experimentes en tu vida, y las primeras veces se suelen recordar con mucho detalle.

    El psiquiatra Bessel van der Kolk lo explica perfectamente en The Body Keeps the Score (2014). Y cuando el cuerpo se queda fijado en el peligro, de nada sirve decir “venga, supéralo”. Vas a seguir en modo alerta, listo para huir o luchar, incluso años después de que el peligro haya pasado. Esto explica los flashbacks o la hipervigilancia: el cuerpo reacciona como si el peligro estuviera todavía ahí y no vas a poder evitar prestar atención a los estímulos de tu entorno por si la situación se repite. El problema no es la memoria, sino la supervivencia. Que tu sistema nervioso esté bailando la Macarena tiempo después del suceso es totalmente comprensible, porque lo que quiere ese cerebro es sobrevivir, como animal que eres.

    Estrés, ansiedad, trauma: no son lo mismo

    A veces confundimos estos términos. Poner límites entre ellos es esencial para elegir el tratamiento adecuado. El estrés crónico ocurre cuando el cuerpo se mantiene en modo alerta durante demasiado tiempo, por presiones laborales o personales continuas. Te agota porque estás forzando la máquina para salir adelante. Es como tener la RAM del ordenador a tope durante días. Tarde o temprano el sistema petará, o se quedará con la ruedecita de colores, o te saldrá un pantallazo azul de la muerte como un piano.

    La ansiedad es diferente, es la anticipación constante de una amenaza que todavía no ha ocurrido; estás asustado por lo que podría pasar. Esa amenaza puede ser real o no, da igual, si tu cerebro cree que te va a pasar algo malo, se va a poner en alerta constante y tratará de fijar la atención en aquellos aspectos de tu vida que te puedan poner en peligro. Esa amenaza puede ser algo tan sencillo como engordar. Si crees que si estás gordo te va a pasar algo grave (y de hecho, a veces pasa, no por salud, sino por el rechazo social que provoca), ahí hay un peligro. Y esa creencia, justificada o no, te activa o te paraliza, dos de las reacciones biológicas más habituales ante una amenaza. Es como vivir permanentemente en el centro de control de Chernóbil pero sin que el reactor explote.

    En cambio, el trauma te mantiene enganchado a algo que ya pasó y que fue real. Te atrapa en el pasado. Es una respuesta a un evento concreto que desbordó tu sistema. Es un recuerdo totalmente disfuncional que hace que un hecho del pasado adopte una importancia tal que está presente a todas horas en tu vida. El trauma es un fragmento o una serie de fragmentos de memorias sensoriales que activan una respuesta de urgencia en tu organismo. Y ante un estímulo que evoca esa memoria, tu cerebro va a disparar todas las alarmas, quieras o no, y va a rescatar esa reacción emocional que generó la situación traumática.

    Aunque el estrés y la ansiedad te hagan sentir fatal, no funcionan a nivel biológico como la herida traumática, y por eso requieren estrategias de afrontamiento y terapéuticas diferentes. Confundirlos puede llevarte a buscar una solución equivocada.

    ¿Cómo saber si lo que viví fue un trauma?

    Hemos visto la definición clínica, pero saber si algo “cuenta como trauma” no siempre es la pregunta más importante. La pregunta clave es: ¿esto me sobrepasa? Si la respuesta es sí, busca ayuda. Da igual que sea un trauma, ansiedad o un estrés que se ha alargado en el tiempo. Si te ha dejado tu novia y estás triste y cabreado, es normal. ¿Puedes seguir adelante con tu vida? Si es que no, pide ayuda. ¿Que tu jefe no te haya respondido al mail y pasas una noche sin dormir? Si es que sí, pide ayuda. No es un trauma, pero que no puedas dormir por eso, amiga date cuenta. ¿Estás jodido? Vale. ¿Te ha cabreado? Vale. ¿Dudas de si es porque te va a despedir? Igual le estás dando mucha importancia, pero vale, bien. Si te pasa con

    Lo importante no es diagnosticarte mirando reels, sino entender lo que te pasa y acompañarte en el proceso de forma adecuada. Necesitar apoyo emocional por una ruptura o un desengaño es natural. Buscar terapia especializada en trauma por haber vivido un abuso es necesario. No toda la ayuda vale para todo el dolor.

    Da igual que sea un trauma

    No todo lo que duele es un trauma, pero todo lo que duele merece atención y el nombre correcto. No hace falta haber sobrevivido a una guerra para necesitar terapia, pero tampoco deberíamos vaciar de sentido una palabra que describe una herida profunda, biológica y emocional.

    Así que la próxima vez que digas “fue traumático”, piénsalo dos veces. Igual fue solo una putada, y también está bien decirlo y compartirlo con tu gente. 


  • No es moda, es supervivencia: feminismo, LGTBIQ+ y derechos reales frente al patriarcado

    photo of women facing each other

    Cada vez que alguien dice que lo queer se contagia o que la visibilidad trans es una moda pasajera, me entran ganas de regalarles un atlas de la historia social y una taza de té antes de darles una hostia en la cara con la mano abierta. Detrás de esa frase hay una mala lectura de lo social y, sobre todo, miedo, odio y violencia. Lo que publico hoy va de por qué el aumento de visibilidad no es una epidemia, por qué la identidad sólo se vuelve política cuando se la agrede, por qué el patriarcado controla cuerpos y por qué el feminismo y la lucha por derechos materiales son aliados naturales de la causa LGTBIQ+. Lo hago pasando un poco de la retórica y pa que me s’entienda.

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  • El magnesio y la ansiedad

    close up shot of almond nuts on a pink surface

    Aunque no es la panacea, es cierto que el magnesio podría ayudar a calmar la ansiedad. Este mineral participa en más de 300 procesos del cuerpo, muchos de ellos relacionados con el sistema nervioso. Hay algunos estudios que dicen que los niveles bajos de magnesio se asocian con más ansiedad o estrés. Tomar un suplemento, especialmente en personas con déficit o en momentos de estrés, puede hacer que te encuentres un poquito mejor. Nada sustituye a la terapia o los hábitos saludables, pero si tu cuerpo pide chocolate negro, frutos secos o legumbres, quizá solo te esté pidiendo un poco de magnesio. Prueba con eso antes de tomarte cualquier pastilla y siempre, siempre, pregunta a tu médico.


  • El arte de la pausa: cómo el silencio puede salvar tus discusiones

    Tú, discutiendo con tu pareja.

    Todos y todas hemos pasado por esa conversación que empieza con un inocente “¿has sacado la basura?” y termina como si estuvierais en un debate en el Congreso de los Diputados. De repente, las palabras te salen disparadas como si fueran las balas de Tejero, el la cosa empieza a calentarse, y cuando quieres darte cuenta ya has dicho algo que, en el mejor de los casos, acaba en disculpas incómodas y, en el peor, en dormir en el sofá o en un bloqueo en Instagram. La has cagado. Pero bien.

    Lo curioso es que no es del todo culpa tuya. Cuando discutimos, nuestro cerebro entra en modo alerta nuclear. La amígdala, esa parte primitiva que se encarga de detectar peligros, se activa y lanza el clásico “lucha o huye”. Muy útil si te persigue un oso en medio del bosque. Una mierda pinchada en un palo si lo único que tienes delante es tu pareja preguntándote, una vez más, por qué nunca bajas la tapa del váter.

    Hago un aparte para explicar qué es la amígdala. La amígdala es una pequeña estructura en forma de almendra ubicada en el cerebro, más bien hacia dentro, no en esos surcos que imaginamos cuando pensamos en cómo es un cerebro. Con lo pequeña que es la jodía y lo importante que es. Se encarga de procesar y regular emociones vitales para la supervivencia, como el miedo. No solo crea memorias emocionales: también actúa como un centro de alerta, evaluando constantemente el entorno en busca de amenazas y generando respuestas físicas y conductuales ante ellas. Vamos, como cuando lees en el móvil la última tontería que ha dicho Ayuso y de pronto te entran ganas de tirarlo contra la pared.

    Y aquí es donde entra el silencio. Porque si la amígdala pisa el acelerador y vas directo a pegarte una hostia que igual te matas, alguien tiene que tirar del freno de mano, y ese alguien es la corteza prefrontal. La corteza prefrontal es la que hace que pienses y no te estés rascando los huevos todo el día como un orangután. Pero ojo, para que a esta parte de tu cerebro le dé tiempo a reaccionar y decirte que pares el carro, necesitamos hacer una pausa. No me refiero silencio pasivo-agresivo de “no te hablo hasta que adivines qué me pasa”, que es una receta segura para aumentar el drama y un abuso como un piano de cola. Hablo del silencio consciente, de callarte la boca un segundito, para respirar y dejar que la parte de tu cerebro que piensa, organiza y toma decisiones, tenga espacio para entrar en acción. Consejos vendo que para mí no tengo, me dirían los que me conocen.

    La psicología lleva décadas estudiando este fenómeno. John Gottman, conocido, cágate, como “el hombre que predice divorcios”, descubrió que cuando en medio de una discusión tu frecuencia cardíaca supera las 100 pulsaciones por minuto, básicamente dejas de procesar lo que el otro dice. Estás tan activado fisiológicamente que ya no escuchas, solo respondes en automático. O sea, que te estás viniendo arriba y lo que está pasando en realidad es que vas cuesta abajo sin frenos, directo a llevarte la medalla de oro a la cagada más grande. La recomendación de Gottman es simple y práctica: parar, tomarte veinte minutos de descanso, y luego volver a hablar. Ese silencio estratégico puede ser la diferencia entre seguir sumando reproches o encontrar una solución real. Que ya sé que pensarás que qué gilipuertez y que para eso no te hace falta ir al psicólogo, créeme que yo también lo he pensado, pero funciona.

    Eso sí, no todos los silencios son buenos. Gottman explica que las parejas con problemas para comunicarse suelen caer en patrones destructivos. Ahí aparece el silencio negativo: no es una pausa reflexiva, sino un muro de defensa ante tus reproches, tus desprecios o, lo peor, tus insultos. Puede ser que una persona, desbordada por la discusión, simplemente desconecte porque no puede seguir discutiendo a ese ritmo. O que esté tan harta que empiece a aislarse emocionalmente de la relación y si pasa eso, date por jodido. O el silencio pasivo-agresivo al que me refería antes, que debería estar en el código penal. Estos silencios no reparan nada: al contrario, envenenan la relación.

    Hay silencios y silencios. El silencio de pausa, de respirar, de darle una vuelta a lo que vas a decir y no soltar la primera mierda que se te pasa por la cabeza, ese es el bueno. Los otros, el muro, el castigo, la desconexión, son los que te ponen la relación en la cuerda floja.

    La ciencia cognitiva también aporta lo suyo. Daniel Kahneman, el de Pensar rápido, pensar despacio, explica que tenemos dos modos de pensar. Uno rápido, emocional y lleno de sesgos; y otro más lento, analítico y, por lo general, más acertado. Cuando saltamos en caliente, estamos usando el “modo rápido”. Pero si nos damos unos segundos de silencio, facilitamos que entre en acción el “modo lento”, el que en esa situación nos va a ayudar a solucionar el problema. Y créeme: la calidad de tus discusiones mejora radicalmente cuando tu cerebro no está en piloto automático. Dale una pensadita a lo que vas a decir y la relación con tu pareja igual hasta mejora y todo.

    Además, el silencio tiene un valor cultural que me flipa y que no puedo dejar fuera. En Japón o Finlandia, por ejemplo, los silencios en una conversación no son incómodos: son un signo de respeto y reflexión. En cambio, en las culturas occidentales solemos rellenar cada hueco de la charla como si el silencio fuera un agujero negro. Quizá deberíamos aprender algo de esa perspectiva y dejar de temerle tanto a los segundos sin palabras. Y añado: no hay nada mejor que sentirse cómodo con tu pareja estando ambos en silencio, simplemente estando juntos, haciendo cada uno lo que sea

    Superconsejito del día: la próxima vez que notes que tu corazón se acelera, que tu voz sube de volumen y que en tu cabeza empieza a sonar la música de Juego de Tronos, date un puntito en la boca y respira. Eso no significa rendirse, ni ignorar, ni maltratar, ni hacer una pausa dramática. Es darle un respiro a tu cerebro, un espacio a la conversación y, sobre todo, una oportunidad a tu relación. Piensa que diez segundos de silencio incómodo son infinitamente más fáciles de manejar que diez horas de pedir perdón por lo que dijiste en caliente. Y, quién sabe, igual hasta terminas sacando la basura sin discutir.