Últimamente pienso mucho en el estrés, en cuánta gente a mi alrededor está al borde del derrumbe y en cómo mi vida se ha vuelto una secuencia perfecta de apocalipsis atómicos cada seis horas. Por eso vuelvo al tema: ¿qué le ocurre a nuestro cerebro cuando está estresado? No hablo del agobio que sientes cuando te das cuenta de que has olvidado el cumpleaños de una persona importante, sino del que te deja aterrorizado. Y sobre todo: ¿es el cortisol el único responsable de cómo vivimos el estrés?
Se dice, se cuenta, se rumorea, que el cortisol es el culpable de todo lo malo que te pasa: de que no puedas dormir, de que saltes a la mínima o de que le pongas morcilla a la paella. El cortisol es la kriptonita del cerebro. Sube el cortisol, te empieza a ir todo del culo, dejas de acordarte de las cosas, tu vida se convierte en un caos y te vuelves en una bomba de relojería con patas. Bueno, pues sí y no.
El hipocampo y el cortisol
En el centro de esta historia está el hipocampo, la región del cerebro que se encarga de transferir información de la memoria a corto plazo al almacén a largo plazo. Tiene forma de caballito de mar, por eso se llama así. Cuando el hipocampo falla, dejas de poder aprender cosas nuevas. Es la razón por la que uno de los primeros síntomas del alzhéimer es que las personas preguntan la misma cosa una y otra vez, es uno de los primeros fenómenos que se observa en la enfermedad.
Si se estropea el mecanismo de gestión del almacenamiento (el hipocampo,)las personas que sufren alzhéimer repetirán la pregunta una y otra vez. Lo hacen porque no recuerdan que ya han preguntado. Es que el recuerdo de ese episodio nunca llegó a la memoria a largo plazo porque el hipocampo nunca dio la orden de que esa información se guarde para usarla después. Y después de unos segundos en la memoria a corto plazo, la información se desvanece porque hay que hacer sitio a información nueva.
Cuando estás muy estresado, ocurre algo parecido: el hipocampo empieza a funcionar regular y tu memoria se dispersa. No solo tu memoria, también tu atención, tu serenidad y, a veces, hasta tus ganas de hacer scroll infinito en las redes sociales.
¿Pero qué tiene que ver el cortisol con todo esto? Por partes: resulta que el hipocampo tiene muchos receptores de cortisol, que funcionan como cerraduras. Si llega la llave adecuada (el cortisol), la cerradura se abre, la neurona del hipocampo se activa. Si llega otra llave con forma distinta, no encajará en esos receptores. Da igual cuántas uses, que no lo hará. Pero con los niveles de cortisol por las nubeas a todas horas, a fuerza de activarla continuamente, se pone en marcha un cambio en la expresión genética de la célula. Y ahí es cuando viene lo malo. Si tienes el hipocampo hecho unos zorros, la has cagado.
En otros mamíferos podemos observar los mismos procesos. Para las ratas no vale lo del cortisol, pero podemos echarle un ojo a los niveles de corticosterona y a sus efectos, que más o menos es lo mismo. Para el caso, sirve. ¿Si la corticosterona no es lo mismo que el cortisol, para qué vamos a mirar o que les pasa a las ratas? Pues porque la alternativa es experimentar con humanos. Y eso suele salir regulín.
Si no te interesa saber la diferencia entre el cortisol y la corticosterona, sáltate los dos párrafos de la caja.
El cortisol es el glucocorticoide principal en los humanos (y en la mayoría de los mamíferos), la hormona que se dispara con el estrés y que se encarga de regular el metabolismo de carbohidratos, grasas y proteínas, y de suprimir la inflamación. La corticosterona, en cambio, se secreta en mucha menor cantidad en personas y actúa principalmente como un precursor de la aldosterona, un mineralocorticoide.
Sin embargo, en los roedores, la corticosterona es el glucocorticoide dominante de forma natural, la que maneja las riendas de la respuesta al estrés. Por eso, si queremos saber lo estresada que está una rata en un experimento, medimos la corticosterona, porque el cortisol es poco más que una anécdota bioquímica en esos animales. Cada especie tiene su propio glucocorticoide estrella, y el nuestro es mucho más popular que el de las ratas.
Desmontando el chiringuito del cortisol
Siempre se ha pensado que el daño neuronal vinculado al estrés derivaba directamente de la cantidad de cortisol. Cuanto más estrés, más cortisol. Cuanto más cortisol, más daño en el hipocampo. Parece una relación de causa y efecto muy clara. Pero la psicología es de levantar la ceja cuando alguien dice que una situación es la causa única de un comportamiento. Normalmente, no todo es tan fácil y si te dicen que sí, es mentira.
Bruce McEwen y Elizabeth Gould (referencias más abajo) decidieron estudiar qué les pasa a las ratas cuando las sometemos a situaciones de estrés para saber si efectivamente el cortisol era la única responsable de las consecuencias del estrés que nos joden. Más o menos pensaron: “vamos a coger varias ratas, las vamos a estresar de diferentes formas y vamos a ver qué pasa”. Coger dos clases de tercero de primaria de un colegio público y torturar a las criaturas estaba descartado. Por lo que sea.
Plantearon dos situaciones totalmente distintas que les elevaban a las ratas los niveles de corticosteroides más o menos al mismo nivel:
Escena de terror
Imagina: una rata aterrada, inmovilizada, sometida a estrés agudo e incontrolable. Corticosterona por las nubes. ¿Es cruel? Sí. ¿Deberíamos darle una vueltecita al asunto? También.
Gimnasio ratuno
Ahora ves a una rata corriendo felizmente echando el higadillo en su rueda, agobiada por el esfuerzo y acordándose de los ancestros de McEwen y Gould. Los niveles de corticosterona hasta el infinito y más allá.
La hipótesis clásica dice que, si lo que importa es la cantidad de cortisol circulando por los cuerpos de las ratas, ambas condiciones tendrían los mismos efectos neuronales. Si todas las ratas están estresadas tendría que pasarles lo mismo, ¿verdad? Pues no. Los resultados mostraron que la experiencia no había sido la misma y que las situaciones habían tenido consecuencias diferentes en sus cerebros:
Escena de terror
Las dendritas se encogen, disminuye la cantidad de conexiones, las ratas aprenden peor y son más vulnerables a conductas depresivas. Rata jodida.
Gimnasio ratuno
Las dendritas crecen, aumenta el número de conexiones y el estado de ánimo parecía mejorar. Rata viviendo la vida a tope.
El nivel de cortisol, muy elevado en ambas situaciones, no tuvo las mismas consecuencias fisiológicas. La diferencia, por tanto, parece que no es la cantidad de cortisol (o sea, la intensidad del estrés, aunque decirlo así es inexacto) sino el tipo de situación que genera esos picos de corticosterona; el estrés es fortísimo en ambas, pero no parece que sea el mismo tipo de estrés.
Todas las ratas lo pasaron del culo en el momento, pero (atención a la sorpresa) las que hicieron ejercicio estaban menos jodidas que a las que habían torturado. Esto no demuestra que ir al gimnasio te vuelva más listo o más feliz y que si te torturan te vas a deprimir. Lo que sugiere es que el hipocampo no reacciona al nivel de cortisol por sí solo, sino al cortisol dentro de un contexto. O sea, que si te sube el cortisol no necesariamente vas a estar con esa sensación de estrés de la que hablamos.
La diferencia entre dos situaciones con niveles similares de cortisol, pero efectos opuestos en el hipocampo, nos obliga a mirar más allá. No basta con medir la intensidad del estrés, sino el contexto, la duración o el grado de control que el organismo percibe.
Tenemos que entender que el cortisol no es el villano ni el monstruo final del juego, sino una consecuencia y a la vez un potenciador de una experiencia negativa. Es el altavoz que amplifica la señal que recibe el cerebro: “peligro inminente y falta de control” o “esfuerzo voluntario y controlado”.
La amígdala: la reina del drama en tu cerebro
Si el hipocampo es el archivista que intenta poner orden en la información nueva que te llega, la amígdala es la dramática que interrumpe ese proceso gritando “¡peligro!”. Es una pequeña estructura con forma de almendra escondida en lo profundo del cerebro, y su trabajo consiste en detectar amenazas. El problema es que, bajo presión, la amígdala se pone histérica y empieza a sobreactuar. Si tienes el cortisol por las nubes, enhorabuena, vas a experimentar estrés.
Algo más técnico sobre la amígdala que también te puedes saltar si te peta.
¿Qué es la amígdala? La amígdala es una estructura del sistema límbico ubicada en la parte interna del lóbulo temporal del cerebro, con forma de almendra, que desempeña un papel clave en la regulación de las emociones, especialmente el miedo, la ira y la respuesta ante amenazas. También participa en la formación y almacenamiento de recuerdos emocionales, influyendo en cómo reaccionamos ante situaciones basadas en experiencias previas. Su función es esencial para la supervivencia, ya que ayuda a activar respuestas rápidas frente a peligros y a procesar estímulos que tienen carga emocional.
En los experimentos como los de McEwen y Gould se ha visto que cuando se somete a las ratas a estrés continuo, las amígdalas se agrandan. Literalmente. Sus conexiones se refuerzan, lo que significa que las respuestas emocionales se vuelven más intensas y duraderas y te vuelves en general más reactivo. Mientras tanto, el hipocampo, que debería guardar la calma mantener las cosas en perspectiva, se encoge, se queda mirando al infinito y pierde eficacia.

Cuando la amígdala toma el control y el cerebro entra en modo alarma, todo se vuelve urgente, peligroso o personal. Da igual si es un león, tu jefe o esa notificación de WhatsApp que nunca llega: la reacción es la misma. Por eso, en momentos de estrés, no piensas, solo reaccionas. La amígdala manda, el hipocampo se apaga y el lóbulo frontal mira la escena como quien observa un incendio con una taza de café en la mano.
Y luego te preguntas por qué tomas malas decisiones cuando estás agobiado. Pues porque tu cerebro, en ese momento, no está buscando soluciones: está buscando sobrevivir. Ojo, la amígdala está ahí para lo que está, o sea, para que no te coma el león. El problema es cuando llevas un tiempo (o toda tu vida) en una situación de mierda. Con el tiempo, ese estado termina por pasarte factura. Y ahora es cuando toca hablar de la carga alostática.
Las consecuencias del desastre: la carga alostática
Este concepto, propuesto por Bruce McEwen, describe cómo el sistema que normalmente nos ayuda a adaptarnos puede volverse perjudicial si se activa de manera crónica o en situaciones de falta de predictibilidad y control. No se trata solo de “tener mucho estrés”, sino de cómo el organismo paga un precio por sostener esa activación: alteraciones en el metabolismo, el sistema inmune, la presión arterial y, en el cerebro, cambios en estructuras como el hipocampo y la amígdala. Para aclararnos, la carga alostática es el coste biológico que pagamos por la adaptación prolongada a situaciones de estrés. También explica por qué dos individuos con niveles similares de cortisol pueden experimentar a largo plazo consecuencias muy distintas según el contexto.
¿Qué es la carga alostática? La carga alostática es el desgaste acumulado en el organismo cuando se mantiene activa la respuesta de estrés durante demasiado tiempo o bajo condiciones donde la persona (o rata) no tiene control.
Cuando el cortisol amplifica una señal de peligro constantemente, actúa como un catalizador de la respuesta de estrés. En este contexto, el organismo interpreta la situación como una amenaza inminente y fuera de control y activa mecanismos defensivos que, si se prolongan, simplemente te desgastan. Este estado sostenido contribuye a la carga alostática, o sea, las consecuencias negativas de mantener el sistema de alerta encendido demasiado tiempo. El resultado puede ser daño en tejidos, alteraciones inmunológicas y cambios en el cerebro, como la reducción de neurogénesis en el hipocampo.
Por el contrario, cuando el cortisol amplifica una señal de reto voluntario, su papel cambia radicalmente. Aquí, la activación del eje del estrés ocurre en un marco de control y predictibilidad, como durante el ejercicio físico o el aprendizaje desafiante. En estas condiciones, el cortisol facilita la adaptación: promueve la neuroplasticidad, mejora la eficiencia metabólica y refuerza circuitos cerebrales implicados en la memoria y la motivación. En lugar de desgaste, el organismo experimenta crecimiento y resiliencia, demostrando que no es la hormona en sí la que determina el daño o el beneficio, sino el contexto en que se libera.
Consecuencias de una carga alostática prolongada: hipertensión arterial crónica y aumenta el riesgo cardiovascular; desregula el sistema metabólico produciendo resistencia a la insulina, diabetes tipo 2 y obesidad; induce inflamación crónica que compromete la función inmunológica; y, por si fuera poco afecta el sistema nervioso central, contribuyendo al deterioro cognitivo, la ansiedad y la depresión, culminando en un progresivo desgaste óseo y muscular.
¿Y qué pasa con los humanos?
Para empezar, comparar cerebros de ratas y humanos es complicado. Son especies distintas, vale, pero hay principios biológicos conservados que sirven como referencia. Aun así, siempre existe el debate sobre cuánta información de lo que aprendemos sobre las ratas es extrapolable a los humanos y sobre la ética de experimentar con animales.
Si obviamos esta cuestión, lo que tiene que quedar claro es que cuando sentimos estrés, no podemos culpar solo al cortisol. Participa, sí, pero el contexto es la clave y si tienes una amígdala nerviosita, puedes liarla muy parda.
La palabra estrés, además, se usa de forma caótica: metemos bajo ese término cualquier cosa que nos agobia. En términos fisiológicos, el estrés es una reacción normal del cuerpo para ayudarte a responder. La psicología asume que el estrés es la percepción de que las demandas superan tus recursos. Se entiende como la percepción de que las demandas externas superan nuestros recursos internos, y eso suele generar tensión emocional. También existe una visión más social, en la que el estrés se relaciona con presiones del entorno: trabajo, relaciones, expectativas culturales.
El “estrés” del experimento de las ratas es un estrés puramente fisiológico. Cuando hablamos de que estamos estresados, lo hacemos porque sentimos presión, estamos en una situación complicada o nos sentimos completamente superados por lo que tenemos encima.
Llamamos “estrés” tanto a la activación que te ayuda a rendir como al estado que te destruye por dentro. Uno te impulsa, el otro te desgasta. Uno favorece la neuroplasticidad, el otro eleva la carga alostática.
La próxima vez que escuches a alguien diciéndote que todo lo que te pasa es por culpa del cortisol, sentenciando y a ser posible con aires de superioridad: el cortisol no es la causa, es el altavoz. La amígdala interpreta la situación y decide si estás ante un desafío o ante un apocalipsis personal.
Y cuando termines de explicarlo, márchate agitando la capa con toda la dignidad del mundo.
Referencias
Gould, E., & Tanapat, P. (1999). Stress and hippocampal neurogenesis. Biological Psychiatry, 46(11), 1472–1479.
McEwen, B. S. (1998). Protective and damaging effects of stress mediators. New England Journal of Medicine, 338(3), 171–179.
McEwen, B. S. (2001). Stress and hippocampal plasticity. Hippocampus, 11(2), 57–61.
McEwen, B. S., & Gianaros, P. J. (2010). Central role of the brain in stress and adaptation: Links to socioeconomic status, health, and disease. Annals of the New York Academy of Sciences, 1186(1), 190–222.
McEwen, B. S., & Stellar, E. (1993). Stress and the individual: Mechanisms leading to disease. Archives of Internal Medicine, 153(18), 2093–2101.
