¿Qué ocurre en tu cerebro durante un ataque de pánico?

Drowning

Qué sorpresa. El enésimo post sobre estrés, ansiedad, ataques de pánico y nuestra amiga la amígdala. Y claro, yo aquí intentando fingir que es casualidad, igual que cuando me digo que solo quiero comerme un torrezno y me meriendo medio cerdo. Por si queda alguien que no se había dado cuenta, estoy manteniendo una relación monógama y tóxica con mi amígdala. Yo me creo que soy el único gilipollas que está en esta situación, pero algo me dice que si estás leyendo esto es porque igual sabes de qué te estoy hablando. 

Aquí hemos venido a hablar de lo que te interesa: lo que pasa cuando tienes un ataque de pánico. En resumen, tu cerebro decide que lo mejor es montar un espectáculo pirotécnico que dejaría a media Valencia aplaudiendo hasta sangrar. La protagonista absoluta suele ser la amígdala (ese par de estructuras en forma de almendra en tu lóbulo temporal que es la estrella invitada de este blog en lo últimos meses), y que es la encargada de detectar peligros: a tu sistema nervioso le va el mambo y tiene una nominación a los Goya por “Vida Cotidiana”.

La amígdala y sus colegas (de nuevo)

Por si no había quedado claro: Resulta que tu amígdala no es solo Premio Nacional a la Exageración 2025, sino que se pone a gritar “¡PELIGRO!” cada vez que escucha crecer la hierba. Hay varios estudios en PubMed que dicen que la amígdala no solo se dedica a hacerte sentir miedo. También es la directora de producción de todos los efectos especiales corporales que acompañan al pánico.

Amígdala
La amígdala, en morado.

¿Que tu corazón late como si acabaras de correr un maratón sin entrenamiento previo? Gracias, amígdala. ¿Que de repente respiras como si te estuvieras ahogando en tierra firme? Sí, también es ella. ¿Te vas a morir de un ataque al corazón? La hija de puta de tu amígdala y sus compinches: la taquicardia, la hiperventilación o la sudoración estilo sauna finlandesa.

Básicamente, la amígdala es ese amigo que no solo te cuenta el cotilleo dramático, sino que además contrata músicos, ilumniadores y agitadores profesionales para la presentación

Panicar es vivir

En personas con tendencia a panicar (como tú y como yo, por eso tú has llegado hasta aquí y yo he escrito esto), la amígdala se vuelve hipersensible y cualquier ráfaga de aire puede hacer saltar las alarmas. Se ha observado, entre otros fenómenos, una pérdida del tono inhibitorio GABAérgico en el núcleo basolateral de la amígdala, lo que incrementa la ansiedad y la evitación condicionada, y puede llevar a reacciones de pánico ante estímulos muy leves. O sea, cuando tu sistema de freno (el mecanismo de acción inhibitoria de tu cuerpo) falla en una zona clave de la amígdala, te vuelves más ansiosa, evitas más situaciones y puedes tener ataques de pánico incluso ante cosas pequeñas o inofensivas.

Claro que no todo depende de la amígdala. Esa hiperactivación se comunica con otras regiones cerebrales (sobre todo el hipotálamo, el tronco cerebral, la corteza prefrontal, o el hipocampo) componiendo una red del miedo mucho más amplia. (PubMed) Si todo ese sistema se pone a bailar una lambada, tú te acojonas, lo empiezas a pasar del culo y experimentas un ataque de pánico.

La evitación condicionada

La evitación condicionada se refiere al proceso de aprendizaje mediante el cual una persona o animal desarrolla un comportamiento de huida o evitación con el objetivo de escapar de un estímulo que ha sido previamente asociado con el miedo o el dolor. Este mecanismo se mantiene y se fortalece gracias al refuerzo negativo: cuando el individuo evita el estímulo, experimenta un alivio inmediato porque el evento desagradable no ocurre. Este alivio funciona como una recompensa que asegura que el comportamiento de evitación se repita en el futuro. Paradójicamente, aunque la evitación reduce la ansiedad a corto plazo, es la principal razón por la que el miedo se mantiene y se cronifica, ya que el individuo nunca se expone a la situación real para desaprender la asociación de peligro.

La Autopista HPA y la cascada hormonal de emergencia

En cuanto la amígdala decide que hay algún peligro (aunque solo haya un pensamiento, una sensación, o una interpretación errónea) envía una señal al hipotálamo, que libera CRH (hormona liberadora de corticotropina). Esa señal llega a la glándula pituitaria (la “secretaria eficiente”) que libera ACTH (corticotropina). Esta hormona viaja hasta las glándulas suprarrenales. La corteza de esas glándulas empieza a producir cortisol, mientras la médula libera adrenalina y noradrenalina. Esa combinación pone a tu cuerpo en modo “huida o lucha”. En circunstancias habituales, cuando te enfrentas a un peligro, esa es la reacción que se espera de ti: te acojonas, evalúas rápidamente cuáles son las alternativas para eludir el peligro y sobrevives. El problema aparece cuando el peligro no es tal y tu cuerpo interpreta que te puede pasar algo. 

Un metaanálisis clásico revisó cuatro estudios sobre la actividad del eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal (eje HPA para los amigos) en personas con trastorno de pánico. El objetivo de esta revisión era sintetizar los hallazgos de cuatro estudios clave centrados en la actividad del eje HPA en pacientes diagnosticados con trastorno de pánico. Este eje es el principal sistema de respuesta al estrés del cuerpo, y entender su funcionamiento en esta población es crucial para desentrañar la base biológica de la enfermedad.

El eje hipotálamo-hipofisario-suprarrenal

Los hallazgos clave revelaron una consistente y significativa alteración en el funcionamiento del eje HPA de los pacientes con trastorno de pánico: una hiperactividad basal del eje. O sea que:

  1. Por un lado, se observaron niveles elevados de cortisol en condiciones basales (es decir, que cuando los pacientes estaban en reposo o no estaban experimentando un ataque sus niveles de cortisol ya estaban por las nubes).
  2. Por otro lado, estos individuos mostraban respuestas exageradas a los estímulos de estrés, lo que indica que su sistema se disparaba con una intensidad desproporcionada ante las amenazas percibidas. Estos resultados vienen a decir que el sistema de respuesta al estrés en estos pacientes está crónicamente “encendido” o en un estado de hiperalerta persistente.

¿Qué sacamos de todo esto? Que la disfunción del eje HPA constituye un componente biológico importante en la fisiopatología del trastorno de pánico. La hiperactividad crónica de este eje podría explicar por qué los pacientes con este trastorno se encuentran en un estado constante de alerta o vigilancia elevada y por qué tienen umbrales significativamente más bajos para experimentar ataques de pánico completos.

La relevancia de estos hallazgos es doble (y aquí parece que hasta me estoy poniendo serio y todo). Primero, refuerza y apoya firmemente la base biológica subyacente al trastorno de pánico, yendo más allá de una simple explicación psicológica. Segundo, y quizás lo más importante desde una perspectiva clínica, estos datos sugieren que las intervenciones terapéuticas que logren modular o normalizar la actividad del eje HPA (ya sean farmacológicas o conductuales) podrían ser útiles para reducir la hiperalerta y la vulnerabilidad a los ataques de pánico. O sea, que los ataques de pánico tienen un mecanismo fisiológico, no sólo psicológico.

El eje HPA va a su puta bola

Hay un detalle importante en todo este caos: el eje HPA no se comporta siempre igual. Porque claro, sería demasiado fácil que el cuerpo humano fuese coherente. En el review “HPA Axis Activity in Patients with Panic Disorder: Review and Synthesis of Four Studies”, se encontraron resultados bastante jugosos.

  1. Cuando los participantes estaban tranquilos, la actividad del eje HPA a veces parecía normalita, casi civilizada.
  2. Pero cuando los investigadores les sometían a “desafíos” experimentales (pruebas diseñadas para estresar, asustar o simplemente fastidiar al sistema) la cosa cambiaba por completo. La secreción de ACTH y cortisol se disparaba, como si su cuerpo de repente decidiera que están a punto de invadir Polonia.

¿Qué significa eso? Pues que estas estructuras fisiológicas no reaccionan solo a hechos, sino también a interpretaciones. Basta con que el cerebro perciba novedad, una pizca de pérdida de control o un entorno ligeramente amenazante para que el eje HPA active todos sus aspersores de estrés. El pánico no necesita un apocalipsis zombi, es suficiente que aparezca una situación que a tu cerebro le parezca suficientemente sospechosa. Real o imaginaria, da igual: la maquinaria hormonal responde igual que si te estuviera persiguiendo un alien rabioso.

No olvides que el eje HPA es esencialmente eso: un sistema diseñado para salvarte la vida, pero con el criterio de un detector de humo que pita cuando haces tostadas.

Neurotransmisores y neuromoduladores: la fiesta química que se sale de control

El asunto no termina con las hormonas. Dentro del cerebro ocurre un caos químico mezcla de American Horror Story y Breaking Bad. El equilibrio entre transmisión excitadora e inhibidora se va a la mierda.

Por un lado, los neurotransmisores como la serotonina, la noradrenalina y los sistemas glutamatérgicos muestran alteraciones en personas con pánico y se vuelven más vulnerables a las crisis: cuanto peor te funcionen, más probabilidad de que te pongas dramática. En particular, hay evidencias de que en el caso de la química GABA (responsable de frenar la excitación del sistema nervioso) existe una disfunción: si tus niveles de GABA suelen estar como tus ganas de limpiar los cajones de la cocina, es posible que tengas una menor densidad de receptores benzodiacepínicos y que reduzca la capacidad de tu organismo para la inhibición neuronal. Dicho en cristiano: tendrás menos capacidad de controlar a la baja la actividad del sistema nervioso y, por tanto, de calmarte. Así que prepárate, porque tu ansiedad y tú vais a pasarlo de puta madre. (PubMed)

Imagina que tu cerebro es como una casa llena de enchufes en las paredes. Los receptores benzodiazepínicos son enchufes muy específicos diseñados para un tipo particular de aparato: las benzodiazepinas (esas pastillas ansiolíticas con nombres impronunciables como diazepam, lorazepam, alprazolam… básicamente todo lo que termina en “-pam” o “-lam”).

Estos receptores están pegados al sistema GABA, ese “freno” del cerebro del que hablamos antes. Cuando una benzodiazepina se conecta a su receptor (como enchufar un cargador), hace que el freno GABA funcione MUCHO mejor. Es como ponerle turbo al sistema calmante.

Más cositas. Otro participante digno de mención de esta orgía química es la hormona/neuropéptido colecistoquinina (CCK). Se usa en estudios con voluntarios sanos como “panicógeno” (o sea, que genera pánico): administrarla puede provocar síntomas de pánico. Eso sugiere que una sensibilidad exagerada a CCK (o a su receptor CCK-B) puede predisponer al pánico. También hay alteraciones en el sistema serotoninérgico: hay muchas investigaciones que apuntan a una disminución de la regulación serotoninérgica en quienes, quizá como tú, sufren trastorno de pánico, y eso puede aumentar la reactividad de la amígdala y la vulnerabilidad al estrés.

¿Por qué la razón no sirve en medio del caos? El secuestro de la corteza prefrontal

Durante un ataque de pánico, esa red de regiones límbicas y del tronco encefálico puede literalmente “secuestrar” el control. La parte racional, lógica y calmada del cerebro (la corteza prefrontal) queda desconectada o simplemente ha decidido que está pasando de tu culo. Por eso resulta tan inútil (y desesperante) intentar razonar o repetirse mentalmente que “no hay nada que temer”. Cuando alguien te sugiera que para tranquilizarte tienes que convencerte de que no hay ningún peligro, igual es hora de darle una bofetada a esa persona por imbécil. Y otra de mi parte. 

Los estudios de neuroimagen más recientes han revelado que el pánico no es simplemente cosa de la amígdala, como se pensaba antes. En realidad, durante un ataque de pánico se activa toda una red cerebral compleja que los científicos llaman la “red del miedo”. Esta red incluye regiones como la corteza cingulada anterior y media, la ínsula, varias partes del córtex prefrontal, el tronco cerebral, el hipotálamo y diversas estructuras subcorticales.

Lo fascinante (y aterrador) de esto es que cuando todas estas áreas se activan simultáneamente, dominan completamente la experiencia consciente de la persona. Es como si el cerebro entrara en modo de emergencia total, donde la sensación de “miedo absoluto” se apodera de todo. En ese momento, la lógica y el razonamiento quedan completamente desconectados, relegados a un segundo plano que ni siquiera existe. Por eso es tan difícil para alguien en medio de un ataque de pánico “simplemente calmarse” o “pensar racionalmente”: literalmente, las regiones cerebrales responsables de esos procesos han sido eclipsadas por esta red del miedo hiperactiva.

Te presento a tu corteza prefrontal, en amarillo.

Implicaciones terapéuticas y lo que sabemos hasta ahora

Saber todo esto no es solo bonito para tu cerebro curioso. Tiene implicaciones reales para el tratamiento. Muchos de los fármacos útiles contra el pánico actúan modulando estos sistemas: aumentando la serotonina o reforzando tu capacidad para bajar de revoluciones.  

Los medicamentos que realmente funcionan contra el pánico no son magia ni agua bendita. Actúan directamente sobre estos sistemas que acabamos de mencionar. Los ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina), por ejemplo, son básicamente bombas químicas que dicen “oye cerebro, aquí tienes más de la sustancia feliz, deja de entrar en pánico por todo”. Luego están los ansiolíticos que refuerzan el sistema GABA, ese “freno” del cerebro que mencionamos antes, porque aparentemente algunos cerebros olvidan que los frenos existen. Y también hay tratamientos que modulan la famosa CCK, esa sustancia que tiene al cerebro con el dedo permanentemente sobre el botón de alarma.

Así que sí, entender toda esta bioquímica cerebral no es solo para alimentar tu ego intelectual. Es literalmente la base de por qué tu psiquiatra te receta lo que te receta y no un placebo. Ciencia, baby.

¿Te suena?

¿Y si no me quiero drogar? ¿Hay plan B?

Si no te quieres drogar, allá tú. Pero si te lo dice el psiquiatra, igual deberías considerarlo. Yo qué sé. 

Las terapias psicológicas (especialmente las que se basan en tareas de reestructuración cognitiva y exposición) pueden ayudar a que la corteza prefrontal recupere algo de control, y a que el sistema límbico deje de sobreactivar la alarma ante estímulos neutros. (PubMed) Hay estudios que dicen que el estrés agudo puede inducir cambios en la identidad de neurotransmisores en ciertas regiones cerebrales, lo que altera la conectividad con la amígdala y el hipotálamo. Eso abre posibilidades nuevas para terapias más específicas, quizá incluso intervenciones biológicas dirigidas. (Agencia SINC)

Pues resulta que sí, y aquí es donde la psicología se pone seria. Las terapias psicológicas, especialmente esas con nombres intimidantes como “reestructuración cognitiva” y “exposición”, no son solo charlas motivacionales con tu terapeuta. Según este estudio, estas terapias literalmente ayudan a que tu corteza prefrontal (la parte “adulta” y racional del cerebro) recupere el control y le diga al sistema límbico: “Oye, colega, relájate, que ese timbre de la puerta no es un ataque terrorista”. Básicamente, es entrenar a tu cerebro para que deje de sobreactivar la alarma cada vez que pasa algo mundano.

Pero espera, que sigue. El estrés agudo puede cambiar la identidad de los neurotransmisores en ciertas zonas del cerebro. Sí, como si las neuronas decidieran cambiar de profesión de la noche a la mañana. Esto altera cómo se conectan la amígdala y el hipotálamo, lo cual suena aterrador pero en realidad abre la puerta a tratamientos mucho más específicos y personalizados. Quizá en el futuro tengamos intervenciones biológicas tan precisas que parezcan sacadas de ciencia ficción.

Mientras tanto, tu cerebro sigue aireando que se sacó el Máster en Catástrofes con un magna cum laude.  

Cómo entender todo esto y no sentir que eres un experimento

Este funcionamiento regulero del eje HPA, el sistema gabaérgico y la madre que lo parió no es un fallo personal. No significa que seas frágil ni “excesivamente sensible” ni una “persona difícil”. Es simplemente tu cerebro cumpliendo su función principal: mantenerte a salvo. A veces ese sistema de alarma (la amígdala y la red del miedo) se vuelve demasiado reactivo, interpreta señales inocuas como peligrosas y activa todo el protocolo.

Conocer lo que pasa ahí dentro te da ventaja. No es algo que pasa en un laboratorio secreto en el desierto de Nevada o en una república rusa muy a tomar por culo: son moléculas, estructuras y cables neuronales haciendo su turno, como Homer Simpson. Y, con esa información, puedes elegir mejor qué te ayuda sin sentir que estás tirando dardos a ciegas. Terapia, medicación, hábitos… lo que toque. 

Eres una persona intentando manejar un sistema operativo que viene sin manual y con actualizaciones sorpresa.