El enfermo no acepta ser adicto, no reconoce que necesita ayuda. Vive en una subcultura particular y utiliza un lenguaje con códigos típicos de esa subcultura para comunicarse. Es una persona con inteligencia promedio o superior (la mayoría). Tiene conflictos con la autoridad y la rechaza. Es egocéntrico e individualista, se suele preocupar poco por los demás. Distingue entre el bien y el mal, pero cuando actúa primero lo hace y después piensa (es impulsivo). Tiene controles internos pobres o débiles. Es inconsistente, no persevera. Comienza las cosas pero no las termina. No tolera la rutina. Vive el presente como un niño. Quiere las cosas cuando las pide y no puede esperar. No planifica en base a la realidad. Es manipulador, siempre busca salirse con la suya. Es inmaduro, ansioso e inseguro. No aprende de sus experiencias ni de las de otros. Tiene una bajísima tolerancia a la frustración y también una bajísima autoestima. No se hace cargo ni se responsabiliza de sus conductas, los culpables siempre son los demás. Presenta embotamiento afectivo, le cuesta sentir amor y se le hace muy difícil recibirlo. Es mentiroso y se cree sus propias mentiras. Tiene ambiciones y autoexigencias desmedidas, así como una gran capacidad para seducir y agradar. No se conforma nunca, siempre quiere más. O provoca conflictos con su pareja (objeto que puede usar como quiere) o, por el contrario, se deja usar. Trata de modificar el mundo de acuerdo con sus propios intereses. Le cuesta aceptar las reglas y las pautas externas. Es un ser desconfiado. Su complejo de inferioridad a menudo se desarrolla en forma de patología narcisista. Tiene poca confianza en sí mismo. A veces se torna irascible, negativo y hostil. Siente una culpabilidad y una vergüenza permanentes con autodesvaloración, minusvalía y tendencia al autocastigo. Tiende a la amargura existencial y la depresión. Necesita obtener la aprobación de los demás.
Javier Giner, p. 115.
“Yo, adicto”
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