Cada vez que alguien dice que lo queer se contagia o que la visibilidad trans es una moda pasajera, me entran ganas de regalarles un atlas de la historia social y una taza de té antes de darles una hostia en la cara con la mano abierta. Detrás de esa frase hay una mala lectura de lo social y, sobre todo, miedo, odio y violencia. Lo que publico hoy va de por qué el aumento de visibilidad no es una epidemia, por qué la identidad sólo se vuelve política cuando se la agrede, por qué el patriarcado controla cuerpos y por qué el feminismo y la lucha por derechos materiales son aliados naturales de la causa LGTBIQ+. Lo hago pasando un poco de la retórica y pa que me s’entienda.
(más…)-
El magnesio y la ansiedad

Aunque no es la panacea, es cierto que el magnesio podría ayudar a calmar la ansiedad. Este mineral participa en más de 300 procesos del cuerpo, muchos de ellos relacionados con el sistema nervioso. Hay algunos estudios que dicen que los niveles bajos de magnesio se asocian con más ansiedad o estrés. Tomar un suplemento, especialmente en personas con déficit o en momentos de estrés, puede hacer que te encuentres un poquito mejor. Nada sustituye a la terapia o los hábitos saludables, pero si tu cuerpo pide chocolate negro, frutos secos o legumbres, quizá solo te esté pidiendo un poco de magnesio. Prueba con eso antes de tomarte cualquier pastilla y siempre, siempre, pregunta a tu médico.
Referencias
Boyle, N. B., Lawton, C., & Dye, L. (2017). The effects of magnesium supplementation on subjective anxiety and stress — A systematic review. Nutrients, 9(5), 429. https://doi.org/10.3390/nu9050429
Jacka, F. N., Overland, S., Stewart, R., Tell, G. S., Bjelland, I., & Berk, M. (2009). Association between magnesium intake and depression and anxiety in community-dwelling adults: The Hordaland Health Study. Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, 43(1), 45–52. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/19016075
Murck, H. (2002). Magnesium and affective disorders. Nutritional Neuroscience, 5(6), 375–389. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/12509067
Tarighat-Esfanjani, A., Mohammadi, H., & Faghih, S. (2021). Association between dietary intake of magnesium and psychiatric disorders among Iranian adults: A cross-sectional study. British Journal of Nutrition, 125(7), 789–799. https://doi.org/10.1017/S0007114520003896
Tarleton, E. K., & Littenberg, B. (2015). Magnesium intake and depression in adults. PLOS ONE, 10(7), e0132002. https://doi.org/10.1371/journal.pone.0132002
-
El arte de la pausa: cómo el silencio puede salvar tus discusiones

Todos y todas hemos pasado por esa conversación que empieza con un inocente “¿has sacado la basura?” y termina como si estuvierais en un debate en el Congreso de los Diputados. De repente, las palabras te salen disparadas como si fueran las balas de Tejero, el la cosa empieza a calentarse, y cuando quieres darte cuenta ya has dicho algo que, en el mejor de los casos, acaba en disculpas incómodas y, en el peor, en dormir en el sofá o en un bloqueo en Instagram. La has cagado. Pero bien.
Lo curioso es que no es del todo culpa tuya. Cuando discutimos, nuestro cerebro entra en modo alerta nuclear. La amígdala, esa parte primitiva que se encarga de detectar peligros, se activa y lanza el clásico “lucha o huye”. Muy útil si te persigue un oso en medio del bosque. Una mierda pinchada en un palo si lo único que tienes delante es tu pareja preguntándote, una vez más, por qué nunca bajas la tapa del váter.
Hago un aparte para explicar qué es la amígdala. La amígdala es una pequeña estructura en forma de almendra ubicada en el cerebro, más bien hacia dentro, no en esos surcos que imaginamos cuando pensamos en cómo es un cerebro. Con lo pequeña que es la jodía y lo importante que es. Se encarga de procesar y regular emociones vitales para la supervivencia, como el miedo. No solo crea memorias emocionales: también actúa como un centro de alerta, evaluando constantemente el entorno en busca de amenazas y generando respuestas físicas y conductuales ante ellas. Vamos, como cuando lees en el móvil la última tontería que ha dicho Ayuso y de pronto te entran ganas de tirarlo contra la pared.
Y aquí es donde entra el silencio. Porque si la amígdala pisa el acelerador y vas directo a pegarte una hostia que igual te matas, alguien tiene que tirar del freno de mano, y ese alguien es la corteza prefrontal. La corteza prefrontal es la que hace que pienses y no te estés rascando los huevos todo el día como un orangután. Pero ojo, para que a esta parte de tu cerebro le dé tiempo a reaccionar y decirte que pares el carro, necesitamos hacer una pausa. No me refiero silencio pasivo-agresivo de “no te hablo hasta que adivines qué me pasa”, que es una receta segura para aumentar el drama y un abuso como un piano de cola. Hablo del silencio consciente, de callarte la boca un segundito, para respirar y dejar que la parte de tu cerebro que piensa, organiza y toma decisiones, tenga espacio para entrar en acción. Consejos vendo que para mí no tengo, me dirían los que me conocen.
La psicología lleva décadas estudiando este fenómeno. John Gottman, conocido, cágate, como “el hombre que predice divorcios”, descubrió que cuando en medio de una discusión tu frecuencia cardíaca supera las 100 pulsaciones por minuto, básicamente dejas de procesar lo que el otro dice. Estás tan activado fisiológicamente que ya no escuchas, solo respondes en automático. O sea, que te estás viniendo arriba y lo que está pasando en realidad es que vas cuesta abajo sin frenos, directo a llevarte la medalla de oro a la cagada más grande. La recomendación de Gottman es simple y práctica: parar, tomarte veinte minutos de descanso, y luego volver a hablar. Ese silencio estratégico puede ser la diferencia entre seguir sumando reproches o encontrar una solución real. Que ya sé que pensarás que qué gilipuertez y que para eso no te hace falta ir al psicólogo, créeme que yo también lo he pensado, pero funciona.
Eso sí, no todos los silencios son buenos. Gottman explica que las parejas con problemas para comunicarse suelen caer en patrones destructivos. Ahí aparece el silencio negativo: no es una pausa reflexiva, sino un muro de defensa ante tus reproches, tus desprecios o, lo peor, tus insultos. Puede ser que una persona, desbordada por la discusión, simplemente desconecte porque no puede seguir discutiendo a ese ritmo. O que esté tan harta que empiece a aislarse emocionalmente de la relación y si pasa eso, date por jodido. O el silencio pasivo-agresivo al que me refería antes, que debería estar en el código penal. Estos silencios no reparan nada: al contrario, envenenan la relación.
Hay silencios y silencios. El silencio de pausa, de respirar, de darle una vuelta a lo que vas a decir y no soltar la primera mierda que se te pasa por la cabeza, ese es el bueno. Los otros, el muro, el castigo, la desconexión, son los que te ponen la relación en la cuerda floja.
La ciencia cognitiva también aporta lo suyo. Daniel Kahneman, el de Pensar rápido, pensar despacio, explica que tenemos dos modos de pensar. Uno rápido, emocional y lleno de sesgos; y otro más lento, analítico y, por lo general, más acertado. Cuando saltamos en caliente, estamos usando el “modo rápido”. Pero si nos damos unos segundos de silencio, facilitamos que entre en acción el “modo lento”, el que en esa situación nos va a ayudar a solucionar el problema. Y créeme: la calidad de tus discusiones mejora radicalmente cuando tu cerebro no está en piloto automático. Dale una pensadita a lo que vas a decir y la relación con tu pareja igual hasta mejora y todo.
Además, el silencio tiene un valor cultural que me flipa y que no puedo dejar fuera. En Japón o Finlandia, por ejemplo, los silencios en una conversación no son incómodos: son un signo de respeto y reflexión. En cambio, en las culturas occidentales solemos rellenar cada hueco de la charla como si el silencio fuera un agujero negro. Quizá deberíamos aprender algo de esa perspectiva y dejar de temerle tanto a los segundos sin palabras. Y añado: no hay nada mejor que sentirse cómodo con tu pareja estando ambos en silencio, simplemente estando juntos, haciendo cada uno lo que sea
Superconsejito del día: la próxima vez que notes que tu corazón se acelera, que tu voz sube de volumen y que en tu cabeza empieza a sonar la música de Juego de Tronos, date un puntito en la boca y respira. Eso no significa rendirse, ni ignorar, ni maltratar, ni hacer una pausa dramática. Es darle un respiro a tu cerebro, un espacio a la conversación y, sobre todo, una oportunidad a tu relación. Piensa que diez segundos de silencio incómodo son infinitamente más fáciles de manejar que diez horas de pedir perdón por lo que dijiste en caliente. Y, quién sabe, igual hasta terminas sacando la basura sin discutir.
Consejos vendo que para mí no tengo. 🤡
-
Xenoglosia: el fenómeno paranormal que en realidad habla de nuestra memoria

Cuando tu cerebro se pone creativo. La xenoglosia es ese fenómeno tan llamativo en el que alguien, de repente, empieza a hablar en un idioma que nunca ha aprendido. Ya hablé de esto aquí, sorry, pero es que me flipa. La imagen es de película: una persona entra en trance. Los ojos se ponen en blanco y, de pronto, recita en sánscrito, griego clásico o japonés como si hubiera estado toda la vida viviendo allí. Suena a magia, a posesiones y a vidas pasadas. Pero quizá lo único que nos está mostrando es lo raro y caprichoso que puede llegar a ser nuestro cerebro.
De los exorcismos al archivo mental. Históricamente, la xenoglosia se ha interpretado como señal de posesión demoníaca, comunicación con espíritus o prueba de reencarnación. Vamos, si te pones a hablar islandés sin haber pisado Reikiavik, a más de uno le daría por llamar a un cura, a Fríker Jiménez o a ambos. Lo cierto es que el fenómeno encaja mucho mejor con la idea de memoria involuntaria: esas carpetas ocultas que tenemos guardadas en el archivo mental y que se abren cuando menos lo esperamos.
¿Nunca te ha pasado que, después de años sin practicar, sueltas una frase en francés con la entonación perfecta? ¿O que de pronto sabes algo que te flipa y que no sabes de dónde lo has sacado? Pues imagina eso multiplicado por mil y con mucho dramatismo alrededor.
Y aquí viene el giro inesperado: la xenoglosia no deja de parecerse a la experiencia de descubrir un deseo, una identidad o una atracción que siempre estuvo ahí, aunque no fueras consciente. Como quien dice: “no sabía que era bisexual hasta que un día me enamoré de mi compañero de clase”. El archivo ya estaba, solo faltaba abrirlo. Igual que con esa frase en latín que escupes de golpe, aunque juraras no recordar nada del instituto.
Y ojo, detalle importante: los supuestos idiomas del más allá casi nunca son wolof, aimara o guaraní. Siempre aparecen lenguas con prestigio cultural, coloniales o exóticas en clave guay. Porque parece que hasta los fantasmas son eurocéntricos. La explicación es mucho más sencilla, no es más que acordarte de algo que no recordabas que recordabas. Porque una rosa es una rosa es.
La xenoglosia, más que un milagro sobrenatural, es el resultado de lo increíblemente creativo que puede ser nuestro cerebro. No es tanto un fenómeno paranormal como una prueba de cómo la memoria se esconde, se transforma y nos sorprende. Porque lo mismo un día sueltas una frase en griego clásico que creías olvidada, y al siguiente te descubres deseando algo que nunca habías imaginado. En ambos casos, no es magia: es tu archivo mental abriéndose a destiempo.
-
Alienación y salud mental: por qué tu malestar no es culpa tuya

¿De verdad la ansiedad es un problema tuyo? ¿O será que vivimos en un sistema diseñado para generarla? La narrativa dominante insiste en que la salud mental depende únicamente de la fuerza de voluntad, de la resiliencia individual y de aprender a gestionar mejor el estrés. Un horror. Sin embargo, gran parte de nuestro malestar diario tiene raíces sociales y económicas. El concepto de «alienación» nos ayuda a entender por qué nos sentimos cada vez más desconectados de nuestro trabajo, de la comunidad y hasta de nosotras mismas.
Alienación: cuando la vida deja de pertenecernos
Marx utilizó el término «alienación» para describir cómo las personas pierden el control sobre lo que hacen y sobre lo que son. En el siglo XIX se refería a la fábrica, pero hoy se cuela en la oficina con sus reuniones interminables, en los algoritmos que nos dictan el ocio y hasta en las relaciones sociales que giran más en torno al consumo que al cuidado y a disfrutar de pasar un buen rato con alguien que nos hace sentir bien.
La alienación, según Marx, es el proceso por el cual el trabajador se ve separado de su propia esencia humana a causa del sistema capitalista. En lugar de reconocerse en lo que produce, el trabajador queda subordinado al producto, que ya no le pertenece y se convierte en algo ajeno y hostil. Así, el trabajo (que debería ser una actividad creativa y autorrealizadora) se transforma en una fuerza externa que domina al individuo. Esta alienación no solo afecta la relación con el trabajo y el producto, sino también con los demás seres humanos y con uno mismo, convirtiendo al trabajador en un medio para la ganancia ajena y despojándolo de su humanidad.
Sentimos alienación cuando el trabajo nos vacía en lugar de llenarnos, cuando la identidad queda reducida a lo que producimos y a producir sin descanso, cuando mirar el reloj en mitad de la jornada laboral, si es que tienes trabajo, se convierte en el momento más esperado del día. Es esa sensación de estar presentes pero desconectados, como si fuéramos robots con emociones en piloto automático que intenta siempre que tengamos una vida para compartir en las redes sociales. Si en vez de «producir» dices «generarnos felicidad», lo verás clarísimo. No podemos dejar de «producir» ni de «ser felices», porque es que ya no sabemos ni aburrirnos, joder.
La ansiedad no es un fallo personal
En la vida diaria se nos repite que si no somos felices es porque no sabemos disfrutar lo que tenemos, porque no practicamos suficiente mindfulness o porque no tenemos la actitud adecuada. «Hay que disfrutar de las pequeñas cosas», «aprovecha lo que tienes», «eres un privilegiado», «lo tuyo son problemas de primer mundo». Mucha gente cree que la psicología dominante nos vende la idea de que con un poco de yoga y voluntad, un par de frases motivacionales y un planificador de productividad basta para calmar el malestar y para ser felices. Si no lo eres, es culpa tuya. Eres débil. La psicología no hace eso, la psicología nos ayuda a despojarnos de toda esta mierda y a reprogramarnos para que los malestares de la vida cotidiana no nos paralicen. Otra cuestión muy diferente es que la ansiedad sea siempre una consecuencia directa de estos inconvenientes cotidianos: en muchas ocasiones está vinculada a nuestro entorno y a las expectativas capitalistas de que hay que producir, hay que ser felices, y hay que hacerlo a todas horas.
Sin embargo, lo que sentimos no surge del vacío. La ansiedad que se ha vuelto tan común no es solo una cuestión de química cerebral que se solucione con una combinación de psicofármacos y terapia: es la consecuencia de la precariedad, de la incertidumbre y de un sistema que nos exige estar siempre disponibles, siempre perfectos, siempre a la altura de unas expectativas imposibles.
Salud mental y condiciones materiales
La salud mental no puede separarse de las condiciones materiales. No estamos quemadas porque seamos débiles, sino porque vivimos en un sistema que nos exprime hasta el último segundo para que otros se enriquezcan. Y nos han convencido de que esa es la meta de la vida: ser felices teniendo mucho y experimentando mucho a cada segundo, sin parar. No nos sentimos vacíos porque seamos ingratos, sino porque las dinámicas sociales nos alejan del sentido de vivir, que no es más que sobrevivir, y de la comunidad. El malestar, en muchos casos, es una respuesta bastante lógica a un entorno hostil que nos han creado y nos hemos creído.
Lo que describía Betty Friedan en «La mística de la feminidad» va muy en la misma línea. Aquellas amas de casa de los años cincuenta que sentían un vacío sin nombre no estaban deprimidas por ser unas ingratas o por no poder disfrutar de las pequeñas cosas, sino porque vivían atrapadas en un modelo social que las alienaba de sí mismas. Su malestar no era individual, sino estructural. Lo mismo ocurre hoy con la ansiedad de la que hablo: no es que fallemos como personas, es que el sistema en el que vivimos nos empuja a sentirnos incompletos y a buscar soluciones individuales a problemas colectivos.
Quizá lo que necesitamos no sea aprender a resistir de manera individual, sino empezar a imaginar cómo cambiar colectivamente lo que nos enferma. En otras palabras: no es resiliencia lo que falta. Lo que falta es revolución.
Cuando hablamos de alienación no nos referimos a una idea filosófica perdida en los libros de Marx, sino a esa sensación de llegar a casa después de un día interminable y no reconocer nada de lo que has hecho como «tuyo». La alienación es real. Es el vacío que sientes cuando tu trabajo solo sirve para pagar facturas, cuando descansas con el único objetivo de volver a rendir mañana y vivir la vida a tope, cuando hasta el ocio parece estar diseñado para que sigas consumiendo sin parar. Porque ser feliz cuesta dinero y no debería.
Reconocer que este malestar tiene raíces estructurales no significa negar la importancia de la terapia, la medicación o los cuidados personales, sino situarlos en un marco más amplio. La ansiedad, el burnout y la tristeza no son únicamente «problemas individuales»: son síntomas de un modo de vida que nos desconecta de lo que somos y de lo que necesitamos. Y ahí está la clave: no basta con arreglarnos por dentro si por fuera todo sigue roto.






