Hace cinco años, tu tío era una persona normal. Votaba al PP o al PSOE según le pareciera, se quejaba de los políticos como todo el mundo, y sus opiniones más polémicas eran sobre el Barça y el Madrid. Esa persona está compartiendo memes de Vox, diciendo que “hay que defender nuestras fronteras” y hablando de “la invasión” como si los vikingos estuvieran a punto de desembarcar en Torrevieja. Y lo peor es que en las cenas familiares suelta perlas tipo “es que a los inmigrantes les dan todo gratis mientras los españoles nos morimos de hambre”.
¿Qué coño ha pasado?
No fue un meteorito. No fue un trauma específico. No fue que un inmigrante le robara la cartera y tuviera una epifanía xenófoba. Fue mucho más simple: fue un proceso gradual y predecible, y que está pasando ahora mismo en millones de familias españolas. Y los mecanismos que convirtieron a tu tío en lo que es ahora son exactamente los mismos que podrían convertirte a ti en un radical de ultraderecha. Pero como tú eres progresista, no crees que te has vuelto facha, pero te escandalizas porque crees que estás flirteando con el extremo centro. Pues no, estás a dos memes de cantar cara al sol.
La escalera de la radicalización: cómo se llega al fascismo de puntillas
Nadie se levanta una mañana y decide ser fascista. Sería demasiado obvio, demasiado brusco y demasiado consciente. La radicalización de ultraderecha funciona como una escalera: subes un peldaño cada vez, y cada peldaño parece razonable si no miras hacia atrás para ver de dónde vienes.
Peldaño 1: la preocupación legítima
Me preocupa que haya tanta inmigración irregular. ¿No deberíamos controlar mejor quién entra?
Esto suena razonable, ¿verdad? Es una preocupación que mucha gente comparte, incluso gente progresista. Puedes argumentar que la inmigración irregular beneficia sobre todo a redes de explotación y a economías sumergidas que se sostienen sobre trabajo precario, sin derechos laborales, sin protección social y con riesgo de abuso.
El problema no es el peldaño en sí; es que este peldaño te coloca en el primer escalón de una escalera muy larga.
Peldaño 2: la generalización
Es que vienen demasiados. Esto no puede seguir así. Van a cambiar nuestra cultura.
Ahora ya no hablamos de gestión migratoria. Hablamos de “demasiados”, de “invasión cultural”, de un “ellos” homogéneo que amenaza un “nosotros” también homogéneo. Ellos y nosotros. Ahí lo tienes. La preocupación específica se ha convertido en ansiedad identitaria y en una vaga sensación de peligro. El problema no es el peldaño en sí; es que este peldaño te coloca en el primer escalón de una escalera muy larga.
Peldaño 3: el chivo expiatorio
Por culpa de ellos no hay trabajo. Por culpa de ellos la sanidad está colapsada. Por culpa de ellos hay más delincuencia.
Ahora todos los problemas (estructurales, complejos, multicausales) tienen una explicación simple: ellos. El paro no es culpa de las crisis económicas, la precarización laboral o la automatización. Es culpa de los inmigrantes. La sanidad no colapsa por recortes presupuestarios y falta de inversión. Colapsa porque “vienen a aprovecharse”.
Un apunte: cuando alguien explica un problema complejo usando una única razón (o variable), desconfía, porque casi seguro que es esa explicación no es correcta. Y si lo es en parte, se está olvidando de algo. Eso es lo que llamamos reduccionismo.
Peldaño 4: la deshumanización
No son como nosotros. No comparten nuestros valores. Vienen a destruir nuestra forma de vida.
Ya no son personas con historias individuales, familias, sueños. Son una masa amenazante, un enemigo abstracto, una fuerza destructiva. Y una vez que has deshumanizado a un grupo, justificar cualquier cosa contra ellos se vuelve muy, muy fácil.
Peldaño 5: la solución radical
Hay que cerrar las fronteras. Hay que deportarlos a todos. Hay que defender nuestra civilización por cualquier medio necesario.
Enhorabuena. Has llegado al final de la escalera. Y desde aquí, justificar los campos de concentración, la violencia sistemática, o las políticas genocidas es solo un pasito más.
Lo que da miedo no es que exista esta escalera, es que no te des cuenta de que estás subiendo un peldaño. Cada paso que das parece lógico, justificado, una consecuencia natural del anterior. Y cuando miras hacia atrás y te das cuenta de dónde estás, ya es demasiado tarde. O peor: ya no te importa, porque has interiorizado la narrativa. Pensar en eso te puede ayudar cuando estés en la cena de nochebuena, escuchando a un familiar diciendo barbaridades. Respira y no te pongas como un rottweiler porque no te va a llevar a nada bueno. Que esté diciendo estas barbaridades quizá sea porque no se ha dado cuenta de que ha subido esa escalera. Igual lo ha hecho sin querer, igual no. No lo sabes.
Es interesante que la misma gente que justifica lo que está haciendo Israel se horroriza si le dices que es lo mismo que lo que ocurrió en la Alemania nazi. No tengo una explicación para ese fenómeno, pero yo diría que la población palestina pertenece al mismo grupo, al mismo “ellos” que el resto de “ellos” para los fascistas españoles: los que vienen a aprovecharse, los que no tienen los mismos valores que nosotros, etc.
El grupo de WhatsApp es el laboratorio perfecto de Asch
¿Recuerdas el experimento de Asch? Ese donde la gente negaba la evidencia de sus propios ojos para conformarse al grupo. Pues bien, tu grupo de WhatsApp familiar (o el del colegio, o el de ese grupo que alguien creó con amigos de alguien para organizar una fiesta sorpresa de cumpleaños) es una versión de ese experimento, pero en versión continua, 24/7, y sin supervisión ética.
Esto funciona más o menos así: Tu tía Isabel comparte un bulo sobre inmigrantes que reciben “1.200€ al mes sin trabajar mientras los españoles cobran 400€ de subsidio”. Es mentira. Completamente falso. Pero antes de que tú puedas verificarlo o cuestionarlo, otros tres miembros del grupo ya han respondido con “😡😡😡”, “Esto es intolerable”, “¡Y nosotros pagándolo con nuestros impuestos!”. Es muy probable que alguien conozca a una familia de inmigrantes que cobre más. A continuación, alguien comparte una noticia sobre el desahucio de una anciana.
Ahora te toca a ti. ¿Qué haces?
Opción A: Corriges el bulo. Compartes el enlace de verificación que demuestra que es falso. Te conviertes instantáneamente en el problemático, el que siempre tiene que llevar la contraria, el que se cree más listo que los demás. Tu tía Isabel se ofende. Tu madre te manda un mensaje privado diciendo “¿por qué siempre tienes que crear conflicto?”. En la próxima cena familiar todos te miran raro.
Opción B: Te callas. No das like, pero tampoco corriges. Dejas que el bulo circule sin oposición. Tu cerebro racionaliza: no merece la pena el conflicto, no voy a cambiar su opinión de todas formas, que cada uno piense lo que quiera.
La mayoría de la gente elige la Opción B. Y cada vez que lo hacen, el grupo se radicaliza un poquito más. Porque el silencio se interpreta como acuerdo. Y cuando nadie cuestiona la narrativa, esa narrativa se convierte en la verdad del grupo.
El fundamento de todo esto es la conformidad social pura, exactamente lo que Asch demostró. La presión del grupo para conformarse es tan intensa que la gente prefiere negar la realidad antes que arriesgarse al ostracismo social. Y en grupos cerrados como los de WhatsApp, donde todos se conocen y las relaciones personales están en juego, esa presión se multiplica.
El resultado es que los grupos familiares que empezaron compartiendo recetas de cocina acaban siendo cámaras de eco de propaganda de extrema derecha, donde nadie se atreve a cuestionar nada porque hacerlo significaría convertirse en el enemigo interno.
Tu compañero de trabajo: la escalada gradual en tiempo real

Trabajas con Javi desde hace años. Siempre fue un tío majo, te caía bien, compartíais risas en la máquina del café. Pero últimamente algo ha cambiado.
Hace un año: “Tío, es que está habiendo mucha inmigración irregular, ¿no? Deberíamos controlar mejor las fronteras.” A propósito de cualquier noticia o de cualquier conversación.
Tú piensas: razonable. Es una opinión legítima.
Hace seis meses: “Es que vienen aquí a vivir del cuento. Yo tengo que currar y pagar impuestos mientras ellos lo tienen todo gratis.”
Tú piensas: bueno, está exagerando, pero entiendo su frustración.
Hace tres meses: “Es que no son como nosotros, tío. Tienen otra mentalidad. No respetan a las mujeres, no respetan nuestras leyes.”
Tú piensas: vale, esto ya empieza a sonar raro. Pero no dices nada porque no quieres conflicto.
Hoy: “Esto es una invasión. O los paramos ahora o España deja de ser España. Vox tiene razón, hay que echarlos a todos.”
Tú piensas: ¿cómo coño hemos llegado aquí?
Has llegado aquí porque cada vez que Javi dijo algo problemático y tú no lo cuestionaste, su cerebro interpretó tu silencio como validación. Porque cada comentario era solo un poco más radical que el anterior, nunca suficiente para parecer un salto gigante.
Javi no se radicalizó de golpe; se radicalizó gradualmente, peldaño a peldaño, y tú estuviste ahí viendo cada paso sin hacer nada. Siento darte malas noticias, pero tú has sido cómplice de su radicalización. No eres el responsable, no es culpa tuya, pero has contribuido sin querer y
El mecanismo de esta escalada es lo que llamamos normalización progresiva. El psicólogo Albert Bandura (1999) lo llamó “desconexión moral gradual”: un proceso por el cual las personas van desactivando poco a poco sus estándares morales internos a través de pequeños pasos incrementales. Cada nuevo nivel de radicalidad se normaliza antes de pasar al siguiente. Y funciona porque tu cerebro se adapta rápidamente a lo que considera “normal” dentro de tu entorno social.
Tu responsabilidad, siento decírtelo, es grande. Cada vez que no cuestionaste a Javi cuando dijo algo problemático, le diste permiso implícito para ir un paso más allá. No es que sea “tu culpa” que Javi sea ahora así. Pero tu silencio contribuyó. Y eso debería incomodarte.
La tertulia de televisión: obediencia a la autoridad sin bata blanca

Tu madre ve cada tarde un programa de televisión donde cuatro tertulianos gritan sobre política. Uno de ellos, llamémosle Pérez, es particularmente vehemente sobre “el problema de la inmigración”. Tiene datos (falsos), tiene gráficos (manipulados), y tiene mucha seguridad en sí mismo.
Tu madre, que no tiene formación específica en demografía, economía o política migratoria, escucha a Pérez durante una hora cada tarde. Pérez dice que “los inmigrantes cuestan 30.000 millones de euros al año a España” (mentira). Pérez dice que “la delincuencia ha aumentado un 400% por la inmigración” (mentira). Pérez dice que “en 20 años los españoles seremos minoría en nuestro propio país” (mentira ridícula).
Y tu madre se lo cree. Todo.
¿Por qué? Porque Pérez es una figura de autoridad. Está en la televisión, luego debe saber de lo que habla. Tiene datos (aunque sean falsos), luego debe ser riguroso. Y lo dice con mucha convicción, luego debe estar seguro.
Este es el experimento de Milgram sin descargas eléctricas. No necesitas una bata blanca de laboratorio para ser una figura de autoridad que la gente obedece ciegamente. Solo necesitas una plataforma, un tono de voz seguro, y la apariencia de competencia. Y entonces la gente te creerá, incluso cuando digas barbaridades demostrablemente falsas.
El mecanismo se basa en la obediencia a la autoridad y no requiere que la autoridad sea legítima; solo requiere que parezca legítima. Y la televisión, especialmente para generaciones mayores, tiene una credibilidad automática. “Lo dijeron en la tele” es suficiente para que algo se considere verdad, sin necesidad de verificación adicional.
El peligro viene cuando hay famosos o personas que salen en la tele y que supuestamente saben de un tema en concreto que empiezan a normalizar discursos de odio, a deshumanizar grupos y a difundir mentiras sistemáticas, no solo están expresando opiniones. Están dando permiso moral a millones de personas para adoptar esas mismas posturas. Y esas personas obedecerán porque la autoridad les ha dicho que está bien.
Las redes sociales: desindividuación industrial

Manolo tiene 58 años, trabajó toda su vida en una fábrica, y ahora está jubilado. En persona es un tío agradable. Saluda a los vecinos, ayuda a su hija con los nietos, nunca se metió en problemas. Pero ábrele su cuenta de Twitter o de Facebook y encontrarás un monstruo.
Insulta a políticos progresistas. Comparte memes xenófobos. Participa en campañas de acoso contra activistas. Escribe cosas como “a todos estos hijos de puta habría que fusilarlos” con una naturalidad aterradora.
¿Manolo es un psicópata? No. Manolo es una persona normal que ha caído en el mecanismo más predecible y peligroso de las redes sociales: la desindividuación digital.
¿Cómo funciona?
- Anonimato parcial: Aunque uses tu nombre real, estás detrás de una pantalla. No tienes que ver la cara de la persona a la que insultas. No hay feedback físico inmediato. Tu cerebro no procesa esto como una interacción social real.
- Grupo de referencia: Manolo sigue a cuentas que piensan como él. Su timeline está lleno de gente diciendo cosas igual de radicales. Cuando todos a tu alrededor dicen barbaridades, decir barbaridades parece normal.
- Recompensa inmediata: Cada tweet radical que Manolo escribe recibe likes, retweets, respuestas de apoyo. Su cerebro libera dopamina. La radicalidad es recompensada, la moderación es ignorada.
- Ausencia de consecuencias: Manolo nunca ve las consecuencias reales de sus palabras. No ve a la persona migrante que lee su tweet y se siente deshumanizada. No ve cómo su retórica contribuye a un clima de odio que puede acabar en violencia real. Solo ve números subiendo: likes, seguidores, interacciones.
El resultado es que estas personas normales, con una vida offline perfectamente funcional y civilizada, se convierten en monstruos online. No porque sean malas personas, sino porque el contexto digital ha desactivado todos los mecanismos de control social que normalmente regulan el comportamiento.
Zimbardo (2007) actualizó su teoría de la desindividuación para la era digital, argumentando que internet crea las condiciones perfectas para el “efecto Lucifer”: personas ordinarias haciendo cosas extraordinariamente crueles cuando el contexto las libera de responsabilidad personal y consecuencias sociales.
La escalada empieza con un comentario levemente polémico. Recibe validación. La próxima vez va un poco más lejos. Más validación. Y así sucesivamente, hasta que estás escribiendo cosas que hace dos años te hubieran horrorizado. Pero para entonces ya has normalizado cada nivel de radicalidad, así que el siguiente paso siempre parece razonable.
El barrio: cuando “ellos” dejan de ser abstractos

Carmen vive en un barrio que ha cambiado demográficamente en los últimos años. Ahora hay más tiendas regentadas por inmigrantes, más gente hablando en otros idiomas, más mezquitas y centros culturales de comunidades extranjeras. Mujeres con pañuelos en la cabeza.
Carmen no tenía opiniones especialmente fuertes sobre inmigración. Pero últimamente ha empezado a decir cosas como “ya no reconozco mi barrio”, “esto ya no es España”, “me siento extranjera en mi propia ciudad”.
¿Qué pasó? Carmen está experimentando ansiedad identitaria. Su sentido de pertenencia a un lugar está siendo desafiado por cambios visibles en su entorno. Y cuando las personas sienten amenazada su identidad, su cerebro busca explicaciones simples y chivos expiatorios.
El engranaje mental que lo explica es la teoría de la identidad social (Tajfel & Turner, 1979), que dice que las personas construyen parte de su autoestima a través de su pertenencia a grupos. Cuando esa pertenencia se percibe amenazada (por cambios demográficos, económicos o culturales, o porque las tiendas del barrio las regentan personas procedentes de China) las personas tienden a:
- Reforzar la identificación con su “endogrupo” (nosotros)
- Aumentar la diferenciación con el “exogrupo” (ellos)
- Desarrollar actitudes más negativas hacia el exogrupo
- Justificar la discriminación como “defensa legítima” del endogrupo
¿Cómo evoluciona? Carmen empieza quejándose de que “el barrio ha cambiado mucho”. Luego dice que “ya no es como antes”. Después que “estos no se integran, forman guetos”. Y finalmente que “nos están reemplazando, esto es una invasión”.
Cada paso parece una descripción razonable de su experiencia subjetiva. Pero lo que realmente está pasando es que Carmen está construyendo una narrativa de victimización y amenaza existencial basada en cambios demográficos normales que pasan en todas las ciudades del mundo desde siempre.
Existe un riesgo: cuando esta ansiedad identitaria se multiplica por millones de personas, y cuando algunos líderes políticos la explotan deliberadamente, tienes las condiciones perfectas para que aparezcan movimientos nacionalistas, xenófobos o directamente fascistas. Porque millones de “Cármenes” que individualmente están expresando un malestar personal (justificado o no) se convierten colectivamente en una fuerza política que puede elegir gobiernos que implementen políticas fascistas y nazis.
La cena familiar: el teatro del silencio cómplice

Es Navidad. Toda la familia está reunida. Y tu tío suelta la bomba: “Es que esto ya es intolerable. O echamos a todos estos moros de una puta vez o España se va a la mierda.”
Silencio incómodo.
Tu abuela cambia de tema: “¿alguien quiere más turrón?”
Tu padre mira el plato intensamente, como si fuera el objeto más fascinante del universo.
Tu madre te lanza una mirada de “por favor no digas nada”.
Tú te callas. Comes turrón. Dejas pasar el momento.
Enhorabuena. Acabas de ser cómplice.
No es que seas mala persona. No es que estés de acuerdo con tu tío. Pero tu silencio, multiplicado por todos los silencios de todos los miembros de tu familia que tampoco dijeron nada, le ha transmitido a tu tío el siguiente mensaje: “Esto que dices es socialmente aceptable. Puedes decirlo en voz alta en reuniones familiares sin consecuencias. Nadie te va a cuestionar.”
Explicación: Esto es lo que los psicólogos sociales llaman “ignorancia pluralista” o “efecto espectador en opiniones”. Cada persona piensa que el comentario del tío es inaceptable, pero como nadie dice nada, todos asumen que los demás deben estar de acuerdo. Y como nadie quiere ser el único disidente, todos se callan. El resultado es que el comentario más radical de la sala se queda sin oposición, lo que lo normaliza.
Bibb Latané y John Darley (1970) demostraron que la probabilidad de que alguien intervenga en una situación problemática disminuye dramáticamente cuanta más gente esté presente. Porque cada persona diluye su sentido de responsabilidad personal: “Alguien más dirá algo. No tiene que ser yo.”
La consecuencia: Tu tío sale de esa cena pensando que todos están básicamente de acuerdo con él, o al menos que nadie lo considera suficientemente problemático como para cuestionarlo. Así que la próxima cena irá un paso más allá. Y después otro. Y otro. Hasta que tu cena familiar navideña suene como un mitin de Vox.
Y todo porque nadie quiso ser el que arruinara la cena con “política”.
El algoritmo: tu cerebro contra una máquina diseñada para radicalizarte

Diego empieza viendo un vídeo de YouTube sobre “problemas de la inmigración en Europa”. Es un vídeo relativamente moderado, incluso tiene algunos puntos válidos. Diego lo ve hasta el final.
El algoritmo toma nota.
El siguiente vídeo recomendado es un poco más radical. Diego lo ve. Luego otro. Y otro. Cada uno ligeramente más extremo que el anterior. En tres meses, Diego está viendo contenido abiertamente fascista, teorías conspiranoicas sobre “el gran reemplazo”, y vídeos que llaman abiertamente a la violencia contra inmigrantes.
¿Diego buscó activamente este contenido? No. El algoritmo lo llevó de la mano, vídeo a vídeo, cada uno solo un poco más radical que el anterior, hasta un lugar donde nunca habría llegado de un solo salto.
¿Qué ha ocurrido? Los algoritmos de recomendación de YouTube, Facebook, Twitter y TikTok están diseñados para maximizar el “engagement” (tiempo que pasas en la plataforma). Y resulta que el contenido radical, emocional, polarizante genera mucho más engagement que el contenido moderado y equilibrado.
Así que el algoritmo aprende rápidamente que si te muestra contenido cada vez más radical, pasarás más tiempo en la plataforma. No porque el algoritmo sea malvado o tenga una agenda política; simplemente porque está optimizado para un objetivo (engagement) que accidentalmente produce radicalización.
Los investigadores Zeynep Tufekci (2018) y Guillaume Chaslot (ex-ingeniero de YouTube) han documentado extensamente cómo los algoritmos de recomendación crean “tuberías de radicalización” que llevan a los usuarios desde contenido mainstream hasta extremismo en cuestión de semanas o meses.
Se crea una burbuja: Además, el algoritmo te muestra principalmente contenido que confirma tus creencias existentes (porque eso genera más engagement que contenido que te desafía). Así que no solo te radicaliza; también te aísla de cualquier perspectiva alternativa. Acabas en una burbuja perfecta donde todo lo que ves confirma tu visión del mundo, cada vez más extrema.
Al final pasa que millones de personas empiezan a radicalizarse en sus casas, en sus móviles, sin ser conscientes de que están siendo manipuladas por un sistema algorítmico diseñado para maximizar beneficios publicitarios. Y cuando intentas hablar con ellos, te dicen que “han investigado”, que “han visto las pruebas”, que “saben la verdad”. Cuando en realidad lo único que han hecho es seguir obedientemente el camino que un algoritmo les marcó.
Entonces, ¿qué puedes hacer?
La respuesta fácil sería decir “nada, estamos todos jodidos, es inevitable”. Pero eso sería mentira y además una forma de evadir responsabilidad.
Puedes hacer cosas. No son fáciles. No garantizan éxito. Pero son infinitamente mejores que no hacer nada.
1. Rompe el silencio. La próxima vez que alguien diga algo inaceptable en tu presencia (en la cena familiar, en el trabajo, en el grupo de WhatsApp) no te calles. No hace falta que montes un drama; a veces basta con un “no estoy de acuerdo con eso” o “¿tienes alguna fuente que lo demuestre?”. Tu voz disidente rompe la ilusión de consenso y le da valor a otros que pensaban igual pero no se atrevían a hablar.
2. Cuestiona la escalada gradual. Si alguien cercano está radicalizándose, ayúdale a ver la escalera completa. “Hace un año no decías esto. ¿Cómo hemos llegado aquí?” A veces, hacer visible el proceso de radicalización es suficiente para que la persona se dé cuenta de lo que está pasando.
3. Humaniza al “enemigo”. Cada vez que alguien hable de “ellos” como una masa homogénea amenazante, introduce una historia individual. “Mi compañero de trabajo es inmigrante y trabaja 12 horas al día para mantener a su familia.” No siempre funciona, pero a veces recordar que estamos hablando de personas reales con vidas reales puede romper el proceso de deshumanización. Mi favorita es decir que yo mismo soy inmigrante.
4. Verifica y comparte verificaciones. Cuando veas un bulo, no lo dejes pasar. Busca la verificación y compártela. Sí, te van a llamar pesado. Sí, algunos te van a bloquear. Pero cada bulo que corriges es uno menos circulando.
5. Controla tu propia burbuja. Revisa qué contenido consumes, qué cuentas sigues, qué vídeos te recomienda el algoritmo. Busca activamente perspectivas diferentes a la tuya. Lee medios con los que no estás de acuerdo. No para convertirte, sino para evitar vivir en una cámara de eco.
6. Reconoce tu propia vulnerabilidad. Tú también eres vulnerable a estos mecanismos. Tú también puedes caer en burbujas algorítmicas, conformidad grupal, y escaladas graduales. Pregúntate regularmente: ¿Mis opiniones se han radicalizado? ¿Estoy deshumanizando a algún grupo? ¿Me rodeo solo de gente que piensa como yo?
7. Elige las batallas que merece la pena pelear. No puedes estar cuestionando todo todo el tiempo. Te quemarás y acabarás siendo el pesado de la familia que nadie invita a nada. Pero puedes identificar las líneas rojas —deshumanización, llamadas a la violencia, mentiras flagrantes— y decidir que esas sí merece la pena combatirlas, cueste lo que cueste.
La conclusión incómoda (otra vez)
Tu tío no se convirtió en facha porque sea tonto, malvado, o especialmente vulnerable. Se convirtió en facha porque es humano, y los humanos somos vulnerables a la conformidad social, la obediencia a la autoridad, la escalada gradual, la desindividuación, y la manipulación algorítmica.
La diferencia entre él y tú no es necesariamente que tú seas mejor persona. Puede ser simplemente que aún no has sido expuesto a la combinación específica de factores que te radicalizaría. O que tienes herramientas cognitivas o redes de apoyo que él no tiene. O simplemente suerte. O cerebro, quién sabe.
Lo que sí puedes hacer es entender estos mecanismos, reconocerlos cuando los ves operando (en otros y en ti mismo), y tomar decisiones conscientes para resistirlos.
Porque si hay algo que hemos aprendido del siglo XX (y que aparentemente necesitamos reaprender constantemente) es que las sociedades no colapsan en un derrumbe fascista de golpe. Se van infectando gradualmente, paso a paso, normalización tras normalización, silencio tras silencio.
Y cada silencio cómplice es un peldaño más en la escalera.
Así que la próxima vez que tu tío suelte una barbaridad en la cena de Navidad y todos miren al plato en silencio, recuerda: tu silencio no es neutralidad. Es complicidad. Y todavía estás a tiempo de elegir no serlo.
Referencias:
Bandura, A. (1999). Moral disengagement in the perpetration of inhumanities. Personality and Social Psychology Review, 3(3), 193-209.
Latané, B., & Darley, J. M. (1970). The unresponsive bystander: Why doesn’t he help? Appleton-Century-Crofts.
Tajfel, H., & Turner, J. C. (1979). An integrative theory of intergroup conflict. In W. G. Austin & S. Worchel (Eds.), The social psychology of intergroup relations (pp. 33-47). Brooks/Cole.
Tufekci, Z. (2018). YouTube, the great radicalizer. The New York Times, March 10.
Zimbardo, P. (2007). The Lucifer Effect: Understanding How Good People Turn Evil. Random House.

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