“La anorexia es el toro más difícil de mi vida”. Lo dijo Rafael de Julia, torero, 46 años, casi cincuenta kilos, seis meses en tratamiento por un trastorno alimentario que estuvo a punto de matarlo. Este es el artículo que publicó El País . Y no, no es una metáfora bonita para un titular ingenioso. Es literal.
A ver si así lo entendemos: la anorexia no es una “cosa de chicas adolescentes”. No es una excentricidad juvenil, ni un problema estético, ni una fase rara que se cura comiendo un bocadillo. Es una enfermedad mental grave. Punto. Y afecta a mujeres, a hombres, a jóvenes, a adultos, a deportistas de élite, a profesores, a toreros y a personas que cumplen todos los requisitos para que nadie sospeche nada.
Y ya que estamos, dejemos otra costumbre absurda: decir que alguien “está anoréxico” porque está muy delgado. No. La delgadez no es un diagnóstico. La anorexia no se ve, no se pesa y no se adivina desde la barra de un bar. Se diagnostica y se trata. O no se trata, y entonces puede tener consecuencias muy graves.
Rafael de Julia salió a una plaza con 20.000 personas mirándole y el corazón a punto de pararse. No por épica ni valentía taurina, sino por una enfermedad que seguimos reduciendo a clichés cómodos. Igual el verdadero problema no es que existan estos trastornos, sino lo poco que nos gusta reconocer que pueden afectar a cualquiera.
La anorexia no entiende de género, ni de edad, ni de épica. Y cuanto antes dejemos de contarla mal, antes empezaremos a tomárnosla en serio.
