El duelo por un animal es solitario porque los que nos rodean no entienden el vínculo. Se cuestiona el dolor por la pérdida de un perro porque no puede empatizar con la vivencia de amor y cotidianeidad perdida.
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Es insoportable
Son las siete de la mañana y acabo de leer lo del plan de paz mientras desayuno. Que no se nos olvide esto (enlace a un artículo del Guardian con los nombres de todos los niños asesinados por Israel):
Young lives cut short on an unimaginable scale: the 18,457 children on Gaza’s list of war dead (enlace)
Y, por cierto, lo de este tío es demasiado para mi cuerpo.
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El valor del small talk: por qué las conversaciones ligeras también son importantes

Este artículo de Danmarks Radio dice que hemos empezado a sustituir el small talk (esas conversaciones ligeras sobre el tiempo, el café o el fin de semana) por el llamado bigtalk, charlas más profundas sobre emociones, identidad o política. ¿De verdad tenemos que hablar del sentido de la vida y tener una crisis existencial cada vez que quedamos con alguien a tomar. un café? El artículo dice, tócate un pie, que esto es una consecuencia de que en Occidente, vamos hacia una sociedad más consciente y abierta. Sinceramente, yo diría que no.
Pero sí tienen razón en una cosa: corremos el riesgo de olvidar la importancia de lo cotidiano. Reivindicar el small talk es defender la comunicación humana más básica, la que construimos sin agenda y sin la pretensión intelectual que tenemos algunos. En un mundo saturado de discursos y polarización, hablar por hablar (del tiempo, de lo caro que está todo o de la última serie de turno) va a ser un acto revolucionario de salud mental colectiva. Las pequeñas conversaciones generan empatía, pertenencia y conexión social. Las conversaciones con nuestros amigos no tienen por qué ser trascendentes para ser valiosas. Al final va a resultar que el cotilleo de toda la vida es un acto profundamente político y necesario. No tenemos que arreglar el mundo a todas horas, kary.
PD: No puedo decir nada sin ser un capullo pretencioso. 🤡
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Lo que siempre quisiste saber sobre los traumas (y no te atreviste a preguntar)

Hay quien usa la palabra trauma como quien reparte caramelos. “Perdí, el tren, qué trauma”, “el final de Lost me dejó un trauma de la hostia”, “mi ex era un trauma con patas”. Todos lo hemos dicho alguna vez, pero hablar a la ligera de salud mental no ayuda a nadie, y mucho menos a quien realmente vive con las consecuencias de una herida profunda. Y que el final de Lost fue una cagada, en eso estamos de acuerdo, ¿no?
Vamos a poner un poco de orden en este caos conceptual, sin sermones, para entender qué cojones es un trauma, qué no lo es, y por qué es importante llamar a las cosas por su nombre.
Spoiler: Que tu jefe no te responda a un mail no es un trauma.
Por qué importa hablar bien
Si usamos la palabra “trauma” para todo, pierde su significado. Es como cuando llamamos bullying a cualquier discusión en clase: si todo es bullying, nada lo es. Y cuando nada lo es, dejamos de ver el sufrimiento real de los chavales que lo padecen.
Nombrar correctamente no es postureo académico, es una forma de respeto. Porque al etiquetar cada contratiempo como trauma, le quitamos valor y visibilidad a quienes de verdad cargan con el peso de la muerte, la violencia o la amenaza. Si todo es grave, nada es urgente. Y, qué coño, también porque hablar bien no cuesta una puta mierda.
Entonces, ¿qué es un trauma? La doble definición
Depende de a quién le preguntes, pero la psicología profesional tiene varios una línea clara. Si abrimos el DSM-5 (el libro que usan los psicólogos y psiquiatras para clasificar los trastornos mentales), nos encontramos con que un evento traumático es aquel en el que una persona se enfrenta, directa o indirectamente, a una muerte real o amenaza de muerte, una lesión grave o una violencia sexual (American Psychiatric Association, 2013).
Vamos, que no estamos hablando de que te dejaran en visto o de que cancelaran tu serie favorita, sino de situaciones realmente extremas, esas que ponen en riesgo la vida o rompen de golpe la sensación de seguridad que todos necesitamos para funcionar. Hablamos de estar en medio de una guerra, sufrir o presenciar un asalto, un abuso o un accidente mortal. Son experiencias que no solo dejan una huella emocional: alteran el modo en que el cerebro procesa el peligro, la memoria y el cuerpo.
Después de algo así, el sistema nervioso se queda en modo “alerta máxima”, aunque el peligro ya haya pasado. Por eso las personas con trastorno de estrés postraumático reviven el suceso una y otra vez, evitan lugares o situaciones que se lo recuerdan y pueden reaccionar con sobresaltos o miedo ante cosas aparentemente inofensivas. No es una elección ni una falta de carácter: es el resultado de un sistema de defensa que se quedó atascado en el querer sobrevivir.
Pero hay otra forma, más funcional y, si se quiere, más humana, de definirlo: un trauma es una experiencia que sobrepasa la capacidad del individuo para procesarla y gestionarla adecuadamente. Esto significa que la clave no es la objetividad del suceso (aunque ayuda), sino lo que ocurre dentro de la persona. Como dice el Dr. Gabor Maté, una de las grandes cabezas pensantes sobre este tema:
El trauma no es lo que te sucede, sino lo que sucede dentro de ti como resultado de lo que te sucede.
Gabor Maté, The Wisdom of Trauma
Y ahí está la clave: el trauma no se mide por lo que te pasó, sino por cómo tu mente y tu cuerpo lo vivieron y lo archivaron.
El trauma no se olvida (y no, no es debilidad)
Si no puedes pasar página después de algo duro, no es una falta de fuerza de voluntad; es biología pura. Y es una mierda. El trauma no se almacena en el cerebro como un mal recuerdo que puedes evocar y narrar de forma coherente. Es un archivo corrupto, fragmentado. Tu cerebro, en el momento del peligro extremo, prioriza la supervivencia, no el archivo de datos. Por eso, el evento queda guardado como una amalgama de sensaciones: un olor, un sonido, una imagen o una sensación física de miedo paralizante. Probablemente, esa experiencia sea la primera de ese tipo que experimentes en tu vida, y las primeras veces se suelen recordar con mucho detalle.
El psiquiatra Bessel van der Kolk lo explica perfectamente en The Body Keeps the Score (2014). Y cuando el cuerpo se queda fijado en el peligro, de nada sirve decir “venga, supéralo”. Vas a seguir en modo alerta, listo para huir o luchar, incluso años después de que el peligro haya pasado. Esto explica los flashbacks o la hipervigilancia: el cuerpo reacciona como si el peligro estuviera todavía ahí y no vas a poder evitar prestar atención a los estímulos de tu entorno por si la situación se repite. El problema no es la memoria, sino la supervivencia. Que tu sistema nervioso esté bailando la Macarena tiempo después del suceso es totalmente comprensible, porque lo que quiere ese cerebro es sobrevivir, como animal que eres.
Estrés, ansiedad, trauma: no son lo mismo
A veces confundimos estos términos. Poner límites entre ellos es esencial para elegir el tratamiento adecuado. El estrés crónico ocurre cuando el cuerpo se mantiene en modo alerta durante demasiado tiempo, por presiones laborales o personales continuas. Te agota porque estás forzando la máquina para salir adelante. Es como tener la RAM del ordenador a tope durante días. Tarde o temprano el sistema petará, o se quedará con la ruedecita de colores, o te saldrá un pantallazo azul de la muerte como un piano.
La ansiedad es diferente, es la anticipación constante de una amenaza que todavía no ha ocurrido; estás asustado por lo que podría pasar. Esa amenaza puede ser real o no, da igual, si tu cerebro cree que te va a pasar algo malo, se va a poner en alerta constante y tratará de fijar la atención en aquellos aspectos de tu vida que te puedan poner en peligro. Esa amenaza puede ser algo tan sencillo como engordar. Si crees que si estás gordo te va a pasar algo grave (y de hecho, a veces pasa, no por salud, sino por el rechazo social que provoca), ahí hay un peligro. Y esa creencia, justificada o no, te activa o te paraliza, dos de las reacciones biológicas más habituales ante una amenaza. Es como vivir permanentemente en el centro de control de Chernóbil pero sin que el reactor explote.
En cambio, el trauma te mantiene enganchado a algo que ya pasó y que fue real. Te atrapa en el pasado. Es una respuesta a un evento concreto que desbordó tu sistema. Es un recuerdo totalmente disfuncional que hace que un hecho del pasado adopte una importancia tal que está presente a todas horas en tu vida. El trauma es un fragmento o una serie de fragmentos de memorias sensoriales que activan una respuesta de urgencia en tu organismo. Y ante un estímulo que evoca esa memoria, tu cerebro va a disparar todas las alarmas, quieras o no, y va a rescatar esa reacción emocional que generó la situación traumática.
Aunque el estrés y la ansiedad te hagan sentir fatal, no funcionan a nivel biológico como la herida traumática, y por eso requieren estrategias de afrontamiento y terapéuticas diferentes. Confundirlos puede llevarte a buscar una solución equivocada.
¿Cómo saber si lo que viví fue un trauma?
Hemos visto la definición clínica, pero saber si algo “cuenta como trauma” no siempre es la pregunta más importante. La pregunta clave es: ¿esto me sobrepasa? Si la respuesta es sí, busca ayuda. Da igual que sea un trauma, ansiedad o un estrés que se ha alargado en el tiempo. Si te ha dejado tu novia y estás triste y cabreado, es normal. ¿Puedes seguir adelante con tu vida? Si es que no, pide ayuda. ¿Que tu jefe no te haya respondido al mail y pasas una noche sin dormir? Si es que sí, pide ayuda. No es un trauma, pero que no puedas dormir por eso, amiga date cuenta. ¿Estás jodido? Vale. ¿Te ha cabreado? Vale. ¿Dudas de si es porque te va a despedir? Igual le estás dando mucha importancia, pero vale, bien. Si te pasa con
Si lo que viviste afecta tu día a día, si te desconecta de tu vida, o si te deja reviviendo el dolor de forma continua, necesitas ayuda profesional.
Lo importante no es diagnosticarte mirando reels, sino entender lo que te pasa y acompañarte en el proceso de forma adecuada. Necesitar apoyo emocional por una ruptura o un desengaño es natural. Buscar terapia especializada en trauma por haber vivido un abuso es necesario. No toda la ayuda vale para todo el dolor.
Da igual que sea un trauma
No todo lo que duele es un trauma, pero todo lo que duele merece atención y el nombre correcto. No hace falta haber sobrevivido a una guerra para necesitar terapia, pero tampoco deberíamos vaciar de sentido una palabra que describe una herida profunda, biológica y emocional.
Así que la próxima vez que digas “fue traumático”, piénsalo dos veces. Igual fue solo una putada, y también está bien decirlo y compartirlo con tu gente.
Referencias
American Psychiatric Association. (2013). Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (5th ed.).
Maté, G. (2019). The Wisdom of Trauma.
Van der Kolk, B. (2014). The Body Keeps the Score.
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Ir al psicólogo: cuándo hacerlo y cómo saber si estás en buenas manos

A veces escucho a amigos o compañeros decir, medio en broma y medio en serio, eso de “igual debería ir al psicólogo”. Me da la sensación de que hay gente que lo dice como si fuera un fracaso, como si acudir a terapia significara rendirse o admitir que algo va mal en lo más profundo. O peor, que eres débil. No, ir al psicólogo no significa que estés roto, significa que has decidido dejar de aguantar y empezar a hacer algo, o igual es que ya no puedes más y has decidido poner remedio. Da igual. Has decidido mirarte, y eso da más miedo que cualquier película de terror o que cualquier propuesta de de ley de la ultraderecha española.
Spoiler: no hace falta estar “loco” para ir al psicólogo. Hace falta estar vivo.
Nadie nos enseña cuándo se recomienda ir a terapia. La mayoría lo hace, o lo hacemos cuando ya no queda otra, cuando la ansiedad te come por dentro o cuando lloras sin motivo aparente o cuando la vida se ha convertido en una centrifugadora o cuando crees que ya no puedes más. El problema es que la salud mental no funciona con urgencias, o no debería. Si esperas a tocar fondo, el camino de vuelta será más largo y, a menudo, más duro. ¿Verdad que todo el mundo tiene claro que no hay que esperar a ir al dentista cuando ya no puedes comer del dolor? Pues esto es lo mismo. Si te lo puedes permitir, claro.
Hay que ir al psicólogo cuando sientes que la vida te pesa más de lo habitual, cuando te cuesta disfrutar de lo que antes te hacía ilusión, cuando el sueño, el apetito o la concentración se vuelven un caos, o cuando repites los mismos errores una y otra vez y ya no sabes por qué. También puedes ir simplemente porque quieres conocerte mejor. Igual que uno va al gimnasio sin tener una lesión o aunque esté perfectamente sano, puedes ir a terapia sin tener una crisis. La terapia no solo cura, también afina.
Cómo saber si necesito ir al psicólogo
La verdad es que si te lo estás preguntando probablemente la respuesta sea sí. La duda ya es una señal. En nuestra cultura, todavía se asocia ir al psicólogo con no poder con la vida, cuando en realidad es exactamente al revés. Ir a terapia es una forma de poder con la vida. Es un acto de cuidado, no de debilidad.
Hay un momento en que lo notas. No sabes explicarlo del todo, pero algo te chirría. Te sientes apagado, o tenso, o desconectado. Te levantas sin energía, piensas que no vales para nada o que nadie te querrá nunca más, o te pasas el día con un nudo en el estómago. Intentas distraerte con el trabajo, las redes, o cinco gintonics de más cada vez que sales, pero te das cuenta de que al final del día todo vuelve. Si ese ruido mental ya no se calla, si te cuesta disfrutar, si tus relaciones se enredan o si te estás cansando de tu propio bucle, entonces ha llegado el momento. No esperes a que esa mierda se pase sola, porque eso no va a pasar. Ese tipo de situaciones no se evaporan, más bien cambian de forma. Y a veces acaban expresándose en el cuerpo o en la siguiente historia que tampoco funcionará, o en dejar de cuidarte, o en pensar que eres una mierda durante el resto de tus días.
Cómo saber si tu psicólogo es bueno
Otra de las grandes preguntas: ¿cómo saber si mi psicólogo es bueno? ¿Cómo sé si me va a funcionar? Respuesta de premio nobel: hay psicólogos y psicólogos. Algunos te acompañan de verdad, otros simplemente te cobran por escucharte diez minutos y rellenar silencios con frases de calendario. O a veces crees que sólo hacen eso pero es que no habéis encajado.
Un buen psicólogo normalmente no te dice lo que tienes que hacer. Te ayuda a entender por qué haces lo que haces. No te da consejos fáciles, sino herramientas para pensar diferente. Te escucha sin juzgarte, respeta tus tiempos, te explica su forma de trabajar (esto es fundamental) y, sobre todo, te hace pensar. Muchas veces sales de la sesión con algo nuevo, no siempre cómodo, pero sí útil. Un buen terapeuta también se forma continuamente, no deja de aprender, porque sabe que las personas somos más complejas que cualquier manual.
Y luego están los otros, los coach. Los que te dicen que pienses en positivo, los que te interrumpen para contarte su vida y cómo lo hicieron ellos, los que se creen gurús del alma o los que sólo te explican cosas con dibujitos sin darte una herramienta específica para que tú puedas hacer cosas por ti misma. Si tu psicólogo habla más que tú, si sientes que no puedes ser tú mismo o si sales peor de lo que entraste, sal tú también de esa consulta. La terapia es tu espacio, no un altar donde tienes que portarte bien. Cambiar de psicólogo no es una traición, es una forma de quererte mejor.
Que una psicóloga sea buena no quiere decir que le vaya a funcionar a todas las personas y en todas las situaciones. Es una relación tan personal y particular que la química es importante (e impredecible).
No creas que una buena psicóloga le va a funcionar a todas las personas y en todas las situaciones. Es posible que falle la química, que sientas que no te entiende, que su forma de hablar te parezca brusca. Eso no quiere decir que la persona que tienes delante no sea un buen profesional, simplemente no sois un match, como en Tinder. Por la razón que sea. La relación entre tú y tu psicóloga es tan persona y tan íntima que es lícito pensar en esos términos. Y no pasa nada.
Igual te jode porque crees que solo con ir vas a salir mejor y no es eso lo que ves. Si es así, igual es buen psicólogo pero no está yendo como esperabas. Yo creo que lo mejor en esos es armarse de valor y afrontar la situación directamente. Oye, mira que yo creo que esto no funciona. Y entonces lo mejor que puede pasar es que la otra persona te diga qué podéis hacer o que te diga que quizá deberías pensar buscar a otra persona. Puede ser que las dos cosas ocurran a la vez. Y eso está bien. Es posible que tengas la idea equivocada de lo que pasa en la consulta de una psicóloga.
Qué hacer en la primera visita al psicólogo
La primera visita siempre da un poco de vértigo. No sabes qué decir, ni por dónde empezar, ni si deberías tumbarte o mantener la compostura como si te estuvieran evaluando. Es una situación marciana a tope. Más aún cuando la vida se te ha hecho bola y ya no sabes ni por dónde empezar. Amiga, respira, no es un examen, ni tienes que contar toda tu vida de golpe. Explícale por qué estás ahí.
Esa primera sesión es en realidad una conversación. El psicólogo quiere conocerte: saber por qué estás ahí, cómo te sientes, qué te preocupa. Probablemente te pregunte cosas sobre tu pasado, tu familia, tu entorno. También te explicará cómo trabaja, con qué enfoque, y cada cuánto propone las sesiones. Y tú, por tu parte, tienes que observar cómo te sientes ahí dentro. Si te da confianza, si puedes hablar sin miedo y si notas que alguien te escucha de verdad.
La primera visita al psicólogo no es el momento de resolverlo todo, sino de empezar a entenderte. A veces basta con ponerle palabras al caos para que empiece a ordenarse. Si después de la primera sesión sientes alivio, aunque sea mínimo, vas bien. Y si no, puede que debas seguir probando. También es válido decir no encajamos. La terapia funciona cuando hay conexión humana, no solo títulos o profesionalidad.
Qué tipo de terapia me conviene
Aquí es donde mucha gente se pierde y no siempre hay una respuesta para esta pregunta. Hay tantos enfoques como personas, y muchos de ellos pueden ser útiles si se trabajan bien. La terapia cognitivo-conductual, por ejemplo, se centra en cambiar los patrones de pensamiento y conducta que te generan malestar. Es muy práctica y la psicología lleva años haciendo estudios que sugieren que es muy adecuada para la ansiedad o los episodios depresivos.
La terapia humanista o la Gestalt, en cambio, te invita a mirar cómo te sientes aquí y ahora, a reconectarte contigo mismo. Es más experiencial, digamos. El psicoanálisis busca comprender el inconsciente, lo que no se dice, lo que se repite desde la infancia. Es más profundo y no puedes esperar que funcione con rapidez. Las terapias sistémicas se basan en cómo te relacionas con tu entorno y en averiguar si la interacción con tu gente (con tu familia, con tu pareja, con tus amigos, con tu jefa) hay algún patrón que no está funcionando.
Ninguna es mejor que otra. Lo que importa es cómo te hace sentir y si notas que avanzas. Hay psicólogos excelentes en cada corriente, y también hay vendedores de humo en todas ellas. Lo importante es que el método te ayude a comprenderte mejor y a vivir con más coherencia, no solo a funcionar.
Cuánto dura una terapia
¿Cuánto va a durar esto? Pues depende. Depende de lo que traigas, de tu ritmo, de tu historia. Hay procesos breves que duran unas pocas sesiones y otros que se extienden meses o años. La terapia no tiene por qué ser eterna, pero tampoco exprés. Hay temas que requieren tiempo, no porque el psicólogo se alargue, sino porque la mente necesita su propio ritmo para reorganizarse.
Un buen terapeuta no te hace depender de él. Te acompaña mientras lo necesites, te enseña a sostenerte y, cuando ya puedes, te suelta. El objetivo no es hacer que seas feliz (muchas comillas), sino darte herramientas para vivir con más claridad y para que tú misma salgas de la mierda en la que estás. Y a veces es posible, e incluso recomendable, seguir yendo, aunque el problema que te llevó a la consulta ya esté más o menos solucionado.
Es el momento en el que decides dejar de sobrevivir y empezar a vivir con conciencia. No esperes a que todo se derrumbe para pedir ayuda. Busca un profesional que te inspire confianza, con quien puedas ser tú, con tus luces y, sobre todo, con tus sombras. Cuida tu mente como cuidas tu cuerpo, o incluso más: al fin y al cabo, vas a vivir dentro de ella toda la vida.
Y si después de leer todo esto sigues dudando si deberías ir al psicólogo… ve.
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El magnesio y la ansiedad

Aunque no es la panacea, es cierto que el magnesio podría ayudar a calmar la ansiedad. Este mineral participa en más de 300 procesos del cuerpo, muchos de ellos relacionados con el sistema nervioso. Hay algunos estudios que dicen que los niveles bajos de magnesio se asocian con más ansiedad o estrés. Tomar un suplemento, especialmente en personas con déficit o en momentos de estrés, puede hacer que te encuentres un poquito mejor. Nada sustituye a la terapia o los hábitos saludables, pero si tu cuerpo pide chocolate negro, frutos secos o legumbres, quizá solo te esté pidiendo un poco de magnesio. Prueba con eso antes de tomarte cualquier pastilla y siempre, siempre, pregunta a tu médico.
Referencias
Boyle, N. B., Lawton, C., & Dye, L. (2017). The effects of magnesium supplementation on subjective anxiety and stress — A systematic review. Nutrients, 9(5), 429. https://doi.org/10.3390/nu9050429
Jacka, F. N., Overland, S., Stewart, R., Tell, G. S., Bjelland, I., & Berk, M. (2009). Association between magnesium intake and depression and anxiety in community-dwelling adults: The Hordaland Health Study. Australian and New Zealand Journal of Psychiatry, 43(1), 45–52. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/19016075
Murck, H. (2002). Magnesium and affective disorders. Nutritional Neuroscience, 5(6), 375–389. https://pubmed.ncbi.nlm.nih.gov/12509067
Tarighat-Esfanjani, A., Mohammadi, H., & Faghih, S. (2021). Association between dietary intake of magnesium and psychiatric disorders among Iranian adults: A cross-sectional study. British Journal of Nutrition, 125(7), 789–799. https://doi.org/10.1017/S0007114520003896
Tarleton, E. K., & Littenberg, B. (2015). Magnesium intake and depression in adults. PLOS ONE, 10(7), e0132002. https://doi.org/10.1371/journal.pone.0132002
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El arte de la pausa: cómo el silencio puede salvar tus discusiones

Todos y todas hemos pasado por esa conversación que empieza con un inocente “¿has sacado la basura?” y termina como si estuvierais en un debate en el Congreso de los Diputados. De repente, las palabras te salen disparadas como si fueran las balas de Tejero, el la cosa empieza a calentarse, y cuando quieres darte cuenta ya has dicho algo que, en el mejor de los casos, acaba en disculpas incómodas y, en el peor, en dormir en el sofá o en un bloqueo en Instagram. La has cagado. Pero bien.
Lo curioso es que no es del todo culpa tuya. Cuando discutimos, nuestro cerebro entra en modo alerta nuclear. La amígdala, esa parte primitiva que se encarga de detectar peligros, se activa y lanza el clásico “lucha o huye”. Muy útil si te persigue un oso en medio del bosque. Una mierda pinchada en un palo si lo único que tienes delante es tu pareja preguntándote, una vez más, por qué nunca bajas la tapa del váter.
Hago un aparte para explicar qué es la amígdala. La amígdala es una pequeña estructura en forma de almendra ubicada en el cerebro, más bien hacia dentro, no en esos surcos que imaginamos cuando pensamos en cómo es un cerebro. Con lo pequeña que es la jodía y lo importante que es. Se encarga de procesar y regular emociones vitales para la supervivencia, como el miedo. No solo crea memorias emocionales: también actúa como un centro de alerta, evaluando constantemente el entorno en busca de amenazas y generando respuestas físicas y conductuales ante ellas. Vamos, como cuando lees en el móvil la última tontería que ha dicho Ayuso y de pronto te entran ganas de tirarlo contra la pared.
Y aquí es donde entra el silencio. Porque si la amígdala pisa el acelerador y vas directo a pegarte una hostia que igual te matas, alguien tiene que tirar del freno de mano, y ese alguien es la corteza prefrontal. La corteza prefrontal es la que hace que pienses y no te estés rascando los huevos todo el día como un orangután. Pero ojo, para que a esta parte de tu cerebro le dé tiempo a reaccionar y decirte que pares el carro, necesitamos hacer una pausa. No me refiero silencio pasivo-agresivo de “no te hablo hasta que adivines qué me pasa”, que es una receta segura para aumentar el drama y un abuso como un piano de cola. Hablo del silencio consciente, de callarte la boca un segundito, para respirar y dejar que la parte de tu cerebro que piensa, organiza y toma decisiones, tenga espacio para entrar en acción. Consejos vendo que para mí no tengo, me dirían los que me conocen.
La psicología lleva décadas estudiando este fenómeno. John Gottman, conocido, cágate, como “el hombre que predice divorcios”, descubrió que cuando en medio de una discusión tu frecuencia cardíaca supera las 100 pulsaciones por minuto, básicamente dejas de procesar lo que el otro dice. Estás tan activado fisiológicamente que ya no escuchas, solo respondes en automático. O sea, que te estás viniendo arriba y lo que está pasando en realidad es que vas cuesta abajo sin frenos, directo a llevarte la medalla de oro a la cagada más grande. La recomendación de Gottman es simple y práctica: parar, tomarte veinte minutos de descanso, y luego volver a hablar. Ese silencio estratégico puede ser la diferencia entre seguir sumando reproches o encontrar una solución real. Que ya sé que pensarás que qué gilipuertez y que para eso no te hace falta ir al psicólogo, créeme que yo también lo he pensado, pero funciona.
Eso sí, no todos los silencios son buenos. Gottman explica que las parejas con problemas para comunicarse suelen caer en patrones destructivos. Ahí aparece el silencio negativo: no es una pausa reflexiva, sino un muro de defensa ante tus reproches, tus desprecios o, lo peor, tus insultos. Puede ser que una persona, desbordada por la discusión, simplemente desconecte porque no puede seguir discutiendo a ese ritmo. O que esté tan harta que empiece a aislarse emocionalmente de la relación y si pasa eso, date por jodido. O el silencio pasivo-agresivo al que me refería antes, que debería estar en el código penal. Estos silencios no reparan nada: al contrario, envenenan la relación.
Hay silencios y silencios. El silencio de pausa, de respirar, de darle una vuelta a lo que vas a decir y no soltar la primera mierda que se te pasa por la cabeza, ese es el bueno. Los otros, el muro, el castigo, la desconexión, son los que te ponen la relación en la cuerda floja.
La ciencia cognitiva también aporta lo suyo. Daniel Kahneman, el de Pensar rápido, pensar despacio, explica que tenemos dos modos de pensar. Uno rápido, emocional y lleno de sesgos; y otro más lento, analítico y, por lo general, más acertado. Cuando saltamos en caliente, estamos usando el “modo rápido”. Pero si nos damos unos segundos de silencio, facilitamos que entre en acción el “modo lento”, el que en esa situación nos va a ayudar a solucionar el problema. Y créeme: la calidad de tus discusiones mejora radicalmente cuando tu cerebro no está en piloto automático. Dale una pensadita a lo que vas a decir y la relación con tu pareja igual hasta mejora y todo.
Además, el silencio tiene un valor cultural que me flipa y que no puedo dejar fuera. En Japón o Finlandia, por ejemplo, los silencios en una conversación no son incómodos: son un signo de respeto y reflexión. En cambio, en las culturas occidentales solemos rellenar cada hueco de la charla como si el silencio fuera un agujero negro. Quizá deberíamos aprender algo de esa perspectiva y dejar de temerle tanto a los segundos sin palabras. Y añado: no hay nada mejor que sentirse cómodo con tu pareja estando ambos en silencio, simplemente estando juntos, haciendo cada uno lo que sea
Superconsejito del día: la próxima vez que notes que tu corazón se acelera, que tu voz sube de volumen y que en tu cabeza empieza a sonar la música de Juego de Tronos, date un puntito en la boca y respira. Eso no significa rendirse, ni ignorar, ni maltratar, ni hacer una pausa dramática. Es darle un respiro a tu cerebro, un espacio a la conversación y, sobre todo, una oportunidad a tu relación. Piensa que diez segundos de silencio incómodo son infinitamente más fáciles de manejar que diez horas de pedir perdón por lo que dijiste en caliente. Y, quién sabe, igual hasta terminas sacando la basura sin discutir.
Consejos vendo que para mí no tengo. 🤡
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Xenoglosia: el fenómeno paranormal que en realidad habla de nuestra memoria

Cuando tu cerebro se pone creativo. La xenoglosia es ese fenómeno tan llamativo en el que alguien, de repente, empieza a hablar en un idioma que nunca ha aprendido. Ya hablé de esto aquí, sorry, pero es que me flipa. La imagen es de película: una persona entra en trance. Los ojos se ponen en blanco y, de pronto, recita en sánscrito, griego clásico o japonés como si hubiera estado toda la vida viviendo allí. Suena a magia, a posesiones y a vidas pasadas. Pero quizá lo único que nos está mostrando es lo raro y caprichoso que puede llegar a ser nuestro cerebro.
De los exorcismos al archivo mental. Históricamente, la xenoglosia se ha interpretado como señal de posesión demoníaca, comunicación con espíritus o prueba de reencarnación. Vamos, si te pones a hablar islandés sin haber pisado Reikiavik, a más de uno le daría por llamar a un cura, a Fríker Jiménez o a ambos. Lo cierto es que el fenómeno encaja mucho mejor con la idea de memoria involuntaria: esas carpetas ocultas que tenemos guardadas en el archivo mental y que se abren cuando menos lo esperamos.
¿Nunca te ha pasado que, después de años sin practicar, sueltas una frase en francés con la entonación perfecta? ¿O que de pronto sabes algo que te flipa y que no sabes de dónde lo has sacado? Pues imagina eso multiplicado por mil y con mucho dramatismo alrededor.
Y aquí viene el giro inesperado: la xenoglosia no deja de parecerse a la experiencia de descubrir un deseo, una identidad o una atracción que siempre estuvo ahí, aunque no fueras consciente. Como quien dice: “no sabía que era bisexual hasta que un día me enamoré de mi compañero de clase”. El archivo ya estaba, solo faltaba abrirlo. Igual que con esa frase en latín que escupes de golpe, aunque juraras no recordar nada del instituto.
Y ojo, detalle importante: los supuestos idiomas del más allá casi nunca son wolof, aimara o guaraní. Siempre aparecen lenguas con prestigio cultural, coloniales o exóticas en clave guay. Porque parece que hasta los fantasmas son eurocéntricos. La explicación es mucho más sencilla, no es más que acordarte de algo que no recordabas que recordabas. Porque una rosa es una rosa es.
La xenoglosia, más que un milagro sobrenatural, es el resultado de lo increíblemente creativo que puede ser nuestro cerebro. No es tanto un fenómeno paranormal como una prueba de cómo la memoria se esconde, se transforma y nos sorprende. Porque lo mismo un día sueltas una frase en griego clásico que creías olvidada, y al siguiente te descubres deseando algo que nunca habías imaginado. En ambos casos, no es magia: es tu archivo mental abriéndose a destiempo.

