Serbia ganó ayer el Festival de Eurovisión. Nada, que me desapunto, no porque esté en desacuerdo con la que ganó –de hecho, el premio fue justo para mis entendederas y como ya he dicho en los comentarios al post anterior, acerté los dos primeros, que por algo me llaman Iraburri–, es que Eurovisión ya no es lo que era. No es que antes fuera un signo de distinción y elegancia reunirse para verlo, siempre ha sido algo raro decir que organizábamos fiestas de Eurovisión, ¡ah!, y explícale a una chica de Trinidad y Tobago, y esto es literal, que recorres quinientos km para reunirte con un grupo de diez gansos delante del televisor y ver veinte canciones de las cuales no entiendes 18, de ellas, 17 te parecen cutres y, encima, tienes que aguantar tres cuartos de hora de conexiones en directo con nosecuántas emisoras de televisión y soportar la cantinela del Guayom Uní delante de una lista con numeritos mecánicos que se atascan cada dos por tres. Por supuesto, previo chupito por cada punto que le dieran a nuestro favorito, con lo que a los veinte minutos nos daba igual que Portugal no votara a Islandia o que en Luxemburgo se hubieran hecho un lío con las conexiones. Lo que importaba era que quedara suficiente tequila para llegar al final de las votaciones y a todo esto rogando que no le dieran muchos puntos, porque si el chupito era obligatorio y el país en cuestión quedaba entre los cinco primeros, la cogorza era de las buenas y terminábamos comiendo bocatas de macarrones –ésta fue de las más celebradas, todo hay que decirlo, estoy hablando de un bocata de macarrones, un bocata de macarrones, insisto: UN BOCATA DE MACARRONES– y felicitando el cumpleaños a diestro y siniestro en fiestas a las que no nos habían invitado pero a las que entrábamos –nos daba igual dónde fuera, allá donde oíamos música, entrábamos, fuera un bar o una fiesta privada– y nos dejaban entrar porque nos acoplábamos con toda la naturalidad de este mundo y parte del otro, llevábamos la cara pintada y una trompa de tres pares de narices. Y no cuento los entresijos de las más sonadas, porque no quiero entrar en intimidades. Cuando lo hacían en La 2, pues aún tenía su aquel reunirse para verlo, que parecía que estuvieras haciendo algo malo, era como ser mormón o comunista, ahora no, ahora se queda en simple ordinariez. Un año llegamos a colgar en el balcón una pancarta de tres metros de largo con la leyenda “AQUÍ ESTAMOS VIENDO EL FESTIVAL DE EUROVISION”, cuando no lo veía ni Cristo, ahora sólo estamos en conexión vía satélite, apostando por unos u otros. Recuerdo haber oído berrear a algun@ de por aquí cuando Chipre daba los doce a Grecia o cuando los finlandeses se quedaban colgados entre tanta vocal, que si Grecia siempre daba puntos a España por la reina –jatetú argumento objetivo ande los haiga– o que si los suecos siempre se hacían los ídem al dar los puntos.
Este año ha ganado Serbia. Ucrania, los segundos, tal y como predije ((predije que Serbia, Ucrania y Lituania iban a quedar entre los primeros, pero me equivoqué con los bálticos)). Si es que no falla. No es que sea previsible, es que puedo decir en cuanto oigo la canción en cuestión: esta gana.
En fin. A riesgo de que lea esto mi familia, tengo que decir que hoy he ido a celebrar mi cumpleaños y el de una amiga a la playa. Hemos ido un grupo pequeñito –éramos seis, pero nos bastamos para pasarlo bien– a un restaurante cerca de Las Arenas. Hemos tenido una dobledosi (sí, do-ble-do-si) de folklore, que hoy era el día de la Marededeu, la Cheperudeta ((La Virgen de los Desamparados, ésa a la que llamamos «La Jorobadita», que hay que joderse)) y hemos oído todos los pasodobles falleros habidos y por haber, comuniones mediante, con una paella güena, eso sí. Luego han sacado el champán… y el resto ya os lo podéis imaginar. Mañana estaré más sereno.
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Para los nostálgicos:
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