La influencia social es uno de esos fenómenos que la psicología lleva décadas estudiando porque, básicamente, somos menos autónomos de lo que nos gusta creer. Vamos por la vida convencidos de que nuestras opiniones nacen de un rincón profundo y luminoso de nuestra mente preclara, cuando muchas veces lo que hacemos es mirar de reojo a los demás para decidir si decimos algo, si nos callamos o si fingimos que lo teníamos clarísimo desde el principio. Si existiera un diploma oficial en “me creo independiente pero no lo soy”, la mayoría tendríamos el máster completo. Yo el primero.
La conformidad es un buen ejemplo. Solomon Asch mostró que, incluso cuando la respuesta correcta es tan evidente que podríamos dársela medio dormidos, basta con que un grupo de desconocidos diga lo contrario para que dudemos de nuestra propia existencia. Es ese momento precioso en el que piensas: “igual llevo treinta años viendo líneas mal”. A veces seguimos la corriente para no quedarnos fuera; otras veces porque asumimos que el grupo sabe algo que nosotros no… aunque el grupo a veces sea exactamente la gente que pensabas que no aprobaría ni un examen de respiración.
La obediencia funciona de manera parecida, solo que aquí la presión no viene del grupo, sino de alguien con autoridad. Los experimentos de Milgram y Zimbardo demostraron que una simple bata blanca o unas gafas de sol podía lograr que la gente hiciera cosas que jamás habría imaginado. Y no porque disfrutaran especialmente obedeciendo, sino porque la situación diluye la responsabilidad. Es como cuando tu jefe propone una idea desastrosa y tú asientes pensando: “si explota, no es culpa mía”. La psicología social ya había descubierto ese truco muchísimo antes.
La aceptación interna es otra vía de influencia, aunque más amable. Aquí no obedecemos ni nos dejamos arrastrar por la mayoría, sino que incorporamos una idea externa porque de verdad empieza a resonar con nosotros. Es el tipo de cambio que dura, el que se integra. Por eso los procesos educativos y culturales funcionan a largo plazo. No hay magia; solo repetición, significado y la inevitable sensación de que, si todo el mundo se mueve hacia una dirección, algo habrá allí aparte de un café gratis.
Estos mecanismos se intensifican en momentos de incertidumbre, cuando nos sentimos observados o cuando el grupo al que pertenecemos se siente especialmente “nuestro”. Internet es una fábrica industrial de esto: publicamos, opinamos y consumimos como si fuéramos libres, mientras una marabunta de desconocidos decide qué está bien visto y qué nos tiene que gustar. A veces es útil, claro. Otras veces abre la puerta al clásico fenómeno humano de “no tenía ni idea de lo que opinaba hasta que lo vi en un hilo de comentarios”.
Comprender la influencia social no significa resignarse a ella, sino reconocerla. Nos permite detectar cuándo nuestras opiniones son auténticas y cuándo vienen, básicamente, envueltas en un “hazlo como los demás”. También nos recuerda que la influencia puede ser positiva: la cooperación, la ayuda mutua o las normas prosociales también se contagian. Y, por fortuna, suelen contagiarse más rápido que las ganas de discutir en una cena familiar, aunque eso tampoco tiene mucho mérito.
Somos seres profundamente sociales, incluso cuando juramos que no lo somos. Y sí, a veces actuamos como si fuéramos completamente racionales… pero eso dura exactamente hasta que entramos en un grupo grande, nos sentimos observados o alguien grita “vamos todos”. En ese momento, la independencia mental se evapora más rápido que las ganas de madrugar un lunes.
