Hay una idea que nos encanta porque nos deja moralmente a salvo incluso cuando hacemos el ridículo, cosa que en mi caso ocurre con bastante frecuencia. Es la idea de que, en algún lugar profundo y misterioso, existe un yo auténtico que define quién eres. Un núcleo estable, coherente, racional, con valores claros y principios firmes, que define quiénes somos de verdad. Todo lo demás serían desviaciones, errores puntuales, contextos raros. Accidentes. El yo auténtico, en cambio, siempre estaría ahí, juzgándonos por nuestros pequeños deslices, pero intacto. La versión premium de nosotros mismos, pero sin pago mensual.
Es una fantasía más falsa que lo que puedas leer en el Twitter de Lucía Etxebarria.
Nuestro yo auténtico no aparece en la psicología, no aparece en los experimentos, no aparece cuando observas cómo se comporta la gente cuando hay presión social, incentivos, miedo o simple comodidad. Aparece, eso sí, en los discursos posteriores. En las explicaciones. En las justificaciones. En ese momento mágico en el que ya hemos actuado y ahora toca convencernos de que seguimos siendo la misma buena persona de siempre. Ahora nos toca explicar por qué hicimos lo que hicimos sin quedar como idiotas, hipócritas o simples animales sociales con mucha narrativa y poco control. ¿Existe tu yo auténtico? Yo diría que no, pero yo qué sé.
La psicología lleva décadas diciéndonos algo no mola nada: no actuamos según lo que somos, sino que construimos lo que somos a partir de lo que ya hemos hecho. Primero va la conducta. Después llega la identidad, con retraso, tomando notas y asegurando que todo estaba perfectamente alineado desde el principio. Primero la cagas y luego empiezas a justificarte con la situación, conque estabas cansado, conque no pensaste las cosas… igual sí lo hiciste y tomaste una decisión que fue una cagada. O igual le hiciste daño a alguien porque te beneficiaba. O contaste una mentira.
La identidad como relato a posteriori
Leon Festinger lo explicó con la teoría de la disonancia cognitiva, pero no hace falta citar estudios para entender el mecanismo. Haces algo que contradice tus valores y, en lugar de asumir la contradicción, ajustas esos valores. No porque seas especialmente hipócrita, sino porque el cerebro odia la incoherencia más que la mentira. La mentira sale barata, es eficiente y te deja la autoestima en niveles funcionales.
Dices que valoras la honestidad, pero mientes para evitar un conflicto. Dices que eres independiente, pero sigues la opinión del grupo cuando importa. Dices que te mueve la justicia, pero solo cuando no te cuesta demasiado, tiempo, esfuerzo o dinero, da igual. En todos esos casos, el problema no es la acción. El problema es la pirula que te montas después, esa historia con la que explicas por qué, en realidad, sigues siendo fiel a tu yo auténtico, solo que “la situación era compleja” y “hay cosas que no sabes” y tal.
Y lo haces con convicción. Porque no solo nos justificamos, también recordamos del culo. El cerebro no es un archivo fiable del pasado, es un editor creativo que reescribe la historia para que tenga sentido hoy. Cambias de opinión con el tiempo, pero el recuerdo se adapta para que parezca continuidad. Así puedes afirmar sin rubor que “siempre has pensado así”, cuando en realidad lo pensaste por primera vez hace dos años después de una discusión por internet con un desconocido. Esa discusión que le dio una hostia en toda la cara a la mierda de razonamiento que usaste.

Igual te interesa: Cuando la memoria mete a inocentes en la cárcel
El sesgo retrospectivo mantiene viva la ilusión de coherencia y te permite seguir pensando que eres la hostia de coherente. Miramos atrás y vemos una línea recta, cuando en realidad fue una sucesión de giros improvisados con explicaciones cada vez más sofisticadas. Y nos creemos que somos el faro moral de Occidente.
El contexto manda más que tus valores
Aquí es donde el mito del yo auténtico empieza a descomponerse del todo. Porque resulta que el contexto importa más que nuestros principios. Mucho más. Autoridad, grupo, rol, normas implícitas, expectativas sociales. Cambia cualquiera de esas variables y el comportamiento cambia el comportamiento, incluso en personas convencidas de tener una brújula moral como dios manda.
La psicología social lo ha demostrado hasta la saciedad. Personas normales, decentes, convencidas de su integridad, obedecen órdenes cuestionables, se alinean con grupos que saben que están equivocados y adoptan comportamientos que jamás habrían atribuido a su “verdadero yo”. No porque sean monstruos, sino porque están diseñadas para adaptarse.
Nuestros valores no desaparecen, pero se vuelven sorprendentemente flexibles. Y el yo auténtico, ese que se suponía firme e inmutable, empieza a parecer más bien una colección de respuestas situacionales con excelente capacidad narrativa.
Redes sociales y la performance del yo auténtico
Si hay un lugar donde este mito se reproduce con entusiasmo casi religioso, es en redes sociales. Allí el yo auténtico deja de ser una convicción interna y se convierte directamente en una performance. No mostramos quiénes somos, sino quiénes queremos parecer ante un público concreto, en un momento concreto, siguiendo unas normas implícitas bastante claras.
Amiga, tú también lo haces: opiniones, indignaciones, silencios estratégicos y gestos morales cuidadosamente calibrados. No porque todo sea falso, sino porque todo es contextual y performativo. El problema llega cuando empezamos a confundir la performance con la esencia. Repetimos el personaje suficientes veces y acabamos creyendo que es real. Y entonces cualquier crítica ya no es un desacuerdo, es un ataque personal, una amenaza directa a nuestra identidad.
Aquí el yo auténtico se vuelve especialmente agresivo. No admite matices. No cambia de opinión. No reconoce errores. Porque hacerlo implicaría admitir que no era tan auténtico, ni tan coherente ni tan profundo como pensábamos.
Por cierto, he usado la palabra “performativo”. Ya soy mayor y escribo cosas profundas y modernas.
Por qué necesitamos creer en el yo auténtico
Llegados a este punto, suele aparecer la resistencia: si no hay un yo auténtico, entonces todo es mentira, nada es real y somos simples marionetas del contexto. No exactamente. Lo que no somos es tan estables, coherentes y transparentes para nosotros mismos como nos gusta creer.
Te pone tan de mala hostia que te critiquen por las redes sociales porque sientes que están atacando tu yo, ése que estás construyendo cuidadosamente
Seguimos creyendo en el yo auténtico porque cumple funciones psicológicas muy útiles, reduce la ansiedad, da sensación de control y permite juzgar a los demás con comodidad. Si yo actúo desde mi esencia y tú te contradices, el problema eres tú, no yo. No hace falta mirar el contexto, las circunstancias ni el azar. Todo queda ordenado.
Aceptar que somos menos coherentes de lo que pensamos no nos hace ni puta la gracia. Ni tranquiliza ni nos permite sentirnos moralmente superiores. Pero tiene un efecto curioso: nos vuelve un poco más prudentes, un poco menos arrogantes y algo más tolerantes con el cambio, con el propio y el ajeno. Consejos vendo que para mí no tengo, lo de siempre.
Menos esencia y más honestidad intelectual
La paradoja es que cuanto más creemos en nuestro yo auténtico, más rígidos nos volvemos. Nos ponemos más a la defensiva y saltamos a la mínima. Nos resulta más díficil revisar nuestras creencias y el discurso que mantenemos sobre lo verdaderamente importante, sobre lo bueno, sobre lo deseable y sobre lo inteligentes y moralmente superiores que somos. Tendemos a pensar que el problema no lo tenemos nosotros, sino que está fuera, que lo tienen los demás.
Ojocuidao, que ceptar que la identidad es en gran parte un relato a posteriori no nos convierte en cínicos ni en relativistas sin principios. Nos convierte en personas que entienden mejor cómo funcionan realmente los humanos, empezando por sí mismas. Queda profundo y bonito, todo unicornios y brisa otoñal en la cara. Pero es verdad.
Quizá no tengamos un yo auténtico sólido y brillante. Pero tenemos algo más incómodo y más interesante: la capacidad de revisar el relato. Y en un mundo lleno de gente convencida de ser siempre la misma, eso ya es una forma bastante decente de coherencia.
PD: Que no quepa duda de lo pretencioso que soy
Todo esto lo yo, alguien bastante pretencioso, subido a al púlpito moral que me he montado con cuatro libros, un teclado y bastante tiempo libre. No estoy aquí porque sea especialmente lúcido, profundo o coherente. En mi vida real no suelo ir diseccionando identidades ni desmontando sesgos cognitivos en el supermercado ni hablando de lo performativo del ser. A no ser que me des un par de cubatas y esté entre amigos, porque entonces puedo llegar a ser un imbécil.
Esto lo hago aquí, en internet, porque escribir sobre lo poco auténticos que somos me permite fingir que soy la hostia y parecer que soy el tío “ya lo ha entendido” y que sabe de la vida. En realidad soy el que mira un poco por encima del hombro y se ríe de las incoherencias ajenas mientras ignora las propias.
Esto que escribo no es una excepción al mito del yo auténtico, es un ejemplo de manual. Me alimenta el ego, me da una sensación barata de superioridad intelectual y me permite fingir, durante unos párrafos, que soy más interesante de lo que soy. Exactamente lo mismo que critico. Y sí, lo sé mientras lo hago. Pero no por eso voy a dejar de hacerlo.
Este soy yo:
