Defender los derechos humanos no es radical

people standing on street during daytime

Llamar “radical” a la defensa de los derechos humanos suele sonar contundente, como un golpe en la mesa. Pero si bajamos el volumen emocional y subimos un poco el cognitivo, lo que queda es bastante simple: pedir dignidad, igualdad ante la ley y justicia social no es extremismo, es el mínimo ético de cualquier democracia funcional. Lo que ocurre es que, cuando ese suelo se mueve, algunas personas sienten una mezcla de incomodidad, irritación y alerta corporal, como una presión difusa en el estómago. Y a esa sensación, en lugar de analizarla, la etiquetan rápido. “Radical”. Fin del pensamiento.

Desde la psicología social, la radicalización tiene una definición bastante menos vaga en la psicología social de lo que se usa en redes o tertulias. No es pedir cambios desde la “extrema izquierda”, ni cuestionar desigualdades, ni hablar de derechos humanos con convicción. La radicalización es un proceso progresivo en el que una persona adopta creencias rígidas, dicotómicas (por ejemplo, nosotros contra ellos), resistentes a la evidencia que justifican la exclusión o la violencia. Si tu postura busca ampliar derechos y reducir daño, no estás radicalizándote. Si busca deshumanizar y cerrar opciones, ahí sí hay un problema. Todo lo demás es ruido con apariencia de análisis.

Otro sesgo: el de statu quo

Aquí entra una teoría clave de la psicología cognitiva: el sesgo de statu quo, descrito por Kahneman y Tversky. Tendemos a preferir que las cosas sigan como están simplemente porque nos resultan familiares, no porque sean justas o eficientes. Cuando alguien señala una injusticia estructural, el cuerpo reacciona antes que la razón: tensión en los hombros, molestia, esa sensación de “esto va demasiado lejos”. La mente, siempre servicial, busca una etiqueta tranquilizadora para no revisar creencias profundas. “Radical”. Al ponerle nombre, baja la ansiedad y se evita la reflexión. Cómodo, rápido y poco riguroso.

La justicia social no es una ideología extrema, sino una aplicación coherente de principios ampliamente aceptados en derechos humanos: igualdad, no discriminación y equidad en el acceso a los serivicios básicos. Quien defiende políticas contra la pobreza, el racismo o la exclusión no rechaza la democracia, sino que exige que ésta funcione mejor. El problema, y aquí el sarcasmo se cuela solo, es que históricamente lo que hoy llamamos derechos humanos fue tachado de radical en su momento: el voto femenino, el fin de la segregación, los derechos laborales, el acceso a una vivienda digna, un sistema de salud accesible y una educación de calidad independientemente de la situación socioeconómica. Eso no es ser radical, es ser persona, aunque a algunos les provoque fatiga moral reconocerlo.

Quien ve radicales en todas partes, está reaccionando emocionalmente

En términos psicológicos, muchas acusaciones de “radicalismo” son reacciones emocionales disfrazadas de argumentos racionales. La psicología social lo explica bien: cuando una idea amenaza la identidad o los privilegios percibidos de un grupo, aparece una respuesta defensiva que se siente como enfado, rechazo o burla. No es pensamiento crítico, es autoprotección cognitiva. Y no pasa nada por admitirlo, lo peligroso es convertir esa reacción en una narrativa que desacredita la defensa de los derechos humanos como si fuera un exceso, una moda o una amenaza.

Salir a la calle a defender los derechos sociales básicos no es irse a los márgenes, es negarse a normalizar la injusticia. Si eso genera incomodidad o ganas de usar palabras grandes para cerrar la conversación, quizá el problema no sea el supuesto radicalismo, sino la resistencia a aceptar que la justicia social no es opcional, ni extrema, ni negociable. Es, simplemente, necesaria.