Por qué la gente “normal” como tú apoya barbaridades

Hitler en la Cancillería del Reich, el 30 de enero de 1933.

Si hubieras nacido en la Alemania de los años 20, hay bastantes probabilidades de que hubieras sido nazi. O al menos, de que hubieras mirado hacia otro lado mientras tus vecinos judíos desaparecían. Y no, no es porque seas mala persona. Es porque eres humano, y los humanos somos terriblemente predecibles cuando se activan ciertos mecanismos psicológicos.

Antes de que te ofendas y cierres esta pestaña indignado, déjame explicarte algo: la historia está llena de gente “normal” (padres de familia, profesores, enfermeras, gente que quería a sus hijos y cuidaba a sus perros) que acabó participando en atrocidades. No eran monstruos desde el principio. Se convirtieron en monstruos poco a poco, a través de una serie de pequeños cambios, de aceptar cosas que, por separado, parecían razonables, hasta que un día se dieron cuenta de que estaban al otro lado de la línea sin saber muy bien cómo habían llegado ahí.

Y si crees que eso no puede pasarte a ti, tengo malas noticias: acabas de demostrar que no has entendido nada de cómo funciona la psicología humana.

Casos reales: cuando la gente “de bien” comete atrocidades

Vamos a hacer un pequeño tour por la historia, pero sin romantizar nada. Solo hechos duros que demuestran que la maldad no necesita monstruos; solo necesita que algunas personas normales se encuentren en las circunstancias adecuadas.

dachau concentration camp gate with historical inscription
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La Alemania nazi no fue construida por psicópatas sedientos de sangre. Fue sustentada por funcionarios, maestros, médicos, y ciudadanos corrientes que poco a poco fueron normalizando lo inaceptable. Primero fueron leyes “razonables” para “proteger la identidad alemana”. Luego, aceptaron las restricciones laborales para judíos (“es que hay que priorizar a los alemanes en tiempos difíciles”). Después, dejaron de levantar la ceja frente a casos de exclusión social (“mejor no relacionarse con ellos, no vaya a ser que nos miren mal”). Y al final, el exterminio industrial de millones de personas se normalizó.

¿Sabes cuántos nazis convencidos hacían falta para que funcionara el Holocausto? No tantos. Lo que de verdad hacía falta era una masa crítica de gente “normal” dispuesta a obedecer órdenes, a no hacer preguntas incómodas, y a convencerse de que “algo habrán hecho” o “yo solo cumplo órdenes”.

El historiador Christopher Browning documentó esto magistralmente en su libro Aquellos hombres grises (1992), donde describe cómo un batallón de policías y soldados alemanes (hombres de mediana edad, padres de familia, sin formación especial en sadismo y algunos jóvenes) acabó ejecutando a miles de judíos en Polonia. No porque fueran nazis fanáticos, sino porque obedecer era más fácil que resistirse.

Memorial de Nyamata, Ruanda. Según la Wikipedia, el genocidio de Ruanda fue un intento de exterminio de la población tutsi ejecutada por el gobierno y la población hutu de Ruanda entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994, en el que se asesinó aproximadamente al 70% de los tutsis. Se calcula que entre 500.000 y 1.000.000 de personas fueron asesinadas. La violencia sexual fue generalizada; se cree que fueron violadas entre 250 000 a 500 000 mujeres durante el genocidio.

En solo 100 días, entre 800.000 y un millón de tutsis fueron asesinados en Ruanda. Lo verdaderamente perturbador es que muchos de los asesinos eran vecinos, compañeros de trabajo, incluso amigos de las víctimas. Gente que había estado junta la semana anterior, pasando un rato, de repente cogía machetes y se mataba.

¿Cómo? A través de una combinación de propaganda deshumanizadora (“las cucarachas deben ser exterminadas”), presión social (“si no matas, eres un traidor”), y mecanismos de conformidad con el grupo. Los que se negaban a participar eran amenazados o asesinados también. La mayoría eligió el camino más fácil: unirse a la masa. La psicóloga Ervin Staub (2013) ha estudiado extensamente estos procesos y ha demostrado que la violencia genocida no surge de la nada, sino que es el resultado de una escalada gradual de deshumanización y violencia normalizada.

Exhumación de una fosa común en Potočari llevada a cabo en julio de 2007. La Wikipedia cuenta que en la masacre de Srebrenica, unas ocho mil personas de la etnia bosnia musulmana en la región de Srebrenica murieron asesinadas por serbios de Bosnia y elementos provenientes del hasta entonces Ejército Popular de Yugoslavia.  

En los años 90, en plena Europa civilizada, muchos vecinos que habían convivido pacíficamente durante décadas terminaron matándose entre sí por divisiones étnicas que hasta ese momento apenas importaban en el día a día. Serbios, croatas y bosnios que habían ido juntos al colegio, se habían casado entre entre ellos, y habían compartido vidas, de repente se convirtieron en enemigos mortales.

¿La magia? No es tal. Solo una serie de líderes políticos que decidieron activar identidades grupales latentes y terminaron creando narrativas de victimización (“ellos nos quieren destruir”) y ofreciendo chivos expiatorios. Y la gente “normal” los siguió. Porque cuando todo el mundo a tu alrededor está de acuerdo en que los otros son una amenaza, cuestionarlo requiere un nivel de valentía moral que muy pocos tienen.

Los experimentos que demuestran que tú también caerías

Ahora que hemos visto que la historia está llena de gente normal haciendo cosas horribles, vamos a la ciencia que explica por qué pasa esto. La psicología social se ha pasado décadas intentando demostrar experimentalmente que todos, y eso nos incluye a ti y a mí, somos vulnerables a estos mecanismos.

El experimento de Milgram: cuando obedeces aunque sepas que está mal

El investigador (E) persuade al participante (T) para que dé lo que éste cree son descargas eléctricas dolorosas a otro sujeto (L), el cual es un actor que simula recibirlas.

En 1961, Stanley Milgram quería entender cómo millones de alemanes habían participado en el Holocausto. Su pregunta era simple: ¿hasta dónde llegaría una persona normal obedeciendo órdenes de una autoridad, incluso si esas órdenes implicaban dañar a otro ser humano?

El experimento era más o menos así: te dicen que estás participando en un estudio sobre aprendizaje y memoria. Tu trabajo es hacer preguntas a otra persona (que en realidad es un actor, pero tú no lo sabes) y darle descargas eléctricas cada vez que se equivoca. Las descargas van aumentando de intensidad, desde 15 voltios hasta 450 voltios (marcado como “XXX – peligro: descarga grave”).

El “estudiante” (recuerda: es un compinche, pero tú no lo sabes) empieza a quejarse a los 75 voltios. A los 150, grita que quiere salir. A los 300, deja de responder completamente. Y tú ¿qué haces? Bueno, si eres como el 65% de los participantes del experimento, sigues obedeciendo hasta el final. Hasta los 450 voltios. Aunque el tipo al otro lado esté gritando. Aunque pida salir. Aunque haya dejado de responder y pueda estar muerto.

¿Por qué? Porque una figura de autoridad (el investigador con bata blanca) te dice que es necesario, que el experimento requiere que continúes, que “tú no eres responsable”. Y tu cerebro, aliviado de la carga moral, obedece.

La lección: No necesitas ser un sádico para infligir sufrimiento. Solo necesitas una autoridad que te diga que es necesario y un sistema que diluya tu responsabilidad personal.

El paradigma de Asch: cuando todos dicen una mentira, tú también la dices

Solomon Asch, en 1951, demostró algo igual de perturbador: la gente es capaz de negar la evidencia de sus propios ojos si el grupo dice lo contrario.

El experimento era muy simple. Te muestran una línea y te preguntan cuál de otras tres líneas es del mismo tamaño, como en la imagen de la derecha. La respuesta es obvia. Es la C, ¿no?. Pero antes de que tú respondas, otras siete personas (que en realidad están compinchadas con el experimentador) dan la respuesta incorrecta. Todas. Y ahora te toca a ti.

¿Qué haces? El 75% de los participantes se conformó al menos una vez, dando la respuesta incorrecta para no desentonar con el grupo. Incluso cuando sabían que estaba mal. Incluso cuando la evidencia estaba delante de sus narices.

La lección: La presión del grupo es tan poderosa que puede hacerte negar la realidad observable. Si eso pasa con algo tan objetivo como la longitud de una línea, imagina lo fácil que es con opiniones políticas, morales o sociales.

El experimento de la prisión de Stanford: el rol que te asignan te define y te fuerza a actuar

Philip Zimbardo, en 1971, quería estudiar cómo los roles sociales influyen en el comportamiento. Reclutó a estudiantes universitarios normales, equilibrados psicológicamente, y los asignó aleatoriamente a ser “guardias” o “prisioneros” en una prisión simulada en el sótano de Stanford.

El experimento tenía que durar dos semanas. Tuvo que cancelarse a los seis días porque la cosa se puso muy fea. Los “guardias” se volvieron sádicos, violentos y crueles. Humillaban a los prisioneros, los despertaban en mitad de la noche, los obligaban a hacer flexiones, los castigaban por infracciones inventadas. Y los “prisioneros” se volvieron pasivos, sumisos, algunos tuvieron crisis nerviosas. Todos sabían que era un experimento. Todos sabían que no era real. Pero el rol fue más fuerte que la persona y todos se convirtieron en los roles que les habían asignado.

La lección: Dale a alguien poder, un rol que justifique ese poder, y un contexto donde no haya consecuencias, y verás lo rápido que se convierte en alguien que no reconocerías.

La desindividuación: cuando te escondes en la masa

La desindividuación es el proceso por el cual las personas pierden su sentido de identidad individual cuando están en un grupo, especialmente si la situación viene determinada por el anonimato. Y cuando pierdes tu identidad individual, pierdes también tu autocontrol y tu sentido de responsabilidad personal.

Los estudios de Zimbardo (1969) sobre desindividuación mostraron que cuando las personas sienten o saben que son anónimas (ya sea por estar en una multitud, llevar uniforme, o actuar en la oscuridad) son mucho más propensas a comportarse de formas que normalmente considerarían inaceptables. Es el mismo mecanismo que explica por qué la gente se vuelve violenta en disturbios, por qué los trolls de internet son más crueles que en persona, o por qué los linchamientos ocurren en grupo.

La lección: Cuando te sientes parte de una masa anónima, tu brújula moral se apaga. No eres “tú” tomando decisiones; eres parte de un organismo colectivo que diluye cualquier sentido de responsabilidad personal.

Cómo estos mecanismos están operando ahora mismo en tu vida, aunque tú no lo sepas

“Vale, muy interesante todo esto, pero yo no vivo en la Alemania nazi ni en Rwanda”, estarás pensando. Cierto. Pero los mismos mecanismos psicológicos que permitieron esas atrocidades están operando ahora mismo, en tu país, en tu ciudad, probablemente en tu familia.

La escalada gradual: de “preocupado” a “fascista”

Nadie se despierta un día siendo fascista. Es un proceso gradual. Primero es “estoy preocupado por la inmigración irregular”. Luego es “habría que controlar más las fronteras”. Después es “estos inmigrantes vienen a robar nuestros trabajos y nuestra identidad”. Y al final es “hay que defender nuestra civilización por cualquier medio necesario”.

Cada paso parece razonable si no miras de dónde vienes. Es el mismo mecanismo que funcionó en la Alemania nazi: la normalización gradual de lo inaceptable. Y funciona porque tu cerebro se adapta a cada nuevo nivel de radicalidad, haciéndolo parecer normal.

¿Tu tío que hace cinco años era conservador moderado y ahora comparte memes de Vox? No es que se volviera loco. Simplemente dio pequeños pasos, uno tras otro, cada uno justificable por sí mismo, hasta llegar a un sitio que hace cinco años le hubiera horrorizado.

La obediencia a la autoridad: lo dijeron en la tele

Los mecanismos activos en el experimento de Milgram no requieren batas blancas de laboratorio. Cualquier figura de autoridad sirve: un líder político, un presentador de televisión, un influencer con millones de seguidores, o simplemente alguien que parece”que sabe de lo que habla.

Cuando Abascal dice que los inmigrantes son “una invasión”, cuando Trump dice que los mexicanos son “violadores”, cuando cualquier líder populista señala a un chivo expiatorio, no están solo expresando una opinión. Están dando permiso moral a sus seguidores para deshumanizar a esos grupos. Y la gente obedece porque la autoridad ha dicho que está bien.

La conformidad al grupo: tu familia, tu barrio, tu burbuja

¿Tienes un grupo de WhatsApp familiar donde se comparten bulos sobre inmigrantes? ¿Nadie los cuestiona? Enhorabuena, acabas de presenciar el experimento de Asch en tiempo real.

La presión para conformarse al grupo es inmensa, especialmente cuando ese grupo está formado por personas que te importan. Cuestionar la narrativa dominante del grupo te convierte en el raro, el problemático, el que “se cree mejor que los demás”. Y tu cerebro, que evolucionó para sobrevivir en grupos, prefiere callarse y conformarse antes que arriesgarse al ostracismo social.

Por eso es tan difícil ser la única voz disidente en una cena familiar. Por eso es tan fácil radicalizar grupos cerrados de WhatsApp o Telegram. Porque una vez que el grupo establece una narrativa, cuestionarla requiere ir contra todos los instintos de conformidad que tu cerebro tiene.

La desindividuación digital: el monstruo detrás del teclado

Las redes sociales son una máquina perfecta de desindividuación. Estás oculto detrás de una pantalla, a menudo con un pseudónimo, rodeado de otros que piensan como tú, sin consecuencias inmediatas para tus acciones. ¿El resultado? Gente que nunca insultaría a alguien en persona escribiendo barbaridades en Twitter. Personas “de bien” participando en campañas de acoso. Individuos razonables compartiendo discursos de odio.

No es que sean malas personas. Es que el contexto ha activado todos los mecanismos que hacen que las personas “normales” se comporten de formas horribles: anonimato, conformidad al grupo, dilución de responsabilidad, y una figura de autoridad (el influencer, el líder de opinión) que valida y recompensa ese comportamiento.

Los roles que te asignan: “nosotros” contra “ellos”

Zimbardo no necesitó mucho para convertir estudiantes normales en guardias abusivos: solo necesitó un rol, un uniforme, y un contexto que validara ese rol. Ahora piensa en cómo los líderes políticos actuales construyen identidades de grupo: “nosotros los españoles de bien” contra “ellos los inmigrantes”, “nosotros los patriotas” contra “ellos los progres”, “nosotros los que defendemos la familia” contra “ellos la ideología de género”.

Una vez que aceptas ese rol, una vez que interiorizas esa división, tu comportamiento cambia. Ya no ves a individuos con vidas complejas; ves a miembros de “ellos”, el grupo amenazante. Y todo lo que hagas para defender a “nosotros” está justificado, porque estás cumpliendo tu rol.

Entonces, ¿estamos todos condenados?

No. Pero solo si entiendes estos mecanismos y te mantienes activamente vigilante contra ellos.

La diferencia entre ser la persona que resiste y la persona que participa no está en ser mejor persona. Radica en ser consciente de estos mecanismos psicológicos y desarrollar estrategias para contrarrestarlos:

1. Cuestiona a la autoridad
Solo porque alguien con poder, un título, o una plataforma grande diga algo no lo hace verdad. Pregúntate: ¿quién gana con que yo crea esto? ¿Qué evidencia real hay?

2. Resiste la conformidad del grupo
Ser la voz disidente es incómodo, pero es la única forma de romper la burbuja. Si todos en tu grupo piensan igual sobre algo, probablemente es porque nadie se atreve a cuestionar la narrativa, no porque todos tengan razón.

3. Mantén tu identidad individual
No dejes que tu identidad se diluya completamente en “nosotros”. Eres un individuo con responsabilidad moral personal, no solo un miembro de un grupo. Lo que haces importa, incluso si todos están haciendo lo mismo.

4. Rechaza la deshumanización
En el momento en que empiezas a ver a un grupo como “menos humano”, como “el problema”, como “una amenaza existencial”, ya estás en el primer peldaño de la escalera. Detente ahí. Las personas son personas, no abstracciones ni estadísticas.

5. Reconoce la escalada gradual
Pregúntate regularmente: ¿esto que estoy defendiendo ahora lo hubiera defendido hace cinco años? Si la respuesta es no, piensa cómo llegaste hasta aquí. Puede que hayas normalizado cosas que antes te hubieran horrorizado.

6. Acepta tu vulnerabilidad
Eres humano. Eres vulnerable a estos mecanismos. Todos lo somos. Pensar que eres inmune es la forma más segura de caer en ellos sin darte cuenta.

La conclusión incómoda

La historia nos ha demostrado una y otra vez que la gente “normal” puede hacer cosas horribles cuando se dan las circunstancias adecuadas. La psicología social ha recogido evidencias experimentales claras de los mecanismos exactos permiten que hagamos cosas espantosas. Y la actualidad nos está demostrando día a día que esos mecanismos siguen funcionando perfectamente en el siglo XXI.

El cuñado que comparte bulos xenófobos en Facebook no es un caso perdido de maldad pura. Es una persona vulnerable a la propaganda, a la conformidad del grupo de WhatsApp de sus amigos, a la autoridad de los tertulianos de televisión, a las noticias de los diarios digitales y a la escalada gradual de discursos cada vez más radicales. Es, en otras palabras, humano.

Y tú también lo eres.

La diferencia entre acabar al lado correcto o incorrecto de la historia no está en ser buena persona. Está en entender estos mecanismos, reconocer tu vulnerabilidad a ellos, y desarrollar las herramientas cognitivas y morales para resistirlos activamente.

Porque si hay algo que la historia nos enseña es esto: cuando llegue tu momento de elegir, “yo solo obedecía órdenes” o “todo el mundo lo hacía” no va a ser una excusa válida.

Nunca lo fue.

Referencias

ASCH, S. E. (1951). Effects of group pressure upon the modification and distortion of judgments. In H. Guetzkow (Ed.), Groups, leadership and men (pp. 177-190). Carnegie Press.

BLUM, B. (2018). The Lifespan of a Lie: The most famous psychology study of all time was a sham. Medium.

BROWNING, C. R. (1992). Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final Solution in Poland. HarperCollins.

LE TEXIER, T. (2019). Debunking the Stanford Prison Experiment. American Psychologist, 74(7), 823-839.

MILGRAM, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371-378.

STAUB, E. (2013). Building a peaceful society: Origins, prevention, and reconciliation after genocide and other group violence. American Psychologist, 68(7), 576-589.

ZIMBARDO, P. G. (1969). The human choice: Individuation, reason, and order versus deindividuation, impulse, and chaos. Nebraska Symposium on Motivation, 17, 237-307.