Llevamos años usando Grindr como si fuera el Tinder de Mordor, y sorpresa: la cosa no mejora. De hecho, empeora.
Los orcos están ahí fuera, pero no los reconocerás por la foto, sino por lo que hacen. Porque resulta que el tipo con abdominales de gimnasio y frase motivacional en la bio puede ser el mismo que te suelta un “gordo de mierda” cuando le dices que no te apetece quedar. O el que tiene puesta la bandera del orgullo pero en su perfil especifica “solo masculinos”. O ese que parece encantador hasta que descubre cualquier cosa (yo qué sé, que no vas al gimnasio) y desaparece más rápido que los likes de un post antiguo. La cara bonita no predice un comportamiento de mierda. Fin.
Cuando digo que la mayoría de interacciones son destructivas no hablo solo de los perfiles vacíos tipo “discreción” con foto de torso, ni de los ghosteos. Hablo de la violencia cotidiana que hemos normalizado tanto que ya forma parte del pack. Esa hostilidad automática cuando no cumples expectativas, esa agresividad disfrazada de “es que tengo mis gustos”, ese desprecio que sueltas porque el otro está a dos kilómetros pero no tiene los abdominales de Chris Hemsworth.
La toxicidad no es un bug, es una feature del capitalismo
Las apps de citas no son neutras, kary. Están diseñadas para mantenerte enganchado como si fueras Walter White con la metanfetamina. El modelo de negocio se basa en la frustración perpetua: swipeas, chateas, bloqueas, repites. Mientras tanto, Grindr se forra vendiendo tu atención y haciendo la vista gorda ante el acoso, el racismo y la gordofobia que inundan su plataforma. Pero eso sí, todos muy “No fats, no fems, no Asians” y luego llorando con Heartstopper.
El 70% de usuarios reporta haber sufrido agresiones verbales o comportamientos abusivos. Pero claro, cuando llega el Orgullo, ahí están todos con su marketing arcoíris, sus stickers de LOVE WINS y el discursito de mierda. Luego vuelves a la app y el primer mensaje que recibes es alguien llamándote “viejo” por tener 32 años.
La pantalla que nos convierte en un villano de Black Mirror
Hay algo en la distancia digital que nos vuelve crueles, da igual que sea Grindr o Twitter o la que sea. Como no tienes que mirar a la cara a quien insultas, pues nada, a soltar mierda. Como puedes bloquear sin explicaciones, pues bloqueas. Y así vamos, reproduciendo patrones de masculinidad tóxica, clasismo y discriminación que no hemos inventado (gracias, patriarcado heteronormativo) pero que perpetuamos cada vez que abrimos la app.
Lo peor es la gente joven que entra en contacto con estos espacios sin referencias previas. Aprenden que se liga así, que esta es la forma en la que los maricones nos relacionamos, que esto es lo normal. Sorpresa: no lo es. O no debería serlo, a menos que queramos acabar todos en terapia tipo Euphoria pero sin la estética bonita.
Salir del bucle es posible
La solución no pasa solo por hacer report y block, aunque oye, hacedlo sin miramientos. Va de algo más grande: repensar cómo nos vinculamos. Necesitamos espacios que no estén gobernados por el algoritmo del descarte, donde la inmediatez no sea lo único que importe y donde “hola” no se considere conversación de alta calidad.
¿Utópico? Puede. Pero seguir usando estas plataformas sin cuestionarlas y tragándonos su toxicidad por seguir enganchados es colaborar con un sistema que nos está jodiendo la salud mental.
Así que aquí la propuesta: usemos estas apps con conciencia crítica, cuidemos nuestra salud mental, no toleremos abusos y, sobre todo, empecemos a imaginar otras formas de encontrarnos. Porque nos merecemos algo mejor que ser productos en el catálogo de Amazon Gay Edition.
Yo me desconecté y sigo vivo
Por si sirve de algo: yo ya no uso Grindr. Ni Instagram, ni Facebook, ni Twitter (sí, lo sigo llamando Twitter, que Elon Musk me come los huevos). Las borré todas porque me agobiaban más que una cena de Navidad. Y adivina qué: no solo se puede vivir sin eso, sino que no te pierdes absolutamente nada. Cero. Nada de nada. Al principio sentía el FOMO típico, esa ansiedad de “¿y si me estoy perdiendo algo importante?”. Pero no me estaba perdiendo nada importante. Lo que me estaba perdiendo usándolas era paz mental, tiempo libre y la capacidad de aburrirme sin scrollear compulsivamente. Ahora vivo más tranquilo, duermo mejor y resulta que la gente que importa sigue estando ahí, pero en la vida real.
Que conste que ahora hago scroll sin parar, pero en YouTube. Mi vida es lo que pasa entre ir a trabajar, hacer maletas y predicar desde mi púlpito de superioridad moral.
