Tienes que entender algo fundamental antes de seguir leyendo: no eres el protagonista de una película. No eres el héroe que se resiste mientras todos se mueren. No eres la excepción que confirma la regla. Eres un ser humano con el mismo cerebro chapucero, los mismos sesgos cognitivos, y las mismas vulnerabilidades psicológicas que tenían los alemanes que votaron a Hitler, los hutus que mataron a sus vecinos tutsis, o el tío del que hablé el otro día y que ahora comparte bulos de Vox.
La diferencia entre tú y ellos no es que seas moralmente superior. Es que todavía no has sido expuesto a la combinación específica de circunstancias que te convertiría en lo que ellos son. Y eso debería aterrorizarte.
Porque si hay algo que un siglo de psicología social nos ha enseñado es que bajo las condiciones adecuadas, las personas absolutamente normales como tú pueden cometer atrocidades inimaginables. Y lo harán convencidos de que están haciendo lo correcto. Incluido tú.
El mito del “yo nunca haría eso”
Deja de mentirte. Lo harías. No porque seas mala persona. No porque carezcas de valores morales. No porque seas especialmente débil o influenciable. Lo harías porque eres humano, y los humanos funcionamos de formas predecibles cuando se activan ciertos resortes psicológicos.
Piensa en El Señor de las Moscas. Un grupo de niños educados, de familias respetables, naufragan en una isla. En cuestión de semanas están cazándose entre sí como animales. No aparecieron monstruos externos que los corrompieron. El monstruo había estado dentro de ellos todo el tiempo, esperando las condiciones adecuadas para mostrarse.

Golding escribió este libro precisamente para desmontar la idea reconfortante de que “la gente normal no hace cosas así”. La gente normal hace exactamente esas cosas. Constantemente. A lo largo de toda la historia humana. Como en la Alemania nazi o en la Guerra Civil española.
Milgram y Zimbardo, otra vez
La psicología social ha demostrado esto una y otra vez en experimentos controlados. Milgram (1963) mostró que el 65% de personas normales administrarían descargas eléctricas potencialmente letales a otra persona simplemente porque una figura de autoridad se lo pedía. Zimbardo (1971) demostró que si coges a estudiantes universitarios sin ninguna psicopatología previa y les asignas unos roles específicos se convertían en guardias sádicos o prisioneros quebrados en cuestión de días. Asch (1951) demostró que la mayoría de la gente negará la evidencia de sus propios ojos para conformarse con el grupo.
Estos no son casos aislados de personas especialmente débiles o manipulables. Son patrones persistentes y regulares que aparecen una y otra vez cuando se estudia el comportamiento humano bajo presión social. Y tú, estadísticamente, habrías actuado igual que la mayoría de los participantes en esos experimentos.
La ilusión del control y por qué crees que eres diferente
Tu cerebro está poniendo en marcha ahora mismo un truco cognitivo muy conveniente. Mientras lees esto, está pensando: “Sí, bueno, eso le pasa a otra gente. Pero yo soy consciente de estos mecanismos. Yo soy crítico. Yo nunca caería en eso. Porque yo soy un ser de luz” Enhorabuena. Acabas de demostrar que no has entendido nada.
Ese pensamiento (“yo soy diferente”) es en sí mismo un sesgo cognitivo. Se llama sesgo del punto ciego (Pronin et al., 2002), y es probablemente el más peligroso de todos porque te hace creer que eres inmune a todos los demás sesgos.
El sesgo del punto ciego
Tú estás convencido de que no tienes sesgos, pero todo el mundo alrededor es un festival de prejuicios mal disimulados. Todos menos tú. AMIGA DATE CUENTA.
El sesgo del punto ciego consiste en que tu cerebro se mira al espejo y dice: “Yo soy objetivo y crítico”. Luego se pone una capa invisible y sale volando. El “punto ciego” es que no ves tus propios sesgos, igual que no ves tu propia nariz todo el tiempo. Está ahí, influyendo en todo, pero tu mente decide ignorarlo porque admitirlo sería incómodo y requeriría humildad. Y eso ya es pedir demasiado.
Lo mejor es que cuanto más inteligente crees que eres, más fuerte suele ser el sesgo. Porque piensas:
“Yo no caigo en esas trampas psicológicas”.
Exacto. Esa frase es la trampa psicológica.
Es como si Neo dijera “yo soy consciente de que la Matrix existe, por lo tanto, ya no me afecta” mientras sigue enchufado con un cable en la nuca. Ser consciente del sistema no te libera automáticamente del sistema. Solo te da la ilusión de control y te hace pensar que eres especial. Como eres consciente de cómo puede funcionar la manipulación, eso te hace inmune a caer en ella. Eso es pensamiento mágico, querida.
Los participantes del experimento de Milgram también creían ser buenas personas. Los guardias de Stanford también se consideraban (y probablemente eran) gente normal. Los alemanes que votaron a Hitler también pensaban que estaban tomando la decisión correcta para proteger a su país. Nadie se despierta pensando “hoy tengo que enviar un par de correos electrónicos y, después, cuando tenga un rato, voy a volverme un monstruo antes de irme a la tomarme unas cañas”. Los monstruos siempre creen que son los héroes de su propia historia.
Y eso incluye a los que leen artículos sobre psicología social y piensan que ya están vacunados contra la manipulación. Amiga, no lo estás. El conocimiento ayuda, pero no es suficiente. Porque estos mecanismos operan a un nivel más profundo que el pensamiento consciente y por muy deconstruido que estés, puedes terminar siendo un misógino en tu día a día. Está pasando.

Imagina que estás en una habitación donde la temperatura sube gradualmente un grado cada hora. Tu cuerpo se adapta, que para eso está. No notas el cambio porque es tan lento que tu sistema de referencia se mueve contigo. Cuando te das cuenta, estás hirviendo, pero cada vez que subía la temperatura un poquito, a ti parecía perfectamente normal, si es que llegaste a ser consciente.
Eso es lo que pasa con la radicalización, con la normalización de lo inaceptable y con el acercamiento el autoritarismo, sin necesidad de dar un portazo. Y ser consciente de que la temperatura puede subir no significa que vayas a notarlo cuando esté pasando. Casi nunca se nota cuando pasa. Por eso tienes que estar constantemente verificando termómetros externos, cuestionando tu propia percepción, preguntándote si lo que ahora te parece normal te hubiera parecido normal hace un año.
La prueba del algodón, imagina que naciste en otro tiempo y en otro lugar
Imagina que naciste en la Alemania de los años 20. Con la misma inteligencia que tienes ahora. Con los mismos valores fundamentales de justicia y bondad que crees tener. Pero has crecido en una sociedad devastada por la Primera Guerra Mundial, humillada por el Tratado de Versalles, destruida económicamente por la hiperinflación (porque el dinero no vale absolutamente nada), y buscando desesperadamente a alguien a quien culpar por todo ese sufrimiento.

La gente se muere de hambre, pero sin aspavientos. Tu familia lo ha perdido casi todo. Tus padres, que han trabajado toda su vida, ven que sus ahorros se han evaporado y no pueden pagar ni la cuota del móvil. Hay desempleo masivo. Ves a niños mendigando en las esquinas. Un clima de desesperación tan denso que puedes cortarlo con un cuchillo. Pero todo lo que te pasa es asumible, porque, total, siempre puede ir a peor, ¿verdad?
Llega un líder carismático que te dice que no es tu culpa. Es culpa de ellos. De los judíos, de los comunistas, de los traidores internos que apuñalaron a Alemania por la espalda. O de los moros, de las mujeres que quieren oprimir a los hombres, de los ecologistas, de los catalanes o de las huestes LGTBIQ+ (básicamente los maricones). Te ofrece una explicación simple para un problema complejo. Te ofrece pertenecer a algo más grande que tú. Te ofrece orgullo nacional cuando todo lo demás se está desmoronando.
Y todos a tu alrededor (tu familia, tus amigos, tus vecinos, tus profesores, tus compañeros de trabajo y el taxista que escucha la COPE) están básicamente de acuerdo. Los que disienten son minoría, están aislados, son perseguidos. Cuestionar la narrativa dominante te convertiría en un paria social, te costaría tu trabajo, pondría en peligro a tu familia. Sólo te quedaría Grindr.
Las primeras medidas parecen razonables: “Solo queremos controlar la influencia desproporcionada de ciertos grupos en la economía.” Después: “Es por seguridad nacional, hay que saber quién es quién.” Luego: “Es temporal, hasta que solucionemos la crisis.” Y cada paso normaliza el siguiente.
Ahora dime: ¿realmente crees que habrías sido el héroe solitario que se resistió? ¿Te convertirías en un Schindler? ¿O es más probable que hubieras hecho lo que hizo el 99% de la población alemana, seguir con tu vida, decirte a ti mismo que “no es tan malo” o “seguro que tienen sus razones”?
Estadísticamente, habrías sido nazi. O al menos, habrías mirado hacia otro lado mientras pasaba el Holocausto.
Y si eso te ofende. Vale. Que te ofenda. Pero que sepas que negarlo es precisamente lo que te hace vulnerable a repetir los mismos errores.
Alexandra Zapruder, en su trabajo sobre diarios de adolescentes del Holocausto, documentó cómo muchos jóvenes alemanes absolutamente normales fueron radicalizándose gradualmente a través de la educación nazi, la presión de grupo y la propaganda constante. No eran monstruos congénitos. Eran chavales y chavalas adaptándose a su entorno, como hacen todos los adolescentes en todos los lugares.
La diferencia entre ellos y tú no es tu superioridad moral. Es el accidente geográfico y temporal de dónde y cuándo naciste.
Por qué el “pero yo soy de izquierdas” no te salva
Aquí viene la parte donde la gente progresista que está leyendo esto va a cabrearse conmigo: ser de izquierdas no te hace inmune a estos mecanismos. De verdad que no.
Los mismos procesos psicológicos que radicalizan a la derecha pueden radicalizar a la izquierda. La conformidad grupal funciona igual en un colectivo antifascista que en un grupo de extrema derecha. La deshumanización del enemigo funciona igual cuando el enemigo son “los fachas” que cuando son “los inmigrantes” o “los progres”. La escalada gradual de violencia retórica funciona en todos los espectros políticos.

Los Guardias Rojos de Mao
¿Recuerdas los Guardias Rojos de Mao? Eran estudiantes universitarios, jóvenes idealistas que querían construir una sociedad más justa y que creían en los valores que probablemente tú y yo compartimos. Acabaron torturando y asesinando a cualquiera que consideraran “enemigo de la revolución”, incluyendo a sus profesores. Se pusieron a destruir tesoros culturales milenarios. Algunos denunciaron a sus propios padres. No porque fueran psicópatas, sino porque el contexto ideológico les convenció de que esa violencia era moralmente necesaria. Estaban en el lado correcto de la historia, según ellos.

Robespierre y la Revolución Francesa
La revolución empezó con ideales ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. Todo fetén. Acabó con la guillotina trabajando a destajo en la Plaza de la Revolución, decapitando a miles de personas, muchas de ellas por acusaciones inventadas o simplemente por estar en el sitio equivocado. Robespierre, que había argumentado apasionadamente contra la pena de muerte, acabó enviando a cientos a la guillotina por ser “enemigos de la revolución”.
Quiero demostrarles: que la pena de muerte es esencialmente injusta […] y que multiplica los crímenes más de lo que los previene.
Robespierre. Discurso ante la Asamblea Constituyente, 22 de junio de 1791. Enlace.
La lógica era siempre la misma: “La revolución está en peligro. Los enemigos internos nos traicionarán. Tenemos que actuar con dureza para salvar los ideales por los que luchamos.” Y cada ejecución se justificaba como necesaria para proteger algo más grande.

1984
El verdadero horror de la novela no es el Gran Hermano. Es cómo gente normal (como Winston Smith) puede ser quebrada, reprogramada, y convertida en creyente sincero de la ideología que antes rechazaba. Winston no termina solo obedeciendo al Partido. Lo ama. Y Orwell, que era socialista convencido, escribió ese libro específicamente para advertir a la izquierda sobre sus propias tendencias autoritarias.
Al final de la novela, después de ser torturado en la Sala 101, Winston no solo obedece al Partido. Lo ama. Mira el retrato del Gran Hermano con lágrimas de gratitud en los ojos. Su resistencia, que parecía tan fundamental a su identidad, se desmoronó cuando se aplicó suficiente presión psicológica.
Orwell, que era socialista convencido y que estuvo en el frente durante la Guerra Civil Española del lado republicano, escribió ese libro para advertir a la izquierda sobre sus propias tendencias autoritarias. Porque había visto cómo los comunistas estalinistas en España perseguían a otros izquierdistas (anarquistas, trotskistas) con la misma brutalidad que usaban contra los fascistas.
Tener las ideas correctas no te protege. De hecho, puede hacerte más peligroso, porque te da una justificación moral para cualquier cosa que hagas. Si estás “del lado correcto de la historia”, cualquier medio se vuelve aceptable para alcanzar el fin correcto.

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Tu identidad moral es más frágil de lo que crees
Piensa en quién eres. En tus valores fundamentales. En lo que te hace ser tú. En las líneas que nunca cruzarías. Ahora imagina que te privan de sueño durante tres días seguidos. Tu cerebro empieza a fallar. No puedes pensar con claridad. Tu resistencia cognitiva se va a la mierda. Esos valores “fundamentales” empiezan a parecer borrosos y negociables.
Imagina que te torturan psicológicamente durante semanas. Que te aíslan socialmente. Que te bombardean con propaganda constante. ¿Cuánto tiempo crees que durarían esos valores fundamentales? A mí, la verdad, dos telediarios.
En los campos de prisioneros de guerra de Corea del Norte, los captores estadounidenses fueron sistemáticamente reprogramados mediante técnicas de lavado de cerebro. No con magia o ciencia ficción. Con técnicas psicológicas básicas: privación sensorial, aislamiento, recompensa de pequeñas colaboraciones, castigo de resistencia, y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo.
Y funcionó. Los prisioneros que juraban que nunca traicionarían a su país acabaron escribiendo confesiones falsas, denunciando a sus compañeros, y algunos incluso rechazaron ser repatriados porque habían llegado a creer genuinamente en el comunismo norcoreano.
Robert Jay Lifton estudió estos casos y documentó las ocho fases de la reforma del pensamiento: asalto a la identidad, establecimiento de culpa, auto-traición, punto de quiebre, clemencia, compulsión a confesar, canalización de la culpa, y liberación.
¿Eran débiles? ¿Estúpidos? ¿Traidores de nacimiento? No. Eran humanos normales sometidos a presión psicológica sostenida. Y su identidad moral, esa que creían que era la esencia inmutable de quiénes eran, se desmoronó como un castillo de naipes.
Tú no eres diferente. Tu sentido del yo, tu brújula moral y tus convicciones profundas son mucho más maleables de lo que quieres admitir. Bajo la presión adecuada y de intensidad suficiente (por decirlo de alguna manera), casi cualquiera se quiebra. Y la mayoría de las veces ni siquiera hace falta presión extrema. Basta con las circunstancias adecuadas.
Lo que esto significa para ti y para todos los que nos creemos progresistas y críticos
Esto no es una lección de historia. No es un análisis académico abstracto de comportamientos que solo le pasan a otra gente en otras épocas. Es un espejo. Y la imagen que refleja no es agradable, como la del espejo de verdad en el que te miras antes de ir a trabajar después de una noche toledana.
Eres vulnerable. Eres manipulable. Eres capaz de hacer cosas horribles bajo las circunstancias adecuadas. Y lo peor de todo es que probablemente no lo notarás mientras esté pasando, porque cada paso individual parecerá razonable, justificado e incluso puede que necesario.
Esta verdad tiene que ser el punto de partida para hacer algo. Porque si empiezas desde “yo soy especial, yo nunca haría eso, yo levito”, date por jodida. Estás operando desde una ilusión que te deja completamente desprotegida.
Si empiezas desde “soy tan vulnerable como cualquier otra persona, ¿qué puedo hacer para resistir mi propia naturaleza?”, al menos tienes una oportunidad de luchar. No es una garantía. Puedes hacer todo bien y aun así fallar. Pero es infinitamente mejor que no intentarlo porque crees que no lo necesitas.
En la segunda parte de esta serie, hablaré de cómo funciona específicamente “la banalidad del mal”: cómo personas normales, haciendo trabajos normales, construyen sistemas de horror. Y por qué el verdadero peligro no son los monstruos evidentes, sino los burócratas competentes que solo “cumplen órdenes”.
Referencias
Asch, S. E. (1951). Effects of group pressure upon the modification and distortion of judgments. In H. Guetzkow (Ed.), Groups, leadership and men (pp. 177-190). Carnegie Press.
Golding, W. (1954). Lord of the Flies. Faber and Faber.
Lifton, R. J. (1961). Thought Reform and the Psychology of Totalism. W.W. Norton & Company.
Milgram, S. (1963). Behavioral study of obedience. Journal of Abnormal and Social Psychology, 67(4), 371-378.
Orwell, G. (1949). Nineteen Eighty-Four. Secker & Warburg.
Pronin, E., Lin, D. Y., & Ross, L. (2002). The bias blind spot: Perceptions of bias in self versus others. Personality and Social Psychology Bulletin, 28(3), 369-381.
Zimbardo, P. G. (1971). The power and pathology of imprisonment. Congressional Record (Serial No. 15, October 25).
