Sigo sin entender cómo en pleno 2025 seguimos defendiendo los deberes de toda la vida. Que no, que no “forman el carácter” ni “preparan para la vida real” ni hacen que se repase lo que se ha aprendido. Lo que hacen, muchas veces, es reforzar desigualdades. Sorpresa. Porque no es lo mismo hacer los deberes en una casa con wifi, silencio, apoyo y fruta cortada que en un piso con tres hermanos, una tele a todo volumen y una madre que llega a las ocho reventada del curro. Y sí, las madres son las que siguen ocupándose de que la muchachada estudie y haga los deberes como toca.
Ojo con el reparto de tareas: cuando los deberes entran por la puerta, el patriarcado se sienta a la mesa. En muchísimas casas, son las madres las que asumen el seguimiento escolar: las que preguntan, las que imprimen, las que se sientan a repasar. Y no porque los padres no estén, sino porque seguimos arrastrando la idea de que la educación (como los tuppers, las vacunas o las notas del cole) es “cosa de ellas”. Así que los deberes no solo alargan la jornada escolar, sino también la de muchas mujeres que ya llegan al final del día hechas mierda. Es una carga que no se contabiliza, pero pesa.
Los deberes funcionan y han funcionado siempre como una extensión de la jornada escolar, pero sin maestras, sin condiciones, sin igualdad de oportunidades y, sobre todo, sin sentido pedagógico. Y en esto somos quienes nos dedicamos a esto los que tenemos que darle una buena pensadita. Son la prueba de que seguimos midiendo la educación en tiempo y no en calidad. De que seguimos creyendo que más es mejor. Spoiler: no lo es. O de que la letra, con sangre entra.
Y sí, claro que puede haber tareas con propósito pedagógico: leer algo que emocione, investigar una pregunta, escribir lo que te pete con unas pautas para hacerlo de forma ordenada o practicar matemáticas en situaciones de la vida cotidiana y no repartiendo manzanas. ¿Por qué siempre son manzanas? Pero eso no suele ser lo que se manda. Lo que se manda son fichas en serie, multiplicaciones sin contexto, redacciones tipo “qué hice el fin de semana” (lo mismo de siempre, profe). Tareas que aburren hasta a la tortuga, que nadie quiere corregir y que acaban crispando a toda la familia. El objetivo es terminarlos para que puedas ver la tele o jugar a la consola o cerrar la puerta de tu habitación
A veces me da la impresión de que los deberes siguen ahí no porque funcionen, sino porque no nos atrevemos a deshacernos la idea de que la educación tiene que doler. Que la infancia necesita entrenamiento, no socialización y pasarlo bien. Que cuanto antes se acostumbren a las exigencias del sistema, mejor. Repito: nos importa que aprendan a cómo funciona el mundo y a que se saquen las castañas del fuego, no sea que vayan a convertirse en personas de paguita.
Lo que necesitan estas criaturitas de Dior es tiempo libre, juego, descanso, conversación, equivocarse sin pánico, aprender sin castigo, cagarla en un entorno en que puedan hacerlo y aprendan. Lo que necesitan son adultos que no anden todo el día diciendo “venga, que se te acumula”. Y siempre bajo la premisa de que primero son los deberes y después el disfrute, ahí, para que aprendan a quitarse las cosas de encima y a cumplir con sus obligaciones.
Con siete años, kary, lo que tienen que hacer es saltar como macacos y hacer coreografías en grupo. Ya aprenderán la cultura del esfuerzo más tarde, que de eso hay tiempo.
Los deberes, tal y como los entendemos, no forman: clasifican. Y siempre clasifican igual. Refuerzan las ventajas de quien ya las tiene. Penalizan a quienes no pueden. Y enseñan desde muy peque a adaptarnos a este capitalismo que nos hemos montado. Y luego fingimos sorpresa cuando vemos a quién votan los jóvenes.
Cuando viene un niño acojonado a confesar que no ha terminado los deberes, o cuando una madre me escribe agobiada porque no le da la vida para ayudarle, me dan ganas de coger todas esas fichas y hacer una hoguera bien grande, con mascletà, y todo. Porque si educar va de eso, mal vamos.