Generación ansiosa: wifi rápido pero corazón lento

woman holding iPhone during daytime

Nos prometieron que internet y el iphone nos harían libres. Que tendríamos todo el conocimiento del mundo en el bolsillo, que podríamos hablar con cualquier persona en cualquier rincón del planeta, saberlo todo al instante, que nunca más estaríamos solos. Y sí, técnicamente es verdad: ahora lo tenemos todo. Podemos ver memes de gatos, seguir en directo un exterminio a miles de kilómetros y aprender a hacer pan de masa madre en tres minutos.

El problema es que la promesa de libertad venía con letra pequeña: insomnio, ansiedad y la extraña sensación de que, si no contestas un mensaje en los próximos 37 segundos, a alguien en tu vida le va a dar un ictus. Al final, lo que iba a ser conexión se ha convertido en una jaula invisible, en la que estamos siempre disponibles, siempre atentos y siempre un poco al borde del colapso, con el dedo en modo automático haciendo scroll aunque no sepamos muy bien qué estamos buscando.

El parque vacío y el móvil lleno

Vamos a romantizar un poco. Antes, la infancia era sinónimo de bicis, barro y rodillas hechas polvo. La prueba de amor más grande podía ser dejarle tu chicle a alguien o compartir un cubalitro. Hoy, la infancia y la juventud están en la pantalla: likes que no llegan, vídeos que caducan en horas, grupos de WhatsApp donde la exclusión duele tanto como cuando no te elegían para jugar en el patio.

La calle se ha vaciado y, en su lugar, tenemos notificaciones a todas horas. Y sí, está genial que los niños sepan inglés a los ocho años porque ven YouTube, pero también estaría bien que supieran trepar a un árbol sin sentir que el mundo se acaba si no tienen cobertura.

Todo lo anterior es un poco como ese meme que circula por internet con una pintura medieval llena de violencia y fuego de fondo, que dice algo así como «ni un solo teléfono en toda la imagen. Solo gente viviendo el momento”. Y claro, es que a veces caemos en lo mismo: romantizamos la infancia sin móviles como si hubiera sido una Arcadia feliz, cuando en realidad, para quienes nacimos en 1975 (y éramos más bien tirando a pobres), aquello también tenía bastante de mierda pinchada en un palo. Que sí, jugábamos en la calle y todo eso, pero tampoco era precisamente un paraíso: más aburrimiento, menos oportunidades y, muchas veces, precariedad disfrazada de “tiempos sencillos”.

Y sí, yo he sido de los que jugaba a ver si descarrilaba el trenet de Valencia.

El «trenet» de Valencia: ni un móvil a la vista. Solo gente disfrutando de la vida.

Ansiedad con wifi ilimitado

El “doomscrolling” ya es casi un deporte olímpico: empezar viendo un vídeo tonto y terminar, tres horas después, convencido de que el mundo se va a acabar mañana. Sabemos que es una pérdida de tiempo y que igual nos viene regular para la cabeza. Y aun así, seguimos haciéndolo.

Porque el capitalismo digital ha descubierto la fórmula mágica: cuanto más nerviosos estamos, más tiempo pasamos conectados, y eso significa que pueden vender más mercancía: nuestra atención. Cada notificación, cada vibración fantasma en el bolsillo, cada “solo un capítulo más” en Netflix está diseñado para tenerte enganchado. Y claro, nuestra ansiedad es un negocio redondo para otros. Bienvenidos al capitalismo digital.

Adultos (como yo), tampoco os libráis

Es fácil mirar a los adolescentes y pensar: “qué exagerados, todo el día pegados a la pantalla”. Pero seamos sinceros: ¿quién responde correos del trabajo a medianoche? ¿Quién se dice “entro un momento a Instagram” y sale dos horas después con la autoestima en números rojos y un carrito de la compra lleno de cosas inútiles? Sí soy.

Los adultos no somos inmunes. Solo que en vez de TikTok usamos LinkedIn, lo cual es aún más deprimente… y quizá más aterrador. Porque mientras en TikTok al menos se baila, se canta y se hace el ridículo, en LinkedIn lo que hacemos es exhibirnos como mercancía. Ahí no buscas amigos ni risas, sino “oportunidades”, contactos que en realidad son futuros empleadores, clientes o socios. Es la red social más honesta en su crueldad: ya no somos personas, somos currículums con patas. Y si en Marx la alienación se daba en la fábrica, ahora también se da en el timeline, donde cada cual mide su propio valor en “endorsements” y “networking”, convencidas de que cada like puede convertirse en una línea más en el contrato.

No consiste en ser un eremita digital

No hay solución mágica. No hace falta irse a vivir a una cabaña en el bosque ni convertirse en monje digital. Pero sí podemos rebelarnos con pequeños gestos:

  • Recuperar lo analógico en dosis pequeñas. Un café real con alguien para poner a caldo a los de siempre supera a cincuenta stickers en un chat.
  • Poner límites al scroll. Un temporizador cutre funciona mejor que la “fuerza de voluntad” (que, spoiler, nunca aparece).
  • Recordar que lo online no siempre es real. Lo urgente casi nunca lo es, y la mayoría de cosas sobreviven a que contestes mañana.

Quizá la verdadera rebeldía de nuestra generación no sea el veganismo, el poliamor o el yoga aéreo. Tal vez la revolución sea más simple y más difícil: apagar el móvil un rato, salir a la calle y escuchar cómo suenan los pájaros. O salir a bailar y emborracharte con el móvil en modo avión. Todo eso sin grabarlo para Instagram.

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