El nivel de hostilidad y violencia que se respira en Grindr pone los pelos de punta. Hay quien parece carecer de las más básicas normas de respeto, y la agresividad es lo que uno recibe en cuanto dices que no. Es habitual encontrar perfiles de gente que, da igual la edad, está por madurar. Esa arrogancia, y mira que el nivel lo pongo alto yo mismo, en realidad esconde unas inseguridades del tamaño de un piano y una autoestima cogida con pinzas.
Algunos usan la plataforma como un vertedero emocional donde vuelcan su frustración y proyectan sus propias miserias. Y en momentos así, digo de nuevo, sigue sin haber una traducción decente para “entitlement”. Ese sentimiento de que el mundo, o el que tienen delante, les debe algo, sólo por estar a unos pocos kilómetros de distancia y con un par de abdominales en la foto.
Grindr, en lugar de fomentar conexiones genuinas, aunque sea para un polvo puntual, se ha convertido en un espacio donde la hostilidad es la norma y el respeto brilla por su ausencia. El 70% de quienes usan este tipo de apps experimentan acoso, agresiones verbales o comportamientos abusivos. Y eso sin contar los bloqueos preventivos por tener pluma o pasarse de los 30.
La comunicación digital parece distorsionar nuestras interacciones y deshumanizarnos. La falta de contacto cara a cara facilita que la gente se sienta menos responsable de lo que dice o hace. Es preocupante que una plataforma pensada para conectar a personas (y sí, también para hacer negocio) termine alienándolas y reforzando dinámicas tóxicas. Porque muchas de estas actitudes no son accidentales: son consecuencia directa de un modelo que convierte incluso nuestras emociones, deseos y cuerpos en productos que se consumen y se descartan.
La juventud que entra en contacto con este tipo de entornos tiende a reproducir patrones de conducta que no ha inventado, sino que ha heredado: masculinidad tóxica, racismo, gordofobia, clasismo… todo bien mezcladito con muchos filtros y frases de autoayuda. En vez de buscar algún tipo de interacción razonable, muchos optan por atacar y menospreciar. Y las apps, lejos de frenar esto, lo perpetúan. Porque no les interesa que nos cuidemos nuestra salud mental; les interesa que sigamos enganchados para ganar dinero. Por mucho que nos digan.
Eso sí, cuando llega junio, Grindr pone la banderita arcoíris, lanza cuatro stickers y te desea “Happy Pride”, mientras sigue ignorando la violencia cotidiana que se cuece en su plataforma. Todo mal.
La clave está en reconocer estos comportamientos y no dejar que nos afecten, aunque sea difícil. Mantener una actitud firme, recordar que la hostilidad ajena no define el valor de nadie, y entender que detrás de cada comentario hiriente hay un contexto que no lo justifica, pero quizá lo explica. No hay que tolerar el abuso. Report, block y a otra cosa.
Ahora bien, esto no se soluciona a base de bloqueos individuales. Hace falta algo más profundo. Necesitamos repensar nuestras formas de vincularnos. Crear espacios, también digitales, que no estén gobernados por el algoritmo de la inmediatez y el descarte, sino por el deseo de construir comunidad, de cuidarnos, de escucharnos. Plataformas hechas desde y para las personas, no desde Silicon Valley para que inviertan los de siempre.
¿Idealista? Puede. ¿Necesario? Seguro.