Los viajeros no existen, son un invento romántico para sentirse superiores. No soy un viajero experimentado que esquiva menús plastificados y precios inflados. Soy un turista y tengo fe en recomendaciones demasiado bien traducidas. Me vendieron autenticidad envuelta en servilletas de papel y me la comí con gusto, porque en el fondo uno no viaja solo para ver lo real, sino también para reírse después de sus propios tropiezos.
En realidad, todos somos turistas: miramos, nos perdemos, comemos en sitios reguleros y compramos imanes para la nevera. Bueno, eso yo no, no me gusta nada. Pero tengo amigos que sí. El turista vive el viaje con honestidad; el “viajero auténtico” finge profundidad para ocultar su vanidad.
Prefiero mil veces una trampa turística con cerveza y risas que una charla pretenciosa sobre lo local. Ser turista es vivir, tropezar y reírse del propio entusiasmo.



