Pocas cosas me parecen más escandalosas que ver a alguien pudriéndose en prisión por un delito que no cometió. Y no es una rareza de documental de madrugada: hasta la llegada de las pruebas de ADN era algo habitual. ¿El arma del crimen? La “memoria de los testigos”, esa institución a la que los jueces se aferran como si fuera palabra de dios. Te adelanto: es más frágil que una promesa electoral.
Las ruedas de reconocimiento son el ejemplo perfecto. En teoría, una herramienta de justicia; en la práctica, un mecanismo para reforzar el guion que ya trae escrito la policía. Si pones a un testigo delante de seis tipos y le dejas caer que “el culpable está ahí”, lo normal es que elija a alguien, aunque sea al que más se parezca al recuerdo difuso que tiene. Porque el ser humano, cuando duda, inventa. Y lo hace con una seguridad aplastante y casi siempre sin querer.
Y aquí está el detalle político del asunto: lo que llamamos justicia no es un sistema neutral que busca la verdad, sino un engranaje que protege al Estado y reproduce relaciones de poder. La memoria del testigo se convierte en un dispositivo ideológico: legitima condenas que refuerzan la idea de que el sistema funciona, aunque en realidad esté triturando vidas inocentes. Y si no, no habría una correspondencia entre el fenotipo y la población carcelaria: sí, en Occidente hay más personas no caucásicas entre rejas. Si eres pobre, date por jodido.
Elizabeth Loftus y el negocio de la memoria
Entra Elizabeth Loftus en los setenta y se carga la fantasía liberal de que la memoria es una grabadora interna. Sus experimentos muestran que basta con cambiar una palabra en una pregunta para reescribir la historia. Si dices que los coches “chocaron”, los testigos recuerdan un golpe normal. Si dices que “se estrellaron”, de repente todo el mundo visualiza cristales volando y velocidades imposibles. ¿Qué significa esto? Que la memoria no guarda la realidad, sino una narración moldeada por el lenguaje, por el contexto y, cómo no, por las relaciones de poder que deciden qué relato se impone.
Lo más fascinante y aterrador de Loftus es que nos demuestra que no solo nos manipulan los discursos mediáticos o políticos, sino que el truco ocurre dentro de nuestra propia cabeza. Somos productores involuntarios de fake news autobiográficas. Y claro, si a nivel individual nuestra memoria ya es maleable, imagina lo que pasa cuando la memoria colectiva (esa que se escribe en los juicios, en los periódicos, en los informes policiales) está atravesada por sesgos institucionales. Ahí ya no hablamos de error humano, sino de un mecanismo de control social.
Gary Wells y la fe en el ojo humano
Gary Wells lleva décadas desmontando la religión del “yo lo vi con mis propios ojos”. Pues muy bien, pero resulta que tus ojos no son cámaras y tu cerebro no es un disco duro, sino un Photoshop cutre que se ejecuta en bucle. El estrés, la oscuridad y las prisas deforman la memoria. Y encima, si las preguntas que te hacen están diseñadas para guiarte hacia un sospechoso, tu recuerdo se convierte en una prueba falsa con apariencia de verdad.
Wells lo tiene claro: o reformamos los procedimientos o seguiremos acumulando errores judiciales como si fueran chatarra. Habla de grabar todo el proceso, de enseñar a la policía a no contaminar entrevistas, de usar identificaciones secuenciales en lugar de poner a cinco personas en fila como si fuese un casting barato. Pero claro, estas reformas chocan con la lógica de un sistema que prefiere rapidez y eficacia aparente a verdad y justicia real.
La gran lección
La memoria es un desastre. No es la verdad, nunca lo ha sido, y sin embargo seguimos dándole un estatus sagrado en los juicios, como si un testigo fuese más fiable que una cámara de seguridad. Lo irónico —y lo cabreante— es que confiamos en algo tan falible para legitimar condenas que destrozan vidas, mientras el sistema judicial se lava las manos diciendo que “la justicia ha hablado”.
Loftus y Wells nos enseñan algo que a Marx le habría hecho sonreír: la memoria es un campo de batalla ideológico. No solo nos equivocamos, sino que el sistema se aprovecha de esos errores para perpetuarse. Al final, no se trata de que la memoria sea débil; se trata de que es útil para mantener un orden en el que siempre paga el más vulnerable.
REFERENCIAS
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