Pocas cosas me parecen más escandalosas que ver a alguien pudriéndose en prisión por un delito que no cometió. Y no es una rareza de documental de madrugada: hasta la llegada de las pruebas de ADN era algo habitual. ¿El arma del crimen? La “memoria de los testigos”, esa institución a la que los jueces se aferran como si fuera palabra de dios. Te adelanto: es más frágil que una promesa electoral.
Las ruedas de reconocimiento son el ejemplo perfecto. En teoría, una herramienta de justicia; en la práctica, un mecanismo para reforzar el guion que ya trae escrito la policía. Si pones a un testigo delante de seis tipos y le dejas caer que “el culpable está ahí”, lo normal es que elija a alguien, aunque sea al que más se parezca al recuerdo difuso que tiene. Porque el ser humano, cuando duda, inventa. Y lo hace con una seguridad aplastante y casi siempre sin querer.
Y aquí está el detalle político del asunto: lo que llamamos justicia no es un sistema neutral que busca la verdad, sino un engranaje que protege al Estado y reproduce relaciones de poder. La memoria del testigo se convierte en un dispositivo ideológico: legitima condenas que refuerzan la idea de que el sistema funciona, aunque en realidad esté triturando vidas inocentes. Y si no, no habría una correspondencia entre el fenotipo y la población carcelaria: sí, en Occidente hay más personas no caucásicas entre rejas. Si eres pobre, date por jodido.
Elizabeth Loftus y el negocio de la memoria
Entra Elizabeth Loftus en los setenta y se carga la fantasía liberal de que la memoria es una grabadora interna. Su famoso experimento con Palmer (1974) es un clásico: mostraron a varias personas un accidente de tráfico en vídeo y luego les preguntaron a qué velocidad iban los coches. La trampa estaba en el verbo usado en la pregunta. Si se hablaba de “chocar”, los testigos daban estimaciones más bajas; si se decía “estrellar”, las cifras subían y muchos incluso aseguraban haber visto cristales rotos que nunca aparecieron en la filmación. Resumen: un simple cambio de palabra altera no solo la interpretación, sino el propio recuerdo del hecho.
Y no quedó ahí. En los noventa, Loftus diseñó el estudio conocido como Lost in the Mall, donde convencieron a varios participantes de que, de niños, se habían perdido en un centro comercial. Tras un par de entrevistas y la complicidad de familiares, muchos terminaron recordando vívidamente un episodio que jamás sucedió. Loftus demostró que los recuerdos no solo pueden distorsionarse, sino directamente fabricarse.
Lo más fascinante y aterrador es que no solo nos manipulan los discursos mediáticos o políticos, sino que el truco ocurre dentro de nuestra propia cabeza. Somos productores involuntarios de fake news autobiográficas. Y claro, si a nivel individual nuestra memoria ya es maleable, imagina lo que pasa cuando la memoria colectiva (esa que se escribe en los juicios, en los periódicos, en los informes policiales) está atravesada por sesgos institucionales. Ahí ya no hablamos de error humano, sino de un mecanismo de control social.
Gary Wells y la fe en el ojo humano
Gary Wells lleva décadas desmontando la religión del “yo lo vi con mis propios ojos”. Pues muy bien, pero resulta que tus ojos no son cámaras y tu cerebro no es un disco duro, sino un Photoshop cutre que se ejecuta en bucle. El estrés, la oscuridad y las prisas deforman la memoria. Y encima, si las preguntas que te hacen están diseñadas para guiarte hacia un sospechoso, tu recuerdo se convierte en una prueba falsa con apariencia de verdad.
Uno de sus estudios más demoledores consistió en mostrar a participantes un delito grabado en vídeo para luego ponerlos frente a una rueda de reconocimiento. La trampa: el verdadero culpable no estaba en la alineación. El resultado: la mayoría señaló a alguien igualmente, convencidísimos de que habían elegido bien. Este experimento dejó claro que el problema no es solo “recordar mal”, sino que el procedimiento en sí empuja a la gente a fabricar culpables aunque no existan. Resumen: cuando se presupone que el culpable está en la sala, la gente no se plantea que la rueda pueda estar amañada, simplemente elige. Y ahí es donde la justicia fabrica inocentes culpables.
Wells lo tiene claro: o reformamos los procedimientos o seguiremos acumulando errores judiciales como si fueran chatarra. Habla de grabar todo el proceso, de enseñar a la policía a no contaminar entrevistas, de usar identificaciones secuenciales en lugar de poner a cinco personas en fila como si fuese un casting barato. Pero claro, estas reformas chocan con la lógica de un sistema que prefiere rapidez y eficacia aparente a verdad y justicia real.
La gran lección
La memoria es un desastre. No es la verdad, nunca lo ha sido, y sin embargo seguimos dándole un estatus sagrado en los juicios, como si un testigo fuese más fiable que una cámara de seguridad. Lo irónico —y lo cabreante— es que confiamos en algo tan falible para legitimar condenas que destrozan vidas, mientras el sistema judicial se lava las manos diciendo que “la justicia ha hablado”.
Loftus y Wells nos enseñan algo que a Marx le habría hecho sonreír: la memoria es un campo de batalla ideológico. No solo nos equivocamos, sino que el sistema se aprovecha de esos errores para perpetuarse. Al final, no se trata de que la memoria sea débil; se trata de que es útil para mantener un orden en el que siempre paga el más vulnerable.
REFERENCIAS
LOFTUS, E. F., y PALMER, J. C. (1974). Reconstruction of automobile destruction: An example of the interaction between language and memory. Journal of Verbal Learning and Verbal Behavior, 13(5), 585–589. https://doi.org/10.1016/S0022-5371(74)80011-3
LOFTUS, E. F. (2005). Planting misinformation in the human mind: A 30-year investigation of the malleability of memory. Learning & Memory, 12(4), 361–366. https://doi.org/10.1101/lm.94705
WELLS, G. L. (1978). Applied eyewitness-testimony research: System variables and estimator variables. Journal of Personality and Social Psychology, 36(12), 1546–1557. https://doi.org/10.1037/0022-3514.36.12.1546
WELLS, G. L., MEMON, A., y PENROD, S. D. (2006). Eyewitness evidence: Improving its probative value. Psychological Science in the Public Interest, 7(2), 45–75. https://doi.org/10.1111/j.1529-1006.2006.00027.x