Si venías buscando un artículo adorable sobre criaturas angelicales diciendo “agu, agu”, has tropezado con la piedra equivocada. Steven Pinker, en el segundo capítulo de “El instinto del lenguaje”, desmonta la fantasía de que los niños aprenden a hablar porque los adultos les refuerzan con un “muy bien, campeón”. Este capítulo, titulado algo así como “Anatomía de un instinto del lenguaje” (porque a veces los títulos no tienen la más mínima intención de ser creativos), ofrece la explicación de cómo aprendemos a hablar y de por qué tu sobrino de tres años es mucho más sofisticado lingüísticamente que tú.
Bienvenido al festival del instinto lingüístico.

La adquisición del lenguaje: un milagro diario para padres despistados
Pinker comienza con una obviedad que no por aplastante deja de ser fascinante: todos los niños normales adquieren un idioma. Sin estudiar, sin exámenes, sin apps de repaso y sin que los padres tengan que convertirse en profesores de gramática victoriana. El entrenamiento parental suele consistir en frases a medias, interrupciones, tacos sueltos y una estructura sintáctica que haría llorar a cualquier filólogo. Y aun así, el niño emerge con una gramática impecable.
¿Conclusión? O los niños son genios secretos, o los adultos somos un desastre absoluto como profesores. Pinker, por supuesto, tira por la opción más elegante: los niños vienen equipados con un sistema gramatical interno que sabe mucho más que nosotros mismos.
Y aquí llega la joya del capítulo: la pobreza del estímulo. El input lingüístico que recibe un niño es insuficiente para deducir todas las reglas que acaba aplicando. El entorno habla mal, incompleto y a veces sin sentido, pero el niño aterriza sin despeinarse en la gramática correcta. Si solo fuera imitación, tendríamos una civilización entera de loros. Por suerte para la humanidad, no es el caso.
Skinner y el conductismo
El conductismo dice que todo lo que hacemos lo aprendemos por premios y castigos, como entrenar a un perro: si haces algo y te va bien, lo repites; si te va mal, lo dejas de hacer.
Para Skinner, aprender a hablar es exactamente igual. Un bebé balbucea sonidos al azar, y cuando dice algo parecido a “mamá”, la mamá se emociona, lo abraza y le hace caso (premio). Entonces el bebé repite ese sonido más veces. Poco a poco, solo por imitación y refuerzo, el niño va construyendo su lenguaje: copia lo que oye, recibe reacciones positivas cuando lo hace bien, y así aprende. Es puro entrenamiento, como enseñarle trucos a una mascota.
No hay nada “preinstalado” ni especial en el cerebro para el lenguaje según Skinner, solo repetición mecánica y condicionamiento. Chomsky odiaba esta idea porque pensaba que era imposible explicar la creatividad y complejidad del lenguaje humano con un modelo tan simple de estímulo-respuesta.
Chomsky irrumpe en escena y Skinner sale por la puerta de atrás
Si hubiera un ring de boxeo histórico, Chomsky y Skinner seguirían dándose golpes teóricos hasta hoy. Pinker dedica buena parte del capítulo a recordar por qué el conductismo, aplicado al lenguaje, es una de esas ideas que envejecen tan bien como la leche fuera del frigorífico.
Skinner decía que hablar es un hábito, un conjunto de respuestas aprendidas mediante refuerzo. “Dices algo, te sonrío, lo repites.” Muy mono, muy ordenadito y muy falso.
Pinker pasa la escoba:
- Los padres corrigen la verdad, no la gramática. Si el niño señala un gato y dice “perro”, saltan todas las alarmas. Si dice “yo poní” en lugar de “yo puse”, los padres suelen pasar página, quizá porque bastante tienen con sobrevivir al día.
- Los niños inventan errores jamás oídos. Producen frases que ningún adulto ha pronunciado jamás. Sobreaplican reglas: “rompido”, “cabo” por “quepo”, “andé”. Este fenómeno no se explica con imitación. Se explica con gramática interna y por analogía. Llámalo software preinstalado, llámalo magia evolutiva, llámalo como quieras.
Lo que un niño hace no es imitar. Es computar. Y eso deja al conductismo más hundido que el Titanic.
La gramática es un algoritmo, no un hábito
Pinker remata: el lenguaje no es un invento cultural como la santísima trinidad, las series de zombis o la paella. Es una capacidad biológica, un instinto con todas las letras. Una herramienta cognitiva diseñada para activarse en los primeros años de vida.
Aquí entra la famosa gramática universal, ese conjunto de principios y parámetros que Chomsky propuso para explicar por qué todas las lenguas humanas comparten una estructura profunda. No es que nazcamos hablando japonés, pero nacemos preparados para aprender japonés, español o suajili sin necesidad de tutoriales.
Chomsky, el perejil de todas las salsas
La idea de la gramática universal
Chomsky dijo que los humanos nacemos con el lenguaje “preinstalado” en el cerebro, como si trajéramos el programa de fábrica.
Antes se pensaba que los niños aprendían a hablar solo por imitación, como loros. Pero Chomsky notó algo raro: los niños dicen frases que nunca han escuchado, y cometen errores que revelan que están siguiendo reglas (por ejemplo, un niño dice “rompido” en vez de “roto” porque está aplicando la regla regular de los participios).
La gramática universal
Según Chomsky, todos los idiomas comparten una estructura profunda común. Es como si todos los humanos tuviéramos el mismo “manual de instrucciones” para el lenguaje, y cada idioma fuera solo una versión diferente del mismo programa base.
Un ejemplo: Un niño de 3 años puede generar infinitas oraciones que nunca ha escuchado, entender frases complejas y captar reglas gramaticales sutiles… sin que nadie se las enseñe explícitamente. Esto sería imposible si solo aprendiéramos por imitación. Para Chomsky, esto prueba que traemos algo innato.
El lenguaje no es algo que aprendemos como se aprende a montar en bici. Es más bien como la pubertad: algo que se activa solo porque estamos programados biológicamente para ello.
El niño escucha el idioma de su entorno y solo tiene que ajustar parámetros: ¿se omite el sujeto? ¿El verbo va al final? ¿Hay declinaciones o mejor no torturamos a nadie? Con cuatro pistas, el pequeño lingüista internaliza más reglas de las que tú has comprendido en toda tu vida adulta.
Y por si fuera poco, la adquisición ocurre en etapas universales:
- Balbuceo (6 meses): variedad de sonidos humanos.
- Palabra única (1 año): todo se resume en “agua”, “mamá”, “más”.
- Lenguaje telegráfico (2 años): dos palabras, máxima eficiencia.
- Explosion (2-3 años): frases complejas, preguntas, negaciones. El caos. Y aquí es cuando los niños dejan de ser monos y se convierten en monstruos que te aburren soberanamente.
La prueba definitiva: criollos y lenguas de signos creadas desde cero
Si creías que el instinto lingüístico no podía ser más alucinante, llegan los dos ejemplos estrella:
Las lenguas criollas
Cuando comunidades con idiomas distintos se mezclan sin una lengua común, aparece un pidgin: un idioma simplificado, sin gramática firme. Pero cuando los niños crecen oyendo ese pidgin, no lo heredan tal cual. Lo transforman en una lengua criolla, completa, rica, con morfología y sintaxis. No imitan. Construyen.
Es como si vieran una maqueta a medio montar y automáticamente completaran todas las piezas.
La lengua de signos nicaragüense (ISN)
En los ochenta, en Nicaragua, un grupo de niños sordos sin lengua estándar fue reunido en una escuela. Los mayores se comunicaban con gestos caseros. Pero los pequeños empezaron a organizar esos gestos, fijar reglas, crear morfemas y estructura. Inventaron un lenguaje completo en pocos años.
Si esto no es instinto, no sé qué es.
El conductismo se cae a pedazos
El capítulo dos de Pinker es la sentencia final contra la idea de que hablamos porque nos premian por hablar bien. El lenguaje no es un truco aprendido, es un sistema biológico que despierta en la infancia. Un algoritmo mental más sofisticado que cualquier experimento de Skinner con palomas.
Cuando tu hijo pronuncie una frase impecable, no te pongas medallas. No eres un progenitor modelo. No es tu paciencia. No es tu libro de Montessori. Es el instinto. Es la Gramática Universal. Son millones de años de evolución riéndose en tu cara mientras tu pequeño humano ejecuta su código de fábrica con una precisión que ya la quisieras tú.
