Ayer era el cumpleaños de M., una de esas personas a las que conoces desde hace tanto y sin perder el contacto ni una sola vez que recuerdas el día de su cumpleaños aunque no te lo apuntes en la agenda. Pues bien. El lunes cambié de compañía de teléfono y tuve que pasarme todos los números, uno a uno, entre ellos el de M. Por la mañana, mientras estaba en el tren, le envié a M. un mensaje con toda la confianza de todos estos años, felicitando el cumpleaños con un mensaje poco ortodoxo, digamos. Al cabo de unas horas, envié otro. Por la noche, extrañado por que esta persona no había contestado –y yo pensando ¡qué sosa!–, decidí llamar para una felicitación en directo. Me contestó una voz de levantador de pesas:
- Diga.
- ¿M.? –con un hilillo de voz–.
- No, tronco, te has equivocado y llevas todo el día enviándome mensajes y diciéndome lo buena que estoy.
- ¡Uy!, mil perdones.
Y colgué.
Huelga decir que cuando pasé el número de M. a la nueva tarjeta, confundí algún número y de ahí el entuerto.
Cuando conseguí contactar con M., le conté el asunto y las carcajadas, naturalmente, se oyeron hasta en Vladivostok. Y aún doy gracias de que se me ocurrió llamar al levantador de pesas, porque habría sido imperdonable que por este despiste no hubiera podido felicitar a M. a tiempo.
Esto me pasa a mí.
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