Ayer empecé a hablar en serio con mis estudiantes tercero sobre la perspectiva sociocultural en el análisis del comportamiento humano. Siempre empiezo con Zimbardo (1971), el estudio sobre la Prisión de Standford, y con Festinger (1954), el de la disonancia cognitiva. Hay muchísima información sobre los dos, pero en mis clases siempre ha habido una especie de fascinación por el primero que hace que mi clase entre en trance cuando estoy explicándolo.
Por si alguien no lo conoce: el estudio de la Prisión de Stanford de Philip Zimbardo es uno de los estudios clave de la psicología del siglo XX y va sobre la influencia que ejercen el entorno físico y social en el comportamiento. Para empezar, Zimbardo buscó voluntarios a los que se les iba a pagar quince dólares al día (unos 100 dólares ahora) para participar en una investigación que iba a durar dos semanas. Los voluntaríos debían ser hombres y pasar una serie de evaluaciones psicológicas para descartar a todos aquellos que consumieran drogas, presentaran rasgos de personalidades violentas o que tuvieran comportamientos patológicos. Después, Zimbardo y su equipo crearon un laboratorio que simulaba una cárcel y asignó a los participantes seleccionados, de manera aleatoria, dos roles opuestos: unos iban a ser los carceleros y los otros, los presos. De esta forma esperaban observar si sus conductas iban a cambiar según el rol que se les había asignado o si no iba a haber cambios fundamentales. Si las conductas se mantenían estables, el estudio sugeriría que la crueldad es una característica intrínseca del individuo, mientras que si se producía algún cambio debido al entorno físico y a las estructuras sociales que habían creado y si se daban comportamientos un poco más subiditos de tono, se podría demostrar que son éstas variables las que están detrás de la crueldad y de algunas situaciones de abuso de poder. La pregunta, en definitiva, venía a ser: ¿las personas son malas o se hacen malas? Como todo en psicología, es imposible decir que un comportamiento tiene una única causa, pero eso es otra historia que debe ser contada en otro momento.
Los participantes seleccionados fueron informados debidamente de cuál iba a ser el procedimiento, cuáles eran las hipótesis que manejaban y qué pretendían observar. También se les explicó a los que iban a hacer de guardias que «debían mantener la ley y el orden» pero que no les estaba permitido causar daño físico a los prisioneros. A los primeros se les proporcionó uniformes, porras y gafas de sol espejadas y a los segundos, se les puso una cadena en un pie, se les dio una especie de camisola para llevarla puesta sin ropa interior y se les asignó un número a cada uno. Todo esto era parte del atrezzo que debía establecer una distinción clara entre ambos grupos. Los carceleros disponían de símbolos de fuerza y poder (las porras) y de un instrumento que permitiera crear inseguridad y desconcierto en los prisioneros: las gafas. Puesto que eran espejadas, los internos no sabrían a quién se estaban dirigiendo los carceleros y contribuir al ambiente de vigilancia perpetua del que había hablado Foucault. Los números, por ejemplo, eran un mecanismo de despersonalización y desindividuación: al no ser referidos por sus nombres, los presos perderían la comprensión de sí mismos como personas.
El primer día, los que hacían de prisioneros fueron arrestados por policías de verdad. Se les trasladó a la prisión y, a partir de ahí, estaba previsto que permanecieran dos semanas bajo la observación del equipo de Zimbardo. Pero conforme pasaban las horas, se fue perdiendo el control: el primer día, uno de los vigilantes empezó a mostrarse más dominante de lo esperado. El seguno día, los presos se rebelaron y provocaron un aumento de la presión a la que eran sometidos por los carceleros. El miércoles, uno de los presos sufrió una crisis ansiosa pero decidió continuar en la prisión. Al día siguiente, a los comportamientos de abuso psicológico se les añadió un componente de humillación sexual muy evidente y la psicóloga Christina Maslach, que entonces era la novia de Zimbardo, acudió para llevar a cabo unas entrevistas evaluativas con los presos. Pero al ver el panorama, le dijo a Zimbardo que aquello se le había ido de las manos y éste decidió terminar el estudio antes de tiempo, e. d., el viernes.
Si te interesan los detalles, este vídeo lo explica mejor que yo y tiene subtítulos en castellano:
En seis días que duró la investigacíon, el comportamiento de los participantes y de los investigadores (!!!) había cambiado radicalmente. Los participantes se transformaron en el rol que se les había asignado: los carceleros se habían vuelto crueles crueles y habían mostrado un nivel de agresividad y violencia física y verbal que los test psicológicos previos no habían podido predecir. Los convictos, por su parte, se fueron volvieron sumisos sumisos y comenzaron a mostrar signos de cambios emocionales profundos, ansiedad, estrés, depresión e incluso estrés postraumático.
Aunque el estudio es muy cuestionable desde el punto de vista ético y metodológico, es cierto que es una demostración espectacular de los que se había pensado anteriormente, especialmente después de lo que había ocurrido en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial: cualquiera puede volverse, dadas las circunstancias del entorno, en un individuo cruel, sádico y malvado.
Zimbardo detalla en «El efecto Lucifer» todo lo que ocurrió durante aquellos días y admite no sólo los problemás éticos, sino la forma de proceder fue bastante cuestionable. Aún así, se defiende de aquellos que atacan la validez y la fiabilidad del estudio con un ejemplo que pone los pelos de punta por las similitudes con el estudio: el caso de los abusos en Abu Ghraib durante la invasión estadounidense de Irak. No pongo las fotos aquí porque si quieres, ya las buscarás tú. Son muy muy muy fuertes. En resumen, lo que pasó en Stanford pasó, exactamente igual, en la prisión iraquí.
El estudio de Zimbardo cambió la forma en que entendemos la maldad. Ya no parecía tan claro que se tratara de una característica intrínseca a la persona, sino que, independientemente de que haya individuos con más o menos escrúpulos o personas que tengan más o menos en cuenta el bienestar ajeno, la crueldad puede ser resultado de los efectos que tiene el entorno sobre nosotros y nosotras. No sé realmente si hay personas malas, lo que sí está claro es que hay personas que se han vuelto malas y a las que, como se dice popularmente, la «vida les ha hecho así». No se trata de analizar si un comportamiento malvado es justificable o no, no hablo de la responsabilidad invididual de cada cual ante las circunstancias ni el control que podemos tener sobre la presión que ejercen las circunstancias sobre nosotros. No todos los alemanes fueron nazis, ni todos los carceleros se comportaron con tanta crueldad en 1971. Tampoco podemos ser tan hipócritas de decir «a mí eso no me había pasado». Lo que Zimbardo demuestra es que todos y todas, dadas las circunstancias, nos podemos convertir en monstruos.
Tú también.
PD: A mis estudiantes les superflipa este estudio. Éxito seguro.