Hay que desinstalarse Instagram. No hoy, ayer. Yo ya lo hice, pero mucha gente cercana lo sigue usando y cuando me pasan algo me horrorizo por sistema. Lo que empezó como una red social para compartir fotos con filtros feos se ha convertido en una máquina de triturar autoestima, fomentar el narcisismo y venderte la ilusión de que todo el mundo está más bueno, más feliz y es más productivo que tú. Spoiler: no. Pero claro, cuando vives viendo vidas retocadas a golpe de algoritmo, el cerebro se lo traga. Y luego tú con tu cara de lunes y tu panza normal te crees defectuoso y sientes de todo menos paz. No es casualidad. Es negocio.
Instagram no es sólo una app: es una fábrica de ansiedad con branding minimalista. Te vende a ti y te paga con una patada en los cojones a tu salud mental. Todo en ella está diseñado para que compares, compitas, consumas y te sientas un poco peor contigo mismo, justo lo suficiente como para que vuelvas a entrar. Y lo peor es que nos han hecho creer que el problema somos nosotros, por no «usar las redes con moderación», como si la adicción no estuviera programada. Así que sí, desinstálatela. No para convertirte en un monje zen, sino para recuperar tu tiempo, tu atención y, con suerte, un poco de dignidad digital.